Es indudable la eclosión historiográfica actual sobre el monacato femenino en la España moderna, en general, y Andalucía, en particular, lo que ha permitido que sepamos mucho sobre aquel desde Santiago de Compostela hasta Méjico y Argentina, pasando por Sevilla, Jaén, Córdoba o Málaga. Sin embargo, un instrumento conceptual y metodológico desde la interdisciplinariedad permitiría indagarlas y conocerlas mejor y, sobre todo, de una forma diferente. A tal efecto, singularmente útiles e interesantes son la Historia Social, la Historia Institucional y la Historia del Género. La primera, porque sabemos que los cenobios femeninos son un microcosmos de lo social -pues lo existente extramuros permanece intramuros- y que habrá diferencias entre las monjas y religiosas de un mismo cenobio, entre cenobios de una misma orden religiosa, y obviamente entre órdenes diferentes. La segunda, porque la Iglesia es perfecta institución social y de poder al contener los cinco ingredientes que, según sociólogos como Albertoni, constituyen una institución de poder; es decir, territorio y organización administrativa -o institución propiamente dicha-; agentes sociales notorios y aun significativos; bases económicas sólidas e importantes sobre todo por la propiedad, la exención fiscal y especialmente la percepción del importante ingreso del diezmo; y funcionalidad, que es multifuncionalidad en el caso de la Iglesia, esto es, cultual, asistencial, cultural, social y política, y todo ello cohesionada y unitariamente, que solo fraccionan exigencias formales del discurso. La tercera disciplina, finalmente, porque en la investigación del monacato femenino estamos ante una historia de diferencias en la igualdad, pues la igualdad será cristiana -por origen y raíz- pero no social, al existir diferencias por desigualdades propias de la época y el patriarcado, como la clausura o la dote, y otras todavía hoy insuperadas como son, en concreto, las relativas a la funcionalidad cultual, ya que, como todos sabemos, el catolicismo priva a monjas, religiosas y laicas de la administración sacramental, de presidir la celebración eucarística y de la consagración. Conviene, pues, retener que los cenobios femeninos son concreción de la Iglesia, lo que es lógico porque son parte de la misma Iglesia, pero una concreción o manifestación -y esto es lo importante- matizada o particularizada de aquélla, porque las monjas y religiosas son mujeres, por lo que su análisis debe abordarse desde las relaciones de poder y de los modelos de vertebración social; que el patriarcado está visible no solo en el significativo estado de aquéllas como vírgenes “casadas” -“esposas de Cristo”-, sino también, y, sobre todo, en las figuras del confesor, el guardián, el Ordinario, o el visitador de la orden homónima masculina, ya dependan de la jurisdicción episcopal o de la regular, a los que siempre se deben; y que una interpretación amplia de “relaciones de poder” debe incluir a las mujeres, es decir, mujeres entre mujeres, para entender mejor lo que sucede en un cenobio femenino. Ahora bien, en el Antiguo Régimen ciertamente es el patriarcado el elemento jurídico dominante y fundante de la organización social y de lo social, y a ello se sujeta este texto y así lo incorpora, entiende y asume.

Por tanto, sumando disciplinas; usando el término “cenobio” para dar cabida a monasterios y conventos, órdenes monacales y mendicantes; y centrándome solo en los cenobios femeninos de clausura o vida contemplativa por ser prácticamente los exclusivos en la Andalucía Moderna, podemos decir que, según el territorio y su organización administrativa, monjas y religiosas viven “encerradas, pero no asiladas”, y “viven solas, pero no están solas”. Que viven encerradas pero no aisladas significa tener en cuenta el origen de los cenobios femeninos en emparedamientos y beaterios, convertidos paulatinamente -y desde luego desde la terminación del concilio de Trento-, por lo general y respectivamente, en monasterios y conventos, según se acojan a órdenes monacales o mendicantes; la obligación de la clausura y la de jurisdicción masculina; que un cenobio femenino es, a la par, espacio privado y espacio público, y, el primero, también con su racionalidad interna en cuanto a la utilidad y distribución de las distintas zonas cenobíticas; y que es espacio comunicado con el exterior bien a través de elementos físicos del mismo -templo, confesonario, locutorio, torno, rejas-, bien “metafísicos”, a través de la correspondencia, memorias o autobiografías, formas de contacto y expresión a las que tanta importancia se están dando ahora como literatura creativa de monjas y religiosas. El que viven solas, pero no están solas quiere remarcar la única incidencia de la clausura -vital y mental para controlar mejor a la monja o religiosa- en los claustros femeninos, inexcusable tras Trento y a la que colaboraron poder regio y papal, demostrándose, una vez más, la justificación sociopolítica del encerramiento forzoso; y la obligatoriedad, desde aquella magna reunión, de una jurisdicción masculina siempre, la del Ordinario -que si bien desde 1623 está reforzado en esta función, su figura permite a las rectoras de los cenobios femeninos una mayor autonomía o libertad, siendo en este sentido paradigmática la orden concepcionista, pues, por obvias razones, nunca tendrá homónima masculina y donde se ha indagado la redefinición de “lo femenino”-, o la del religioso Visitador de la orden homónima masculina, que es lo más frecuente, pero siempre un ente masculino, lo que, de nuevo, manifiesta la importancia del orden social y político en la estructuración de la vida cenobítica femenina.

El componente social, es decir, el que monjas y religiosas, como parte de la misma Iglesia, sean agentes sociales notorios -esto es, siempre identificados en las fuentes- e incluso notorios, los muestran bien cinco frases reveladoras de las diferencias en función de lo social y, sobre todo, del género, del patriarcado, mostrando los cenobios femeninos como traducción del orden social y, por ende, en absoluto meros “aparcamientos” de mujeres: “Quiénes son”; “monjas, por qué”; “casadas con Dios”; “juntas, pero no revueltas”; y “no todas monjas”. Con la primera quiero indicar que si bien la investigación ha demostrado que, efectivamente, con frecuencia monjas y religiosas de la Andalucía Moderna, como las de España, pertenecieron a la nobleza –lógico porque solo determinada status social puede erigir, mantener y dotar, y perpetuarse a través de parientas y descendientes en los cargos, como evidencia que las preeminentes socialmente casi siempre asimismo son las más recurrentes en aquéllos por las condiciones de la fundación-, también existieron plebeyas, por lo menos en buena parte del medio rural andaluz y español del Antiguo Régimen, que era, por otra parte, el signo mayoritario de la sociedad de la época, quizás en la capa más destacada del tercer estado, pero desde luego no todas fueron nobles, aunque ha de profundizarse aún en este conocimiento. “Monjas, por qué” remite a la cuestión de la vocación, a la constante y fuerte atracción del investigador por conocer las motivaciones de la profesión religiosa, aspecto en el que sin llegarse a un consenso, se han manejado desde la altura del “estado eclesiástico”, hasta la existencia de desengaños amorosos, pasando por la búsqueda de cierta libertad personal, la oposición o la aquiescencia a decisiones paternas en tal camino, y, por supuesto, la sincera vocación, por qué no, en una sociedad fuertemente sacralizada y clericalizada como era la española y andaluza del Antiguo Régimen, y donde se podía profesar a los dieciséis años, ser novicia a los doce -y aun antes en determinadas circunstancias-, y comenzar todo el proceso con el postulantado o aspirantado. No obstante, y en todo caso, los tratadistas aconsejaban la persuasión para entrar en religión, no la constricción, sutil matiz a veces francamente difícil de hallar -en el padre Arbiol, por ejemplo-; sin olvidar las aspiraciones de promoción, influencia, prestigio y encumbramiento social y familiar, las indispensables claves de la Historia Social en que también hay que ver todo este proceso. “Casadas con Dios” manifiesta el dominio, también en el cenobio, del rol tradicional de la mujer en el Antiguo Régimen, aunque en una nueva familia, en una familia espiritual o religiosa, redefiniendo completamente la natural, y por supuesto desde la más absoluta y total radicalidad, esto es, aprendiendo completamente el nuevo papel; de ahí la importancia de la maestra de novicias, que debe empeñarse en conseguir el desarraigo de la familia biológica y la vivencia de la “nueva familia”, precisamente por la misma clausura, esto es, la visión, percepción y vivencia del tiempo clericalizado, los hábitos, la absolutización del silencio y el empleo de otros lenguajes sustitutivos, o la posible conflictividad “familiar” con otras órdenes femeninas o masculinas, el clero secular, el obispo o la ciudad, desencuentros, en todo caso, siempre de menor calado e impacto en los cenobios femeninos, cuando se trataba de cuestiones teológicas o culturales por razones obvias, pero claves, por ejemplo, si se dirimía la “buena fama” o “santidad” de alguna monja o religiosa. “Juntas, pero no revueltas” indica el peso abrumador de lo social, porque tampoco todas son monjas, conviven dotadas e indotadas, ricas y pobres -y por eso, también el conflicto-, todas están “según su estado y condición”, como reza la documentación, porque también ellas, cumpliendo con Reglas y Constituciones, priman para los cargos de gobierno a las monjas y religiosas procedentes de la élite, esto es, a familiares y parientas de fundadores, patronos y protectores, o a las más poderosas económicamente; en suma, un microcosmos de lo social, porque, además, lo opuesto sería ir en contra del mismo orden social. “No todas monjas”, finalmente, por algo que acaba de apuntarse, porque conviven monjas y religiosas de coro y velo negro con monjas y religiosas de velo blanco, criollas con mestizas, las muy bien dotadas con las de muy poca dote, ninguna o alguna de “obra pía” de solo cincuenta ducados, y monjas y religiosas con quienes no lo son, sino pupilas y doncellas, niñas y huéspedes, o “personas de calidad” que están en los cenobios por necesidad cultural, familiar o moral.  

Para el componente económico de la Iglesia como institución social y de poder según los cenobios femeninos, la rúbrica sería: “Sustentadas por el patrimonio inmobiliario, pero, ante todo, dotadas. Caracterizado por bases económicas sólidas y aun potentes, en el caso de aquéllos, junto al indudable peso de bienes inmuebles o raíces rústicos y urbanos, semovientes, y bienes de capital, amortizados por donaciones, fundaciones y actas de última voluntad, su rasgo más genuino es la exclusividad de la dote, precisamente por el patriarcado y la imposición de la clausura que priva a monjas y religiosas de salir a pedir, las obliga al empleo de servidores para la gestión y la explotación, generalmente indirecta por tanto, de su patrimonio, y lleva al historiador a prestar mucha atención al contexto en el que se insertan, es decir, a la coyuntura. En todo caso, es la clausura obligatoria tras Trento la que impone de nuevo diferencias importantes entre monacato femenino y masculino en la naturaleza del patrimonio -ingresos y gastos por supuesto- y en su gestión. Y así, en los componentes del patrimonio ellas son más dependientes de los bienes de capital o patrimonio mobiliario, sobre todo de los censos, y por supuesto de las mencionadas dotes por su condición de mujeres y en clausura; por lo mismo, quizás sean más “rentistas” que las órdenes masculinas, aunque no de forma exclusiva porque sabemos que compran, venden y permutan, pero sin duda el centrarse más en el capital mobiliario, de cierta precariedad, las llevará a frecuentar otras formas de sostenimiento en caso de necesidad, como pedir socorros a la Corona y municipios, trabajo manual, acoger señoras de calidad o pupilas, o enseñar a niñas. Asimismo, el forzado encerramiento las aboca al uso y pago de servidores, o de apoderados cuando es conveniente. Su condición femenina las excluye de la acción litúrgica directa, por lo que los gastos de culto se incrementan ostensiblemente; con la circunstancia añadida de que, si las monjas o las religiosas han de satisfacer demandas cultuales en forma de fundaciones o donaciones de particulares, se incrementa sin duda el gasto fijo del capellán, imprescindible para las propias necesidades religiosas de aquéllas. En todo caso, naturalmente mantienen sus mayordomas, claverías o despenseras para el control del ingreso y el gasto. Y por supuesto sin olvidar, de nuevo, las diferencias intra, porque tampoco a nadie se le escapa que, aun entre los cenobios femeninos, hay profundas diferencias económicas entre monacales y mendicantes, e incluso dentro de una misma filiación religiosa.

Por último, la multifuncionalidad de la Iglesia católica como institución social y de poder desde el género también unas frases compendian conjuntamente el comportamiento al respecto del monacato femenino andaluz, a saber: “Hacerse monja”; “perfectas monjas”; “controladas, dirigidas, vigiladas”; y “la desigualdad aún insuperada”. Pero en esa multifuncionalidad quíntuple está la verdadera piedra de toque insalvable de los cenobios femeninos frente a los masculinos, sobre todo en la función que afecta a la dirección y ejecución directas del culto o, lo que denomino, “la desigualdad todavía insuperada”, que incluso perjudicaba económicamente a monjas y religiosas. En relación al monacato femenino, como mujeres, todas esas finalidades siempre tienen que ver con la pugna entre el “deber ser” y el “ser”, el ideal y lo habitual, la perfección y la transgresión, por lo que “hacerse monja” -esto es, aprender a “desapropiarse de sí”, “desasirse del siglo”, “morir al mundo” o “nacer a Dios”-, y donde el ora et labora, el escrupuloso respeto a Reglas y Constituciones, puede completarse, combinando vida contemplativa y activa, sobre todo a partir del XVIII, con la práctica de la caridad y de la educación, o aun contribuir al sostén del orden sociopolítico -como hace sor Magdalena de San Jerónimo, retratada en Sevilla cuando está a punto de partir al Nuevo Mundo para evangelizar- es un camino especialmente duro, ser la “perfecta monja” el reto -por supuesto siempre solo exigible a ellas-, y estar “controladas, dirigidas y vigiladas” por confesores, consultores, padres espirituales, guardianes, superiores, visitadores e inquisidores, perpetuamente el destino. Porque la privación de la función cultual en los cenobios femeninos, también informado obviamente por la clausura y el género –esto es, no pueden salir, no celebran misas, no administran sacramentos-, reviste dos caracteres principales: Su adaptación a las ya mencionadas obvias razones de sexo y condición de monjas y religiosas como principales activos espirituales y decisorios de aquéllos; y el carácter singular de lo que llamaría la dimensión social de la vida cenobítica femenina en su espacio -ciudad o pueblo-, sobre todo hacia fuera, pero también hacia dentro, hacia sí misma. En el primer aspecto, por la consabida inexistente función litúrgica realizada personal y directamente por las mismas monjas y religiosas en el catolicismo; es más, atender sus propias necesidades cultuales y las ajenas en este terreno, si se les demandaba fundaciones perpetuas de mayor o menor importancia, les costaba el mantenimiento cotidiano del capellán y el extraordinario de los distintos tiempos litúrgicos del año y de las fiestas puntuales de cada cenobio; tampoco podían ejercer el apostolado en la calle por la clausura. Sí pueden recibir gestos de perpetuidad o aceptar la celebración de misas ordinarias, aunque también siempre aquéllos son menos numerosos que en los cenobios masculinos porque en éstos el benefactor ya se asegura ejecución y efectivo cumplimiento -esto es, tiempo, objeto fundamental cuando lo que está en juego es la salvación-, y, por tanto, también menos jugosos económicamente. Sobre todo, un cenobio femenino debe cumplir la principal misión para que es creado, esto es, rezar por los demás, y, sobre todo, que sus integrantes sean “buenas monjas”, las “perfectas monjas”, el ideal a que todas deben aspirar, es decir, obedientes, modestas, discretas, vergonzosas, devotas, silenciosas, graves…, y siempre en grado sumo, como los moralistas difunden. En cuanto a la dimensión social de la vida cenobítica femenina allá donde reside, es evidente que, pese a la clausura, monjas y religiosas impulsaron un cierto contacto con el exterior, ya fuera permitido o “peligroso”. En el primero están visitas de familiares y amistades, frecuentación de tornos y locutorios, comunicación con las consideradas “santas” o muy virtuosas –también siempre forma de atraer devotos, en suma ingresos, a los cenobios femeninos-, los inocentes “galanteos” y el amor cortés, las representaciones teatrales y las fiestas claustrales con motivo de aniversarios o devociones, la difusión e incentivación de determinadas adhesiones o asociaciones religiosas, o la asistencia a entierros y funerales de monjas de singular notoriedad. Pero por la presión de la clausura, la necesidad de mantenerse frente a las órdenes masculinas, y sobre todo por ser mujeres, es especialmente importante vigilar el contacto “peligroso” por el posible desviacionismo, como podía suceder en las “melancólicas”, disciplinas excesivas, visionarias, milagreras, extáticas, heterodoxas o solicitadas. Que se juzgara obra del maligno o de Dios, como sucedió a la cordobesa sor Magdalena de la Cruz, o a la venerable giennense sor Leonor María de Cristo, respectivamente, siempre fue línea fina y, también siempre, en manos masculinas.

En definitiva -y podría ser la conclusión-, la investigación de monjas y religiosas desde la interdisciplinariedad enseña que conviene abordar y contemplar monjas entre monjas, y monjas y monjes; esto es, Historia Social, Institucional y de Género, e Historia inclusiva.

 

Autora: María Soledad Gómez Navarro


Bibliografía

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