Los estudios editados hace años de Collantes de Terán y Morales Padrón dibujaron una ciudad, Sevilla, poblada de casas patio y corrales, vigentes desde la Baja Edad Media, donde llegarían a contabilizarse en torno a cincuenta. Las aportaciones de Morales Padrón los situaron extendidos en toda la capital, lejos de un encuadre de “cultura de la pobreza” y de cualquier similitud con zonas o barrios marginales (1991, p. 25). Recientemente un estudio de María Núñez los analiza desde la historia de la arquitectura, definiéndolos como “tipología residencial (que) se configuraba en Sevilla mediante la construcción de una casa en un solar interior -huerta o compás- por medio de una crujía de habitaciones que se adosaban a los linderos” (2019, p. 230). Tales construcciones de diverso origen -desde antiguas casas palacio a edificios conventuales o construcciones específicas de vecindad- presentaban cierta semejanza con otras canarias e hispanoamericanas, razón por la cual, en Buenos Aires, por ejemplo, fueron llamadas “conventillos”. Me referiré aquí a las que fueron edificadas justamente con el fin de otorgar espacio de vivienda a vecinos en régimen de alquiler, regidos, administrativa y moralmente, por una casera o casero. Constituidos en intermediarios entre el propietario y los inquilinos, los caseros habían de desempeñar una doble función: el cuidado de la entrega de las rentas de alquiler y a su vez de la vida “ordenada”, sin ruidos, alborotos ni escándalos, de su vecindad. En la sociedad del Antiguo Régimen, identificados delito y pecado por las alianzas propias del Estado confesional, aquella labor de vigilancia “entendía” sobre todo de conductas sexuales y relaciones “ilícitas”.
Mi objetivo es introducirme en aquellas viviendas, atendiendo no tanto a su espacio físico -por entonces simples cuartos en torno a un patio, en una o varias plantas- como a sus formas de sociabilidad y, en ellas, analizaré la vida afectiva y doméstica, constituyendo en protagonistas a las mujeres. Sin dejar de lado a “sus” hombres -a fin de cuentas, sus vidas pretendían constituirse en compañía- presentaré algunas trazas de la vida cotidiana referentes a las relaciones de amistades íntimas.
El marco determinaba los afectos. Aquella estructura urbana generaba un estrecho conocimiento entre los habitantes del corral, propiciando “roces” y una convivencia desarrollada en torno al patio común. Nadie mejor que los vecinos de entonces para expresar el sentido y las formas de relación en las casas de vecindad, como lo hiciera el curador de la joven Antonia García Caballero de quince años, que había sido acusada de adulterio con un vecino del patio, de nombre Sebastián de Sandoval (Sevilla, 1760), y a la que el citado curador representaba como defensor; sus palabras, justificando la cercanía de los encausados, fuesen o no ciertas en lo referente a la posible relación ilícita, decían mucho del estilo de vida de una casa corral:
No hay duda que es grande facilidad de los testigos escandalizarse por eso, cuando en un corral o casa de vecinos se ve cada día que, buscando todos los vecinos el sitio más fresco de la casa, allí se ponen todos con alguna inmediación, sin que esto trascienda a otra cosa; y el que tan escrupuloso es, y con tanta facilidad se escandaliza, no vive en casas de vecindad, donde la estrechez y el trato hacen lícito lo que, sin estas dos cualidades, no lo fuera (Candau, 2012, p. 102).
La estrechez y el trato: dos características básicas para entender, como bien expresara el curador, la vida en los corrales. De ahí la dificultad del ejercicio de una vida privada, en el sentido actual del término, es decir, al margen de la mirada ajena.
Entre quienes miraron, vieron y se posicionaron en historia de “tratos ilícitos”, no pocas mujeres de la vecindad; tanto más en las concernientes a “amigos/amantes” no residentes en el corral que entraban y salían en los cuartos de alguna de las vecinas. Historias con trazos suficientes de sospecha, no solo por las visitas, que también, sino, sobre todo, por los mantenimientos; historias, asimismo conocidas, que se dejaron estar hasta que acusaciones realizadas, bien por vía de oficio o por delaciones particulares, iniciaban averiguaciones para procesar causa judicial. He aquí un ejemplo: Luisa Espinosa de los Monteros, casada, de veinte años y vecina de un corral en la collación del Sagrario, en Sevilla, informaría en 1724 de la relación existente entre una de las mujeres (cuyo nombre por ser casada se oculta) y un tal Manuel Castillo, en estos términos:
Que el susodicho trae muchas veces la despensa… que hará algún tiempo que la testigo le preguntó quién diera en hacer medias y no se detuvo por decir que su comadre estaba en casa y no quería que la viera hablar con la testigo…y por estas cosas en el dicho corral se nota que están amancebados (Archivo General del Arzobispado de Sevilla (en adelante AGAS), sección Justicia, serie Criminales, legajo 288).
Observemos la actitud del citado Castillo; el no querer detenerse porque su amiga no le viera hablar con otra mujer podría entenderse de dos formas: por apuntar conductas similares a las de un matrimonio -“por entrar en celos” la citada mujer- o por querer huir de miradas ajenas para lo cual evitaba entretenimientos. Cualquiera de las lecturas hacía entender una amistad íntima extraconyugal.
Como Luisa Espinosa, y de igual modo, en 1724, Josepha Tello conocía a la perfección el trato escandaloso entre una mujer llamada Teresa, de quien era vecina “pared por medio”, con su propio yerno, entre otros hombres. Les observaba salidas y entradas, deponiendo en su testimonio el “roce” y las formas cuando salían a pasear:
Asimismo sabe también que Pedro Joseph Hurtado, yerno de la dicha Teresa, ha causado y causa grave escándalo y nota con la susodicha (…) pidiendo la susodicha celos a Don Pedro Hurtado sobre su mujer y cuando sale a la calle van los susodichos cogidos de la mano, echado el brazo al cuello, y cuando va también su mujer, la dejan a un lado y van los dos hablando de secreto (AGAS. J/C, legajo 288).
Historia cuando menos llamativa. La testigo decía saberlo por vivir pared por medio, y basaba su ratificación en haberlo oído tras las ventanas que daban a los cuartos de las mujeres citadas: “habiéndolo visto y oído por una ventanilla”. Por si no bastara, la hija, cuyo marido se “divertía”, amistándose con su propia madre, se desahogaba con la deponente, primero por haber sido forzada a contraer matrimonio con el mencionado Pedro (en un intento, al parecer, de continuar una relación ilícita entre el ahora yerno y la suegra), segundo por no ser sustentada por su marido, en razón -se lamentaba- de pasar todo el dinero que lograba a la madre de la susodicha. Un marido que la terminología documental definía como “divertido”, vocablo empleado en su sentido inicial, aludiendo tal “diversión” al “apartamiento” o “alejamiento”, esta vez de sus deberes conyugales.
Los conocimientos se incrementaban y las actuaciones se aceleraban en los casos de sospechas de prostitución. En el barrio de Triana, Antonia de Mena, a mediados del XVIII, testificará contra unas mujeres sospechosas de “vida escandalosa”, a las que decía conocer “por vivir en las mismas casas corral”, y a las que observaba dar entrada a muchos hombres marineros y paisanos, no excluyendo entre ellos al casero de la vecindad, Juan Correa, pervirtiéndose así las obligaciones debidas a su oficio (AGAS, J/C, legajo 987, Triana, 1753).
Como en cualquier vecindad, pero incentivado por un conocimiento estrecho nacido de aquellas formas urbanas, las vecinas intervenían en las vidas de las demás mujeres del patio y corral; por lógica no solo para escudriñar. También una preocupación real las convertía en consejeras en circunstancias de necesidad. En la próxima localidad de Coria (Sevilla, 1732) Ana Conejera intentaba corregir la vida de una mujer denominada N (en función de su estado de casada pues, aunque dejada por el esposo, aún se silenciaba el nombre por cuestiones de honra marital), de vida “torcida” y escandalosa desde veinte años atrás, en palabras de la testigo que recordaba así:
que la dicha N ha sido mujer muy escandalosa de más de veinte años a esta parte con otros hombres, y sábelo porque, aconsejándole la declarante a la dicha N, y corrigiéndola distintas veces en otros escándalos y en este presente, le respondió la dicha N que eran verdad las dichas comunicaciones que ha tenido y que ese era su signo (AGAS, J/C, legº 197).
Una resignación (“que ese era su signo”) que no compartía otra de las mujeres de una casa de vecindad; Catalina Mateos, mujer de Juan Arenas y abandonada por él en razón de sus “entretenimientos” con una moza del patio, y de quien el matrimonio de Juan Trebas e Inés de Lerma temía se suicidase; he aquí el testimonio del marido, en declaración de diciembre de 1739: “temía que si no se remedia y se castiga al referido Juan de Arenas, ha de venir a suceder que Catalina Mateos se ha de desesperar y quitar la vida, respecto de haberla hallado el diablo frágil por esa parte”; una fragilidad demostrada en los sucesivos intentos de suicidio: pues si pocos días antes lo procurara “apretándose la garganta con un cordel”, semanas atrás lo había pretendido despeñándose, según el testimonio de otro vecino del corral, llamado Pedro Matías (AGAS. J/C. legº 197).
Para vigilar y evitar que sucediesen y saliesen a la luz aquellas fragilidades estaban caseras y caseros, aquellas en mayor medida. He aquí su labor en el testimonio de una de ellas, de nombre María Domínguez, en el proceso contra el citado Manuel Castillo (Sevilla, 1724):
Que, desde el mes de marzo, es casera la testigo, con cuyo motivo, por la obligación que tiene de celar la casa y ver cómo viven los vecinos, teniendo recelos que no era buena la amistad y asistencia a dichas casas que tenía don Manuel Castillo en un cuarto de una mujer de estado casada… ha observado que entra por la mañana y está hasta medio día y muchas veces vuelve a la tarde y está hasta las diez de la noche… (AGAS, J/C. legº 288).
Una labor -vigilar el corral- que continuaría con los años. Dos décadas después, en el corral de la collación de San Julián, la viuda Mariana Martín, asimismo casera, reconocería haber arrendado cuartos a dos mujeres que dijeron ser hermanas y casadas, la una con marido en Francia y la otra en Cádiz, estampa común de mujeres solas. Embarazada una de ellas, y pareciéndoles serían honradas, accedió a arrendarles una asesoría de las casas corral. Pero la vida que les suponía la casera no era real, a juzgar por sus declaraciones en causa judicial contra ambas, iniciada en 1744:
…y desde el mismo punto que entraron, empezaron a dar escándalo, admitiendo visitas de hombres en sus casas y esto a puertas cerradas…, y reparaba la testigo que, para entrar alguno, antes salía el que estaba dentro… y esto a las 12 como a las 3 de la madrugada… todo lo cual causa mucha ruina y más por ver que la dicha hermana había venido embarazada (AGAS, J/C. Legajo 1039).
Con embarazo añadido, la labor de vigilancia continuaba hasta la espera de un parto que aclarasen familia y padre de la criatura. Considerando que en los corrales aquellos acontecimientos ponían en acción a las vecinas, siempre solidarias con la parturienta, generando el ruido propio de los nacimientos, el silencio que ocultara la llegada del recién nacido levantó aún más las sospechas de la casera del corral:
… que una noche salió de su embarazo sin haberse visto ni oído llorar ni rumor de criatura como acontece en estos casos siempre… y preguntádole la testigo qué había parido, dijo que un niño muerto… y de allí a tres días se dijo que en el corral se había encontrado un niño muerto sin haberse sabido quién lo había echado… ().
No siempre aquellas caseras vigilantes se habían posicionado en contra de los vecinos procesados. A fines del XVII, Teresa María de Soto, casera del corral del barrio de Santa Catalina, defendía el trato honesto de un tal Juan Ruiz con dos mujeres del citado corral a las que supuestamente el tal Ruiz abordaba jugando con las hijas como señuelo. Teresa lo conocía, lo veía llegar y pasar, “jugar con dos niñas que son de las susodichas, durante poco tiempo”, marchándose al rato. Pero añadía: “no le consta ni ha oído, como casera que es de la casa de dichas mujeres”, pues, ratificaba, “si hubiera sabido algo las hubiera echado”. Y en el testimonio, el notario subrayaba los términos “no” (le consta) y “ni” (ha oído) en clara referencia a un desconocimiento que exculparía al mencionado Ruiz (AGAS, J/C. Legajo 740, Sevilla, 1689).
Es verdad que los conocimientos no se limitaban a las casas de vecinos ni a los corrales. En otras de mayor calidad, a juzgar por estatus y servicios, a comienzos del XVIII, en el barrio de San Jerónimo, las averiguaciones femeninas de las vidas ajenas de las vecinas -embarazos incluidos- habían generado igualmente testimonios acusatorios en causa procesal. Catalina Arias, viuda de Gregorio de Morales, que observaba el vientre elevado de “una mujer soltera”, de nuevo sin nombre por no desdecir su honor, corroborará embarazo y parto por conversación con una de las mozas al servicio de la joven parturienta:
Conoció que a dicha mujer le había crecido mucho el vientre, como que estaba embarazada… y le dijo a la que declara una moza que sirve a dicha mujer… con algunas lágrimas que ella no quería estar en aquella casa…y que su señora había parido la noche anterior un niño… y que había visto todas muestras de parida… (AGAS, J/C, legajo 166, Sevilla, 1722).
En todos los barrios y en todas las vecindades, los vecinos sabían de las vidas ajenas, tanto más en situaciones de embarazos de mujeres solas. Pero, como resaltara aquel curador, la estrechez y el trato de los corrales acentuaba las amistades, lícitas o no. Aquel “determinismo” urbano aliaba o enemistaba más frecuentemente a sus habitantes en los espacios que compartían patio, escaleras o servicios comunes aún mínimos. Y en ellos, las mujeres, sobre todo ellas, ratificaron casi siempre su papel de “honradas” escandalizándose, cuanto más mejor, ante las conductas de las “entretenidas”.
Mujeres que vieron y actuaron; vecinas que depusieron en procesos judiciales por “amistad ilícita” o “vida escandalosa”; caseras que actuaron como madres abadesas porque así lo exigía su oficio, y caseros, algunos, que se aprovecharon de su posición; pero también vecinas del patio que ayudaban en casos de necesidad y aconsejaban correcciones de vida a quienes veían recaer en situaciones de relaciones prohibidas y matrimonios que se preocuparon por mujeres abandonadas que intentaron suicidarse; también por insultos e imprecaciones de los vecinos; como Antonia Méndez de unos treinta años, con vivienda en el callejón del Aire, que, harta de los desprecios y provocaciones, y abandonada por un marido que marchó a la Armada dejándola en la miseria siete años atrás, decidiría ahorcarse. Resultando ser un intento fallido, su actitud demostraba, sin embargo, que las relaciones de vecindad en los corrales podían constituir suficiente presión dificultando, hasta el extremo, otras vidas. Siempre en relación con las conductas, las definidas como escandalosas, identificadas con adulterio y prostitución esencialmente, convertían a la vecindad -a las mujeres, sobre todo- en defensoras de la honra del patio (y de la suya propia), a las caseras en vigilantes de su oficio y a los vecinos en general en guardianes de una moral conyugal por si acaso las amistades devinieran, de ser ilícitas, en causas judiciales por “delitos de costumbres”, exponiéndose así a la intervención de los alguaciles: civiles o eclesiásticos.
Autora: María Luisa Candau Chacón
Bibliografía
CANDAU CHACÓN, María Luisa. “En torno al matrimonio: mujeres, discursos, conflictos”, PEÑA, Manuel (ed.) La vida cotidiana en el mundo hispánico (siglos XVI-XVIII), Madrid, Abada Editores, 2012, pp. 97-119
COLLANTES DE TERÁN, Antonio, Sevilla en la Baja Edad Media, Sevilla, Diputación Provincial, 1984.
FRANCO RUBIO, Gloria, “La vivienda en el Antiguo Régimen: de espacio habitable a espacio social”, en Chronica Nova, 35, 2009, pp. 63-103.
MORALES PADRÓN, Francisco, Los corrales de vecinos (Informe para su estudio), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1974.
NÚÑEZ GONZÁLEZ, María, “Los corrales de vecinos en la Sevilla del Siglo de Oro”, en Laboratorio de Arte, 31, 2019, pp. 229-246.