Entre las imágenes tópicas y típicas de la España romántica ocupa un lugar de primera fila el “bandolero andaluz”, una figura que hasta no hace mucho se decía que había surgido en el siglo XVIII y que, como es sabido, conoció su periodo de auge en la centuria siguiente con reconocidos nombres de bandoleros que han pasado a formar parte del arcervo cultural de Andalucía. Sin embargo, estudios recientes han demostrado el alcance que llegó a tener el fenómeno del bandolerismo desde las postrimerías del siglo XVI. No en vano en las primeras décadas del siglo XVII todavía resonaban en la memoria de los habitantes de la serranía de Ronda las ejecuciones públicas que se hicieron de los “delincuentes vaqueros” de La Sauceda y la existencia de una comisión a un alcalde de casa y corte, Juan Sarmiento Valladares, encargado de reprimir el bandolerismo en las sierras de Málaga y Jaén, y especialmente en Úbeda. Precisamente la famosa “destrucción de La Sauceda” fue inmortalizada por Cervantes en El coloquio de los perros, y por Vicente Espinel en su Vida y obra del escudero Marcos de Obregón.
Pero será en el siglo XVII cuando el bandolerismo alcance en Andalucía su época de mayor auge, y cuando se definan las características de un fenómeno destinado a conocer su etapa de “esplendor” durante los siglos XVIII y XIX. Además de la existencia de acciones de salteadores de caminos y robos de haciendas, ya en los primeros años del siglo XVII están documentadas cuadrillas de bandoleros en la zona de Baeza, en concreto en los años de 1608-1612, cuando por vez primera se registra una de las señas de identidad futuras del bandolero, el uso de la montera, una prenda que el bandido debía portar en razón a su oficio de origen, el de vaquero, y al ejercicio del mismo en lugares montañosos.
Sobre los orígenes de ese bandolerismo parece más que evidente que se trató de un fenómeno alejado de la lucha contra la miseria que planteara en su día Braudel, o de una forma primitiva de protesta social de las comunidades campesinas contra el Estado, como lo definiera en su día Hobsbawm a partir del estudio del caso siciliano. No en vano en el origen de la creación de cuadrillas de bandoleros pudieron estar hechos puntuales como la comisión de un asesinato que provocaba la huida a la sierra del asesino, cual ocurrió con la formación de la cuadrilla de Pedro de Valenzuela, quien en 1658, tras matar al corregidor de Jaén, Antonio de las Infantas, huyó al monte en compañía de varios hombres formando una cuadrilla de bandoleros que tuvo actividad hasta el año de 1675. Por tanto, el conflicto social no parece estar siempre en el origen del bandolerismo, si bien existen nexos con grupos marginales que eran objetivo de la monarquía para su represión, caso de los gitanos. Abunda en esa misma idea el hecho de que entre los bandoleros es posible identificar a algunos individuos de cierta distinción social, caso por ejemplo, de don Pedro de Escobedo, un caballero que sembró el pánico en las poblaciones de Jaén e Ibros en la década de los años ochenta.
La geografía del bandolerismo andaluz en el siglo XVII tuvo varios escenarios destacados, entre ellos el gran cruce de caminos de Antequera, que unía los dos reinos, el de Granada y el de Sevilla, con la ruta que comunicaba con Madrid. Desde luego, el más atractivo para el bandolero fue sin duda el eje Sevilla-Cádiz por el que circulaban las mercancías y caudales procedentes de Indias, terreno propicio como ninguno para la obtención de un jugoso botín tras el salteo a las “conductas” que llevaban dineros y bienes hacia la corte. Por otro lado, la Hoya de Málaga fue otro escenario de conflictividad, así como las localidades de la campiña sevillana, las sierras de Cádiz y Córdoba y el reino de Jaén. Según algunas estimaciones, en la década de los años treinta en Andalucía operaban cerca de cuarenta cuadrillas de bandoleros, entre las cuales una de las más famosas fue la de El Recalzado, cuya fama le identificaba como “el mayor salteador que se haya conocido”. Por entonces la extensión que alcanzó el bandolerismo llegó a tal extremo que en la Baja Andalucía también se conocía la existencia de cuadrillas de bandoleras, de mujeres con nombres tan sonoros como los de “Catalina la Santa” o “Mariquilla”.
En cuanto a la composición de las cuadrillas de bandoleros, el estudio realizado sobre la que actuó en 1638 en los alrededores de Antequera, muestra que en su gran mayoría estaban formadas por vaqueros de profesión, a los que ocasionalmente se unieron cazadores, esto es, hombres que, a priori, utilizaban sus armas para la defensa de sus ganados y para “defenderse de las alimañas del campo”. Los primeros, los vaqueros, estaban al servicio de señores de ganados que pasaban la mayor parte de su tiempo en los “postureros” o vaquerías situadas en las sierras donde guardaban sus vacas, alejadas de los centros de población que servían de refugio idóneo de perseguidos por la justicia, de “gentes de mal vivir” y de quienes huían de las levas. La dureza en el trabajo debió provocar una cierta movilidad en el empleo de vaquero, de modo que quienes se refugiaban en esos postureros acabaron convirtiéndose en trabajadores a sueldo de señores de ganados que necesitaban de esa mano de obra.
El proceso judicial incoado a una cuadrilla de bandoleros en 1638 revela un perfil social y profesional del vaquero, luego bandolero, de origen muy humilde, joven, fuerte, valiente, que percibe un bajísimo salario, aguerrido o como se le denominaba en la época “hombre crudo”, experto en el manejo de armas, al que normalmente su amo, el señor de ganados, no solo permitía que portase armas sino que en caso de comisión de delito lo ocultaba pues estaba en juego la seguridad de sus propios ganados. Esos vaqueros percibían salarios míseros, por lo que los señores de ganados acabaron reclutando para sus postureros a “vaqueros forajidos”, creándose así la opinión general de que los vaqueros eran “gente facinerosa” que habían encontrado refugio en la profesión de vaquero. Así se fue produciendo una identificación entre el vaquero y el bandolero. Paralelamente esas vaquerías sirvieron de guarida de otros bandoleros, desde las cuales partían para hacer sus salteos, a las cuales volvían para refugiarse, de modo que dichos postureros sirvieron como vivero para la formación de cuadrillas de bandoleros.
Por tanto, los datos disponibles revelan que el origen de algunas cuadrillas de bandoleros estaría en un grupo antagónico desde el punto de vista social, el de los señores de ganados y poderosos de muchos pueblos, que facilitaron y ampararon su existencia para no ser víctimas de aquellos y garantizar así la seguridad de sus vaquerías y propiedades, bien a cambio de las cantidades requeridas por los bandoleros para dispensarles su protección, bien a cambio de permitir que simultanearan sus tareas como pastores de vacas con las de salteadores de caminos. El siguiente paso para hacerse bandolero sería la agrupación con varios bandoleros más y contar con un líder, el denominado capitán de bandoleros o “caudillo”, poder que ostentaría el más fuerte y el más avezado en el manejo de las armas. Luego, la fama y reputación de los salteadores, conseguidas tras acciones violentas, la coacción y la extorsión que solían propagar por una comarca sembrando el miedo y el terror entre la población, se convertirían en elementos esenciales de la configuración y permanencia de las cuadrillas de bandoleros. Para sus acciones se valieron de un amplio abanico de receptadores, de todas las clases sociales, desde clérigos hasta alcaldes mayores y alguaciles, pasando por mercaderes, mesoneros y venteros. Unos fueron encubridores voluntarios y otros forzosos, o lo que es lo mismo, colaboradores por miedo a sufrir represalias.
Por otro lado, la adopción de unas señas de identidad comunes sería otro factor de conformación de las cuadrillas de bandoleros. Amén de tener su principal espacio de acción en el robo y la violencia en caminos, mesones y ventas, los bandoleros lucían ya una vestimenta que los identificaba: hombres armados de escopetas “con coletos largos y unos calzones frailescos abiertos y ceñidos por la pretina con unos cintos de lienzo teñidos de diferentes colores, que es el traje de vaqueros”, según los describían los testigos del proceso judicial abierto contra unos bandoleros que asolaron la Hoya de Málaga en la década de los años treinta.
El bandolerismo en esas tierras y sobre todo en el gran nudo de comunicación que se ubicaba en torno a Antequera hizo que el fenómeno no solo se mantuviera sino que incluso se incrementara en las décadas siguientes, cual lo puso de manifiesto el Consejo de Hacienda en 1679, al afirmar la incapacidad de las autoridades de la zona para hacer frente a cuadrillas de bandoleros que superaban el centenar de hombres. En la última década del siglo XVII la incidencia del bandolerismo persistía con gran intensidad, tanto en los caminos de la Baja Andalucía como en el reino de Jaén. En este último adquirieron fama y notoriedad las acciones de la cuadrilla de bandoleros liderada por Esteban el Guapo.
A lo largo del siglo XVII la monarquía trató de hacer frente al bandolerismo en Andalucía de dos formas. Primero, mediante la represión directa de las cuadrillas de bandoleros, comisionando a las autoridades judiciales para su persecución, un mecanismo que se mostró como ineficaz dada la extensión que alcanzó el fenómeno por todo el territorio andaluz y la carencia de medios de dichas autoridades para hacer frente al problema. En segundo término, un remedio más efectivo consistió en la incorporación al ejército de los bandoleros, generalmente a cambio del perdón de los delitos, de manera que la institución militar sirvió como medio, al menos de forma temporal, para la limpieza de salteadores de los caminos de Andalucía. Sin embargo, este último vínculo entre milicia y bandolerismo tuvo una segunda vertiente, pues a menudo las cuadrillas de bandoleros se nutrieron de desertores de los ejércitos e incluso hubo soldados que, organizados en grupos, cometieron actividades delictivas de robos y asaltos como medio de subsistencia por mor de unas salarios que solían percibir con muchos meses de retraso y en magras cuantías.
Autor: Francisco Andújar Castillo
Bibliografía
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