Tratar de forma general sobre los grupos sociales no privilegiados a lo largo de la Edad Moderna no resulta una tarea sencilla, por varias razones. En primer lugar, porque, según la clásica división estamental de la sociedad del Antiguo Régimen, cuyo criterio básico de discriminación era el privilegio, los integrantes de la sociedad no privilegiada constituían una mayoría aplastante de la población, en torno al 90% o más. Como consecuencia de los procesos de diversificación introducidos por el desarrollo del primer capitalismo y por el fenómeno de la urbanización, característicos del período, nos encontramos, en segundo lugar, con que la heterogeneidad de situaciones dentro de ese amplísimo segmento social era enorme, por lo que no podemos reducir a todos sus integrantes a unos caracteres comunes sin correr el riesgo de una seria deformación de la realidad. Todo ello sin contar con que la visión estamental de la sociedad moderna, que ha predominado durante largas décadas en la historia social europea, está siendo objeto desde hace ya algún tiempo de una profunda revisión, a la búsqueda por parte de los historiadores de una clasificación más ajustada de los diversos grupos sociales que pone el énfasis más en los matices diferenciadores entre ellos que en los elementos comunes que permiten organizarlos en grandes agrupaciones.

Es preciso tener en cuenta, además, que los estudios estructurales que se ocupaban de la sociedad en su conjunto, de los que se desprendían visiones en gran medida estáticas, han dado paso a estudios sectoriales que afectan a segmentos o a dinámicas sociales más concretos, como resultado de las tendencias recientes de la historiografía. Si tuviésemos que identificar cuáles son esos campos de interés preferente de la historia social que se hace en nuestros días, habría que referirse al estudio de las élites, al de las redes relacionales, al de la conflictividad social (sobre todo la menos visible, la que se inserta en el ámbito de lo cotidiano, más que a las grandes rebeliones y revoluciones sociales, que ya tuvieron hace décadas su momento de protagonismo historiográfico) y, finalmente, al de las minorías, además de la eclosión que han experimentado los estudios de género. Además de todo ello, habría que tener en cuenta la propia crisis del paradigma estructuralista y la exploración de otras alternativas, como la historia cultural o la microhistoria, que aleja en el tiempo y en cierto modo dificulta el esbozo de grandes visiones de conjunto al modo en que se trabajaba en los años sesenta, setenta e, incluso, ochenta del pasado siglo.

El primer problema a plantear, pues, es de carácter teórico: qué entendemos por grupos privilegiados (y, a la inversa, por no privilegiados) en la Edad Moderna, cuáles eran esos grupos, quiénes los integraban, qué peso tenían y cómo se distribuían en el conjunto de la sociedad. Intentaremos ofrecer algunas respuestas de urgencia a esta compleja problemática.

a) Qué entendemos por privilegio. En el contexto del Antiguo Régimen, la noción de privilegio se refería a las exenciones o ventajas jurídicas que disfrutaban determinados grupos, estamentos o corporaciones. Los privilegios que distinguían a unos individuos de otros, o a unos grupos de otros, se hallaban jurídicamente reforzados y encontraban, por tanto, su cristalización en la ley. Hablamos, por tanto, de privilegios de iure, no de privilegios de facto. De acuerdo con la ideología que sustentaba a la construcción social del Antiguo Régimen, basada en una visión estamental de la sociedad, los grupos privilegiados eran dos: la nobleza y el clero. Ambos gozaban de privilegios fiscales, militares, políticos, judiciales y sociales de los que el resto de la sociedad, comprendida dentro de la denominación genérica de común, estado general, estado llano o tercer estado (este último según la terminología que introdujo la Revolución Francesa), no gozaba. El estado llano se definía, pues, por exclusión, por la ausencia de privilegios. Sin embargo, la noción de privilegio traspasaba también al conjunto de la sociedad, sin distinción de estamentos o clases. Había una multitud de corporaciones privilegiadas que podían ser o no de naturaleza estamental. Los privilegios de las ciudades, por ejemplo, establecían una división horizontal entre sus habitantes, distinguiendo desde el punto de vista jurídico entre el vecino y el que no lo era. Gremios, consulados, cofradías, hermandades y otros cuerpos también disfrutaban de determinados privilegios corporativos que ratifican la idea de que los privilegios no fueron monopolio exclusivo de la nobleza y el clero.

b) Quiénes integraban los grupos privilegiados. La teoría estamental quería que a la nobleza se perteneciese por nacimiento. Es decir, la nobleza era una condición heredada, la cuna imponía una división primaria de los individuos entre nobles y no nobles. Sin embargo, en la práctica existieron otras formas de acceso al estamento nobiliario. El desarrollo de las monarquías absolutas y el crecimiento de las estructuras estatales propiciaron la aparición de una nueva nobleza de servicios. Los mecanismos de la venalidad, especialmente activos en tiempos de crisis financiera y hacendística de la monarquía, favorecieron también el acceso a la nobleza y la progresión en los peldaños del cursus honorum nobiliario de plebeyos enriquecidos por el comercio o los negocios. El eclesiástico, por su parte, era un estamento abierto. Aunque sus distintos niveles reproducían a escala, como si de una maqueta se tratase, las diferencias del cuerpo social, el ingreso en el clero garantizaba el disfrute de los privilegios estamentales del grupo. Nobles de cuna o abolengo, nobleza nueva de servicios y clérigos de toda categoría y condición integraban, pues, el variopinto mundo de los privilegiados en aquel que fue, con palabras de Enrique Soria Mesa “uno de los más injustos y fascinantes ordenamientos políticos de todos los tiempos”.

c) Qué peso tenían. La distribución entre privilegiados y no privilegiados resultaba muy desigual en la España de la Edad Moderna. Varió mucho según las regiones, el carácter urbano o rural de las poblaciones y las épocas. Los privilegiados fueron siempre, en todo caso, una minoría. Su peso específico se hacía sentir con mayor intensidad en la corte y en las principales ciudades, auténticos centros nobiliarios y verdaderas concentraciones clericales, para disminuir en las villas y poblaciones rurales. Así, por ejemplo, en Écija, a mediados del siglo XVIII, el 4,3% de las familias eran hidalgas y un 3,5% de la población eran eclesiásticos. En otras localidades de la campiña, sin embargo, las cifras eran muy inferiores. En Fuentes de Andalucía y La Campana, los nobles no llegaban al 1% y los eclesiásticos ascendían, respectivamente, al 2,1% y el 1%. Los no privilegiados eran, en todo caso, una mayoría muy amplia de la población, superior al 90% en la provincia de Sevilla. Si tomamos como referencia el Vecindario de Ensenada del año 1759, en todo el Reino de Sevilla (por tanto, no sólo en la provincia) se contabilizaron 9.295 vecinos nobles, 5.970 eclesiásticos regulares y 152.376 vecinos pecheros, es decir, un 2% de nobles, un 3,7% de eclesiásticos y un 94,3% de pecheros. Estas cifras son sólo orientativas, pues hay que tener en cuenta que en el número de pecheros hemos contabilizado 8.494 viudas pobres cuyo estado no consta (algunas podían ser también nobles), y que no están incluidos los eclesiásticos regulares, que eran numerosos. Aun así, el porcentaje de no privilegiados estaría en torno al 90% indicado, o algo por encima.

d) Cómo se distribuían los no privilegiados. Ya hemos apuntado que el estado llano constituía un estamento que presentaba una gran heterogeneidad interna de situaciones. Incluía desde los adinerados mercaderes urbanos, enriquecidos por los negocios, hasta los marginados, los mendigos o los pobres de solemnidad, pasando por los pequeños y medianos comerciantes, los profesionales liberales, los trabajadores urbanos, los campesinos, los sirvientes domésticos, etcétera. Todos estos grupos sólo tenían en común la exclusión de los privilegios sociales propios de la nobleza y del clero, respondiendo a realidades internas muy diferentes entre sí. Aunque con variantes comarcales y locales, podemos afirmar que, exceptuando el caso de los grandes núcleos urbanos, el predominio sectorial correspondía a los campesinos y, dentro de él, a los jornaleros, mientras que los sectores de ocupación secundario y terciario representaban un porcentaje de población sensiblemente menor. Si tomamos como ejemplo las comarcas sevillanas del Aljarafe y las Marismas, encontramos que el 74,8% de los activos a mediados del siglo XVIII trabajaba en el campo, la casi totalidad (un 96,4% del sector y un 72,1% del total de activos) como jornaleros. Los ocupados en el sector secundario, casi todos maestros y oficiales artesanos, apenas representaban un exiguo 11,2% de los activos. Por su parte, los empleados en el sector terciario suponían el 14%, entre oficiales de la administración pública, dependientes de la Iglesia, comerciantes, transportistas, profesionales liberales, administradores y otros.

Tomemos otro ejemplo: Arahal, villa de señorío perteneciente al duque de Osuna. Aquí, a mediados del siglo XVIII, de un total de 1.111 activos, el 16,3% se ocupaban en profesiones vinculadas al sector terciario (administración, dependientes de la Iglesia, comercio, transporte); el 11,7% en oficios adscritos al sector secundario (atahoneros, horneros, caleros, barberos, sombrereros, carpinteros, albañiles, caldereros, chocolateros, herreros, cerrajeros, odreros, canteros, herradores, zapateros, albardoneros, plateros, pintores, tejedores) y el 72% restante trabajaba en el campo, la mayoría de ellos como jornaleros, aunque también había algunos aperadores, yegüerizos y rabadanes. Los ingresos que percibían unos y otros variaban también mucho. Un mercader de ropa con tienda abierta adquiría unas utilidades anuales de 17.000 reales de vellón; un médico, 3.300 reales; un simple tendero de especiería, 1.815 reales; un maestro de primeras letras, 1.200 reales. Los artesanos cobraban salarios que oscilaban entre los 6,5 y los 3 reales diarios. De este modo, un maestro carpinteros llegaba a ganar 1.170 reales anuales; un maestro albañil, 900 reales; y un zapatero, 720 reales, a razón de 180 días trabajados. Los jornaleros ganaban sólo 2,5 reales al día. Como no solían trabajar más de 120 días al año, debido a la temporalidad del empleo, se les computaba unos ingresos de 300 reales al año, menos de un real diario de media. Finalmente, en Arahal se contabilizaban hasta 150 pobres de solemnidad, que vivían de pedir limosna. Entre los no privilegiados hay que contar también con el peso de los pobres y marginados. La pobreza era un rasgo estructural del Antiguo Régimen y afectaba a porcentajes importantes de la población.

Sin embargo, en el ámbito urbano la relación entre sectores de ocupación se invertía. En ellas se observa un mayor peso de los grupos artesanales, a menudo agrupado en gremios, y de los individuos dedicados al comercio, la administración o el servicio de la Iglesia.  Así, por ejemplo, a mediados del siglo XVIII, en El Puerto de Santa María los trabajadores del sector primario apenas representaban un 6% de la población activa, contando no sólo con los campesinos, sino también con los pescadores. Sin embargo, los del sector secundario representaban el 17,5% y los activos vinculados al sector terciario dominaban con un 76,5%. Entre estos últimos, los relacionados con el comercio en sus distintos niveles eran el 14,7% del total de activos, a los que hay que sumar un 20,2% empleados en el transporte. Sólo los empleados en el servicio doméstico eran el 9,4% de la población activa. El volumen numérico de los empleados en esta actividad, que incluía a mayordomos, cocineros, criados y criadas, cocheros, lacayos, mozos, etcétera, representa también un rasgo distintivo de la sociedad urbana del Antiguo Régimen.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


Bibliografía

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