Las corrientes migratorias desde España a las Indias a lo largo de la Era Colonial no solo generaron registros de idas de navíos y licencias de embarque salientes desde las ciudades de Sevilla y   Cádiz, cabeceras   del   monopolio   en   el   tráfico   de   hombres y mercancías con América. Asimismo, entre los emigrantes instalados en las Indias y las familias que permanecieron en la Metrópoli, se mantuvo una nutrida correspondencia que incluía las denominadas “cartas   de   llamada” a   familiares   y   esposas   y, en ellas, múltiples referencias sobre la nueva vida en las      Indias Occidentales. En estas referencias no escasean alusiones correspondientes a los esclavos, entre los cuales abundaban las mujeres. El objetivo de este trabajo es analizar en estas cartas la presencia de esclavas negras, bien viajando en los navíos que marchaban a las Indias, bien instaladas ya en América como propiedad de familias de españoles y criollos; analizar, también, sus oficios, su significación, así como los lazos (afectivos y emocionales) que las unían con los “propietarios” de sus nuevas vidas.

Las cartas que dan vida a este trabajo fueron localizadas en el Archivo General de Indias de Sevilla (España), formando parte de las licencias de embarque. Así, cada candidato a emigrante debía solicitar permiso a la Casa de la Contratación de Sevilla para viajar   a América. De esta forma, se generaba un expediente que contenía, en esencia, una solicitud para emigrar con los datos personales del individuo, la Real Licencia, que posibilitaba la emigración –y que fue modificándose con el paso de los siglos– y la demostración de ser cristiano viejo, avalada por tres testigos.  Además, en el caso de ser casado, era preciso adjuntar la autorización de la esposa. Solo en ocasiones los emigrantes añadían las cartas privadas como pieza de prueba, con la finalidad de demostrar a las autoridades pertinentes que   contaban en América con familiares y amigos que les facilitarían alojamiento y trabajo, al menos en los primeros momentos de su estadía. Sería la necesidad de saber de los suyos, de lo que ocurría en sus localidades de origen, de la salud y la enfermedad de sus familiares y amigos, lo que haría de las cartas un objeto preciado.

En cuanto a las mujeres, la esclavitud les convertía, en principio, en acompañantes de viaje en travesías que, como sabemos, les llevaría de dos a tres meses, dependiendo de sus lugares de destino. Eran compradas generalmente en los puertos de Sevilla y posteriormente Cádiz (Cf. Morgado, 2009), siendo más alabadas las bozales procedentes de Nueva Guinea o Cabo Verde por no estar “maleadas”.  Los esposos, padres y hermanos emigrantes intentaban en sus cartas convencer a las/sus mujeres de realizar dicha compra (ellas mismas o por intermediarios), pues no se entendía la venida a las colonias sin servicio de negra que acompañase, primero en el mar, más tarde en la casa y en la vida, por no usarse, como sabemos, esclavas blancas. Tales consejos se repiten continuamente a lo largo, sobre todo, de los siglos XVI y XVII, en tanto que los problemas de asiento y de obtención de licencias de embarque para negros o negras en distintos períodos del siglo XVIII reducen esta modalidad.  Así, el siglo XVIII y los comienzos del XIX, si bien incluyen referencias  a compra de esclavas, lo hacen en bastante menor proporción.

Como referimos, las recomendaciones y disposiciones se parecen. En 1559, las órdenes de Diego de Virués, desde Nombre de Dios, para el traslado y venida de su esposa, vecina de Sevilla, se contenían en dos cartas: una dirigida directamente a su cónyuge, la otra a un intermediario en quien confiaba para las necesidades del viaje. En la primera explicaba: “Vendrá con vos mi hermana Beatriz, y Barrasa   y su mujer, con dos negras de vuestro servicio”, añadiendo como reclamo: “lo uno por vuestro contento, lo otro por mi quietud” (Otte, 1988: “Carta 300”, 267). En la segunda, encargaba a un tal Antonio Rodríguez: “Mande venga mi mujer en la nao de granillo o en otra que a v. m. pareciere, y se le tome la cámara de popa, y venga con ella mi hermana Beatriz, y Barrasa y su mujer, con un par de negras”. No   olvidaba a su madre quien, por las formas, entendemos quedaba en tierra y para quien disponía la compra de una casa pequeña y de “una   negra muchacha o negra mayor de poco precio” (“Carta 300”, 267. Diego de Virués desde Nombre de Dios al señor Antonio Rodríguez, en Sevilla, el 30 de octubre de 1559), esclava, entonces, que quedaría en Sevilla.

En 1561, ahora desde Valdivia (Chile), Sebastián Carrera encargaba a  su esposa sevillana, Mari Sánchez, la adquisición allá de una esclava    negra, primero para el servicio en el mar, más tarde para la casa cuando llegare. El precio en Sevilla, nada comparable a su trato en las Indias, y la necesidad son los rasgos más llamativos de la evolución de la trata. No se concebía una vida, no ya descansada, sino pasable, sin servicio de negra. De este modo:

Como digo en las demás cartas digo (en) éstas que (…) v. m. no venga sin una negra, para que a v. m. y al señor mi hermano los sirva, porque no podrán vivir de otra manera, porque, como yo digo, yo tendré dineros a v.m. para pagar los fletes del navío y lo demás que v. m. debiere, siendo Dios servido, porque comprarla acá que están muy caras, y no se puede servir una casa sin una esclava. Y también para la mar que la han de menester mucho (“Carta 621”, 556. Carta de Sebastián Barrera, en Valdivia, a su mujer Mari Sánchez, en Sevilla, el 22 de abril de 1564).

Unos años después, en 1566, desde Puebla (México), Luis de Córdoba intentaba convencer a su esposa de la imposibilidad de su vuelta; todo andaba mal por Castilla, él no podría prosperar ni ganar cosa alguna y ella habría de olvidarse de la posibilidad del regreso. En contra, sería la mujer quien habría de viajar, para lo cual las órdenes eran precisas: “Así que, por tanto, señora, vended lo que allá tenéis y cobrad lo que os debe el rey, pues que decís que no lo habéis cobrado, y comprad servicio que os sirva por la mar de un par de esclavas y un esclavo negro, tres piezas, que sean muy buenas, que es lo que más acá es menester”. E insistía: “Por amor de Dios no se haga otra cosa, porque si otra cosa se hace, tendré entendido que no me tenéis voluntad” (“Carta 154”, 147-149. De Luis de Córdoba a su esposa en Sevilla, el 5 de noviembre de 1566). Y en 1587, desde Chimbo, Juan Fuero dibujaba para Juan Fernández  una vejez plácida y descansada, en la que no faltaban esclavas negras: “Luego que Dios sea servido de llevar allá este dinero, se vendrán luego, porque será para mucho contento y tener buena vejez. Y mande v. m. comprar un par de esclavas negras, hermosas muchachonas, que les vengan sirviendo” (“Carta 414”, 363. De Juan Fuero a Juan Fernández Resio, el 28 de marzo de 1587).

Las disposiciones de compra en el XVII son semejantes. Variaba, si acaso, el puerto de venta. Como es sabido, a lo largo de la segunda mitad del siglo, Cádiz se impone en el mercado de negros como lugar de salida para las Indias. “La orden que doy en mi casa es […] que en    Cádiz compre una negra” –ordenaba un marido para el viaje de su esposa, en 1688– “y un negrito de catorce a veinte años para que les vengan asistiendo, además de otra negra que han de traer” (Stangl, 2012: “Carta 114”, Contratación 5451. Diego Fernández, en México, a Diego de Barrios, en Badajoz, el 30 de abril de 1688).

En el viaje y en su destino, las esclavas negras tendrían asignados los oficios de cocineras y criadas. Lo primero dependía de la enseñanza del ama, según recomendaban los maridos, como Juan Bautista Timón a su esposa Juana Roso, en Cádiz, en dos cartas, una de ellas en 1692: la otra sin fechar: “Te encargo que compres luego una negra moza que se vaya enseñando a cocinar para que sirva en el viaje también”. Y además: “en todo caso, no dejes de comprar la negra que con el tiempo la puedes comprar porque sepa cocinar y q [ue te] sirva con mucho gusto” (“Carta 877” y “Carta 878”, fechadas el 17 de septiembre de 1692).

Lo segundo –el oficio de criadas– dependía de las necesidades de la casa. Amasar y planchar, lavar y “el servicio de mano” serán menesteres citados en la correspondencia de los siglos Modernos. El    hacendado del Perú (Valle de Casma) Andrés Chacón, propietario de minas, tierras y esclavos, lamentándose del gasto que le generaba el servicio de su casa, relataba en 1570:

[…] tengo en Trujillo dos negras que sirven de amasar para la gente y de cocinar, y tengo una mulata que sirve a Ana López (esposa) y labra y cose y sirve la mesa con otras indias y muchachas. Hay otras cinco o seis indias que son lavanderas y ayudan a amasar a las negras, de manera que hay en casa veinte o veinticinco personas que comen […] He dicho esto como digo para que vean si tengo que mantener y sustentar” (Otte, 1988: “Carta 528”)

En el siglo XVIII las recomendaciones serán semejantes. En 1753, el teniente de artillería Andrés Macías relata a su esposa el servicio del que dispondría una vez llegada a Luján, en Río de la Plata: “Tengo una negra, como de 24 años, gran cocinera, lavandera trabajadora. Tengo otra chica preciosa como de 11 años, para tu servicio a la mano, muy aplicada a costura y demás faena de casa de aseo” (Macías, 1991: “Carta 142”, 205-206); y en 1781, desde Montevideo, Antonio Monesterio escribe a su mujer, Catalina Ximénez, en Tarifa: “La casa que hice tan acomodada y bonita para que tu vivieras a gusto. Juntamente tengo puesta mi tienda y una esclava que he comprado y la tengo dada a que me la enseñen a planchar y el demás servicio de la casa, porque la compré bozal” (Márquez Macías, 1994: 59).

El destino de las mujeres esclavas, según las cartas, se equiparaba al cuidado de la casa. Convertidas en criadas, realizaban las faenas de las antiguas criadas blancas; las negras las suplían, haciéndolas inusuales e innecesarias. Bien lo había expresado Alonso Márquez en carta a su esposa, en Sevilla, en 1587: “Y haréis por traer a Giterilla, si su madre os la quisiere dar, que sobre ello yo le escribo, porque no entienda que la traemos para servir, que en esta tierra no se usa servirse de mujeres blancas”. Y añade: que para vuestro servicio yo os prometo teneros dos esclavas, que la una ya la tengo, que la compré luego que vine y me costó trescientos y cincuenta ducados, que es muy buena cocinera” (Otte, 1988: “Carta 644”, fechada el 30 de mayo de 1587).

La convivencia con las esclavas domésticas cambia el carácter de la apreciación. Siendo niñas como “servicio de mano” se hacían estimar por sus señoras. Todas ellas querrían tener una “negrilla” o “mulatilla” de corta edad, no siendo muy “ladina”. A mediados del XVIII, Simón Vázquez en carta a su esposa, referirá a su hija Claudia la adquisición de una “negrita de seis años de edad” en estos términos: “A mi Claudita le dirás que tenga ésta por suya, y que la espero con vivas ansias, que esta semana pasada le compré una negrita de seis años de edad, criolla de esta ciudad, nombrada Juliana para que le sirva a ella sola si Dios la trae con bien” (Macías, 1991: “Carta 224”, 274).

Cuando en 1781 Bartolomé Ferrer informaba a su esposa de la compra de una mulatilla bautizada con su apellido, ratificaba su aprecio en el empeño de uno de sus amigos por adquirirla para su esposa, ofreciéndole por ello el mismo día hasta diez pesos de regalía. Oigamos su respuesta: “yo le respondí que la he comprado para que te sirviese, que yo había determinado enteramente traerte” (Márquez Macías, 1994: 60-62). Asimismo, el capricho por las negritas o mulatas de corta edad se evidencia entre los regalos que tales emigrantes querían enviar a sus familiares en España, promesas que se recordaban desde la metrópoli: “A   mi prima, que siempre he tenido presente de la negrita que me envió a pedir por cuando intenté el enviársela lo propuse y no hay licencia para conducir negros a España” (Stangl, 2012: “Carta 867”, fechada en 1793); era la respuesta de Fray Antonio Balbín (desde Venezuela) a su primo Agustín Pavía (Cartagena, Murcia, en 1792).

El cariño hacia las esclavas domésticas se manifestaba más claramente en sus deseos de liberación, normalmente al tiempo de la muerte, cuestión que los escribientes resaltaban en las cartas en disposiciones al efecto. Lógicamente el afecto nacía de    la compañía y es de suponer que, dado el trato más directo, las relaciones no habrían de ser en su mayoría negativas. Obviamente, las cartas esencialmente masculinas desde las Indias no recalaban en virtudes que no fuesen oficios. Por lo tanto, la estimación de estas mujeres se identifica por fuerza con su valor en tanto sirvientas, que no con un aprecio en cuanto mujeres. En este sentido, por lógica, las perspectivas se convierten en referencias míticas: la sensualidad de las negras, en el Caribe mulatas, quedaba mencionada en la correspondencia, justamente para ratificar su atracción –entendemos que pecaminosa– de la que los escribientes se apartaban, manteniéndose fieles a sus esposas, pero con las que también, veladamente, amenazaban, de no partir las cónyuges de inmediato. El ejemplo más claro procede de Santo Domingo, donde a fines del XVI, Diego Navarrete, en carta a su mujer Catalina Gutiérrez, escribe:

Mujer mía de mi corazón: Vuestra carta la recibí […], y Dios sabe el contento que yo recibí en ver cosa que tanto yo deseaba ver letra vuestra, porque, aunque me tenéis por descuidado, cierto que no son parte las damas de Santo Domingo, ni las mulatas, como por acá se dicen, porque el amor que yo siempre, Señora, os tuve, os lo tengo y tendré todos los días de mi vida hasta que muera […] Os ruego que, si acaso Vaco Martín viniere a Santo Domingo, os vengáis con él […], porque ya señora podéis pensar qué vida se puede hacer por acá los hombres sin sus mujeres, porque nunca faltan desaguaderos, aunque sean más buenos, porque al fin son de carne, y es la mayor guerra, aunque por mí hasta ahora no se podrá decir eso (Otte, 1988: “Carta 643”, 576. Fechada el 26 de mayo de 1583).

Por la subjetividad y parcialidad de las fuentes (las relaciones ilícitas han de quedar en silencio), las menciones a negras se identificarán por lo general, con su vistosidad. La percepción de su negritud se convertía en rango de ostentación para –en este caso– sus futuras amas, a quienes su posesión y compañía visualizarían honor, dignidad y honra. Como pieza de exhibición, las mujeres negras que viajaron a América lo hicieron en su mayoría en calidad de objetos que mostrar, con los que hacerse ver, independientemente de su función doméstica posterior. Las percepciones son idénticas en el XVI y el XVII. En 1556, el reclamo de un marido a su esposa incluía: “envío dineros, quinientos pesos de oro común, que vale cada peso ocho reales de plata, para que os den lo que hubiéredes de menester para vuestro viaje, y para que compréis una negra y vengáis como mujer de bien” (Otte, “Carta 212”).

Las mujeres negras que marcharon a América en tiempos de la  colonia, y que allá quedaron, permanecen en las cartas de los emigrantes como partes de la otredad. En segundo plano y al servicio de sus amos, sus vidas resurgen en trazos superficiales; casi   siempre sin nombre, o en el mejor de los casos, con el “regalo” de sus dueños, desde sus perspectivas, en sus palabras y con sus imágenes. La correspondencia privada no les ofrece mayor protagonismo que el de sus sombras, conformando así un grupo específico: las esclavas   negras, las otras mujeres de América.

 

Autoras: Rosario Márquez Macías y María Luisa Candau Chacón


Bibliografía

MAURA, Juan,  “Esclavas españolas en el Nuevo Mundo. Una nota histórica”, en Colonial Latin American Historical Review, 2/2, 1993, pp. 185-194.

MÁRQUEZ MACÍAS, Rosario y CANDAU CHACÓN, María Luisa, “Las otras mujeres de América. Las esclavas negras en tiempo de la colonia. Un estudio a través de la correspondencia privada”, en Visitas al Patio, 10, 2016, pp. 75-92

DONOSO RIOS, Ana Laura, “Vida cotidiana de negras y mulatas esclavas en San Juan a fines del siglo XVIII”, en Revista Dos Puntas, 11, 2015, pp. 133-152.

LAVRIN, Asunción, “La mujer en la sociedad colonial hispanoamericana”, en BETHELL, Leslie (ed.), Historia de América Latina, Barcelona, Crítica, 1990, vol. IV, pp. 109-137.

SOCOLOW, Susan, Las Mujeres en la América colonial, Buenos Aires, Prometeo editorial, 2016.

 

 

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