En el Reino de Granada hubo conflictos como la revuelta mudéjar de 1499-1501 y la rebelión de los moriscos de 1568-1571, en las que, gracias a las crónicas y los estudios realizados por la historiografía reciente, sabemos que hubo episodios de violencia extrema protagonizados en batallas a campo abierto, escaramuzas y emboscadas por las distintas fuerzas en combate. Sin embargo, existió otro tipo de violencia, estructural y más cotidiana, desarrollada en el marco de la convivencia entre el personal militar permanente desplegado en el territorio con la población civil del reino, puesto que fue fuertemente militarizado por su condición de frontera marítima con el Norte de África, con el despliegue de un importante dispositivo de defensa compuesto por unos 1600 efectivos que cubrían más de 80 leguas de litoral. A ello había que sumar la circunstancia de que el territorio era zona de paso constante de tropas que debían embarcarse en el puerto de Málaga para su traslado a los presidios norteafricanos o a las posesiones del sur de Italia.

La presencia del ejército en territorio granadino originó una conflictividad estructural que ha dejado huella en la documentación histórica, entre ella, los litigios y pleitos que eran juzgados por el capitán general del reino, cargo monopolizado por los Mendoza granadinos desde inicios del XVI, hasta el final de la guerra de las Alpujarras. Soldados, capitanes y demás miembros del personal militar formaban parte de un espacio de convivencia cotidiana en el que las relaciones con la población civil no siempre fueron fáciles. En gran medida, porque se forjó una imagen negativa de la soldadesca, a la que se consideraba protegida por el fuero castrense frente a los representantes de la justicia ordinaria. Esa imagen se vio reforzada por la pesada carga del reclutamiento, problema crónico a partir de mediados de siglo y, sobre todo, por la del alojamiento de tropas. Dado que los acuartelamientos no aparecerían hasta el siglo XVIII, los vecinos de las villas y aldeas granadinas, al igual que el resto de las de la Corona de Castilla, estaban obligados a hospedar, tanto a los componentes de las compañías reclutadas que transitaban por el territorio para trasladarse a Italia o a los presidios del Norte de África, como a los integrantes foráneos de las guardias viejas, que venían a reforzar en época estival a las compañías de defensa permanente en algunas localidades costeras. A pesar de que ordenanzas como las de 1503 y de 1551 fijaron un extenso articulado de normas sobre alojamiento de tropas, a fin de evitar conflictos con la población civil, dicha legislación no se cumplió. Los testimonios dejados por los procuradores de las Cortes de Castilla ponen de manifiesto la vulneración de las ordenanzas y el desarrollo de un problema recurrente que ha sido analizado por diferentes especialistas para territorios como el Reino de Granada, Extremadura, Cataluña o Andalucía, entre otros.

Las alquerías y villas situadas en las actuales provincias de Almería, Granada o Málaga, localizadas en los itinerarios de tránsito de tropas, sufrieron con especial insistencia el peso del hospedaje. Gracias a la información que nos brindan los pleitos sustanciados por la Capitanía General, cruzados con la procedente de actas de cabildo, visitas e inspecciones de los veedores o correspondencia mantenida con el Consejo de Guerra, conocemos con cierto nivel de detalle los abusos cometidos por las compañías de paso sobre la población civil y episodios de violencia extrema salpicados de coacciones para el pago en dinero o en especie a cambio de no alojar a la soldadesca, cohechos, incumplimiento de las ordenanzas y de los trayectos establecidos para el embarque de tropas en Málaga, fraudes en el reparto de provisiones e impago de las mismas, saqueos, robos de ganado, alimentos, violaciones, agresiones verbales y físicas contra los lugareños y las autoridades municipales. Además, el problema se vio agravado por la desigualdad en el reparto de la carga del alojamiento. Algunos municipios lograron mediante el dinero que las compañías pasasen de largo, incumpliendo así los itinerarios marcados por la Corona y sobrecargando a otras aldeas. Numerosas ciudades y villas contaban con privilegios de exención de alojamiento que formaban parte de las capitulaciones firmadas por los Reyes Católicos antes de la conquista, usados como un parapeto ante la amenaza del hospedaje. Algunas como la villa de Motril, zona con una marcada presencia militar, obtuvieron un privilegio exención de doña Juana. Asimismo, Inox, Huebro y Níjar, entre otras, gozaron de privilegios otorgados por los Reyes Católicos que les libraban de dar provisiones y dinero a los soldados alojados en sus casas. Más grave aún fue que el mayor peso del hospedaje recayese sobre la población morisca del reino. En localidades como Casarabonela o Benamargosa, los cristianos viejos que convivían entre moriscos o contraían matrimonio con moriscas contaban con privilegios de exención de alojamiento concedidos por Carlos V en 1526. Esto originó largos y enconados procesos por parte de los cristianos nuevos, que se quejaban de sufrir una extrema sobrecarga económica frente a sus vecinos. Felipe II en 1552 derogó este tipo de cédulas de exención, pero los abusos y el reparto desigual de los militares sobre la población morisca continuó siendo un problema hasta su definitiva expulsión del reino, como una modalidad de violencia estructural añadida a las medidas de aculturación y a la fuerte presión fiscal que los moriscos sufrían.

Aparte de la violencia ejercida por la tropa de paso alojada, existió también una conflictividad ocasionada por aquellos miembros del ejército que se integraron como repobladores, vecinos de aldeas y villas. La propia capital granadina con la guarnición de la Alhambra, Málaga, Vélez Málaga, Fuengirola, Marbella, Almuñécar, Motril, Adra, Almería o Vera fueron sedes permanentes de gente de guerra, en las que muchos militares fueron oligarcas del espacio político municipal. En la documentación procesal de la época se repiten los nombres de algunos oficiales que fueron protagonistas de reiterados conflictos con los vecinos en dichas localidades, con delitos recurrentes, como estupros y violaciones, especialmente de mozas moriscas, cohechos, robos, agresiones físicas e insultos, incidentes con alguaciles y miembros de los concejos locales, quebrantamiento de cárceles por fuerza para sacar prisioneros de ellas, altercados con autoridades locales y vecinos por cuestiones de precedencia de paso, inacción de algunos capitanes con sus subordinados a la hora de impartir justicia por sus delitos, etc.

La presencia permanente de los militares en el territorio generó una conflictividad enquistada y derivada, en gran medida, de su adscripción al fuero militar, tema nodal de la tratadística militar del siglo XVI. Los capitanes generales y los oficiales usaron en muchas ocasiones esta jurisdicción privativa como un instrumento para asegurarse la obediencia, disciplina y orden entre la tropa. No obstante, su defensa acérrima del fuero castrense agravó aún más la pésima imagen que la población civil se había forjado de los profesionales del ejército, puesto que el fuero se veía como un privilegio corporativo que amparaba a sus beneficiarios y les permitía asegurarse aún más la fidelidad de sus subordinados. Al respecto, no hay que olvidar que muchos de esos oficiales y miembros del ejército no eran tropa de paso, sino vecinos de los lugares donde residían permanentemente y miembros de las oligarquías locales, en cuya vida política participaban. Por otro lado, la Capitanía General, al igual que el Consejo de Guerra y todas las instituciones con competencias jurisdiccionales en el Antiguo Régimen, hizo una defensa cerrada del fuero, no siempre para librar de la jurisdicción ordinaria al personal sujeto a su mando, porque en no pocas ocasiones lo castigaba con más rigor cuando cometían delitos de especial gravedad. Ello derivó en un estado constante de litispendencia con las demás autoridades, principalmente la Chancillería y los representantes de la justicia ordinaria en los concejos, sobre todo en los enclaves del litoral, donde la presencia del personal militar era más importante y donde los capitanes podían ejercer el fuero militar en primera instancia entre los miembros de sus unidades y a la vez, de su red clientelar y de fidelidad. Los enfrentamientos entre Capitanía General, concejos y Chancillería por cuestiones judiciales se mantuvieron como una expresión más de los habituales conflictos de jurisdicción entre instituciones del Antiguo Régimen, que concordias como la de 1543 o 1574 no lograron resolver, extendiéndose incluso con los Mendoza ya fuera de la Capitanía General en el último cuarto del siglo XVI. Por otro lado, la violencia cotidiana fue un mal que también presidió las relaciones entre los propios integrantes del ejército, porque muchos oficiales cometieron abusos contra sus subordinados, coacciones para realizar servicios personales obligatorios y sin compensación económica, castigos físicos, despidos improcedentes de las compañías. Y en muchas ocasiones, el fuero militar, lejos de ser un privilegio, fue más bien un peligroso instrumento en manos de oficiales sin escrúpulos, algo que fue denunciado por veedores y visitadores en sus inspecciones al sistema defensivo a lo largo de todo el siglo XVI.

A pesar de todo lo expuesto, conviene tomar en cuenta que el de la violencia militar no fue un simple problema de enfrentamiento entre civiles y militares, sino algo mucho más complicado y lleno de matices. Los oficiales debían asegurar el buen funcionamiento del sistema defensivo, la obediencia, la disciplina y la fidelidad de sus subordinados, insertos en sus propias redes clientelares a nivel local, al mismo tiempo que preservar, mediante la administración de justicia, un cierto marco de convivencia más entre sus hombres y la población civil, todo ello en el complejo contexto de una sociedad, la del Antiguo Régimen, que era extraordinariamente corporativa y en la que cada institución era muy celosa de sus competencias. En el caso del Reino de Granada, además, la presencia de los moriscos durante buena parte del siglo fue un elemento diferenciador a reseñar, porque el nivel de violencia estructural contra ellos fue superior al ejercido sobre los cristianos viejos. Otra complicación procede de las posibilidades y límites de las fuentes con las que contamos para el estudio de esa violencia cotidiana, fundamentalmente los procesos judiciales. Su análisis debe hacerse con mucho cuidado, porque podemos caer en el estereotipo, explotado por las autoridades civiles, de una tropa violenta por naturaleza frente a un vecindario indefenso. Sabemos que hubo pleitos con acusaciones falsas y que podían deberse a rencillas y venganzas personales en el marco local, casos en que los oficiales contaban con la complicidad de las autoridades concejiles en la comisión de los fraudes, y otros en que fueron los propios pueblos los que se amotinaron en armas y obligaron a los soldados a buscarse otros sitios donde hospedarse, sin que hubiese mediado incidente previo alguno. Además, estas fuentes solo nos informan sobre aquellos episodios de violencia que surgieron cuando los conflictos no se resolvían mediante negociación y derivaban en denuncias, querellas y pleitos, en un contexto como el del Reino de Granada, donde la presencia del estamento militar y su nivel de integración en las sociedades locales fueron muy elevados y donde, sobre todo tras la expulsión de los moriscos, se potenció extraordinariamente la repoblación de los territorios vaciados con veteranos de la guerra de rebelión, diluyendo en muchos casos la línea que separaba a militares y civiles. Un marco donde tuvo que haber períodos mucho más extensos de convivencia, paz, relaciones de amistad y alianzas familiares, que no han dejado una huella tan evidente en las fuentes históricas.

 

Autor: Antonio Jiménez Estrella


Bibliografía

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