La poesía sevillana del Siglo de Oro constituye un riquísimo patrimonio literario, cuya reconocida valía, cualitativa y cuantitativa, ha venido siendo puesta de manifiesto sin excepción desde los comienzos de la historiografía literaria en el siglo XVIII hasta los estudios actuales de crítica e historia literaria. La forja del concepto de escuela poética sevillana se debe a Manuel José Quintana, primero en su prólogo al volumen Poesías inéditas de Francisco de Rioja y otros poetas andaluces (1797) y luego en el estudio introductorio de su antología Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días (1808). De las varias ideas avanzadas por Quintana, dos iban a ser claves en el posterior desenvolvimiento crítico del concepto (aunque también muy matizadas): que el lenguaje poético sevillano se caracterizaba por la pompa, la elevación y la vehemencia; y que en el binomio Herrera, maestro/Rioja, mejor discípulo descansaba centro de gravedad de la escuela. Desde Quintana esas apreciaciones llegarán a Menéndez Pelayo y, a partir de él, entrarán por la puerta grande en manuales e historias de la literatura española.

Pero entre uno y otro se suceden un sinfín de testimonios a lo largo del XIX que van perfilando la noción de escuela sevillana. Los ambientes poéticos y eruditos sevillanos serán indudablemente su principal caldo de cultivo, comenzando por un grupo de jóvenes escritores que comulgaban de pleno con los ideales de Quintana, cuyos nombres más representativos a los efectos que vamos considerando fueron Manuel María de Arjona y Félix José Reinoso. Al primero le debemos un curioso Plan para una historia filosófica de la poesía española (1806), que fue seguido de unas Reflexiones de Reinoso. Dicho Plan supone el primer intento de organizar el legado poético español por escuelas, quedando la sevillana entronizada como «ya enteramente perfecta en su género». Rodando el siglo, la idea de la escuela sevillana de poesía fue aupada por personalidades de la talla de Alberto Lista y respaldada por una institución tan representativa de los intereses artísticos locales como la Academia Sevillana de Buenas Letras, que abre concurso en 1839 sobre «si podrían clasificarse en escuelas los poetas españoles, como los pintores se clasificaban». El premio quedó desierto, pero la Academia vuelve a abrir nuevo concurso en 1867, ganando ahora la memoria presentada por Ángel Lasso de la Vega y Argüelles Historia y juicio crítico de la escuela poética sevillana en los siglos XVI y XVII, que, publicada cuatro años después, se convertiría en el libro «oficial» sobre el tema.

El libro de Lasso contiene una abultada colección de lugares comunes sobre la escuela poética sevillana (pervivencia del elemento oriental, espíritu religioso, influencia del medio, rivalidad con la escuela salmantina, etc.), junto a una acumulación indiscriminada de autores, que si comienza razonablemente bien (Herrera, Rioja, Medrano, Arguijo, Quirós…), da paso luego a un totum revolutum que engloba a cuantos sevillanos o visitantes cabe cobijar en una especie de galería de sevillanos ilustres en letras de los siglos XVI y XVII, sin más determinación crítica que el lazo geográfico. Sin embargo, y como intentaré resumir en las líneas siguientes, la rica producción poética sevillana del Siglo de Oro desborda la idea de una organización unitaria en torno al concepto restringido de escuela.

En efecto, el panorama de la poesía sevillana de ese tiempo muestra una realidad poética tan densa como variada. Y, aunque es una evidencia innegable que el paisanaje obliga por las redes personales de amistad y cercanía que se establecen, sobre todo si viene propiciadas -como es el caso sevillano- por encuentros organizados en reuniones o tertulias, lo que sin duda favorece de modo natural una musa compartida, también es muy cierto que la poesía sevillana, como en general toda la española de la época, queda ahormada por modelizaciones más poderosas y determinantes: los modelos estrófico-genéricos. La vinculación que estos establecen entre patrones retóricos-temáticos y modelos métricos sí son los que se imitan y sí son los que establecen magisterios y filiaciones, escuelas si así lo queremos llamar, más allá de las demarcaciones geográficas. Entre los múltiples ejemplos, podría recordarse el magisterio de Fernando de Herrera para las canciones heroicas de tono celebrativo, sean sus autores castellanos o andaluces, como puede observarse desde Cervantes hasta Góngora; o que cuando se escriben odas horacianas existe un patrón común reconocible que abarca tanto al salmantino fray Luis como al sevillano Francisco de Medrano; lo mismo que existe un marco genérico indiscutible para la epístola moral, escrita por sevillanos como Fernández de Andrada o por aragoneses como los Argensola, y todos ellos seguirán la senda marcada más de medio siglo antes por un andaluz cosmopolita, Hurtado de Mendoza, y por un catalán, Boscán; Y así podríamos seguir…, aunque sin dejar de recordar que magisterios y seguimientos no son, por lo general, totalizantes en el conjunto de la producción de un autor, que suele ofrecer perfiles genéricos distintos, siendo en unos más innovador y en otros más epigonal.

La convivencia de tendencias poéticas distintas en la poesía sevillana del Siglo de Oro es demostración palmaria de que su parnaso gozó de excelente vitalidad, manifiesta tanto en la abundancia como en la diversidad, por lo que en una síntesis de esta naturaleza solo será posible esbozar un panorama que al menos pretenda no olvidar los autores de referencia. El periodo de mayor cultivo poético abarca unos sesenta años y se sitúa en el marco temporal que va de 1560 a 1620. La primera fecha viene marcada por el ambiente de colaboración entre humanistas, bajo los auspicios de Juan de Mal (1524-1571), que marca el desarrollo de la cultura y la literatura sevillanas en la segunda mitad del siglo XVI, de la que Fernando de Herrera (1534-1597) emerge como la voz poética de mayor alcance. En los finales del siglo comienza a brillar la pléyade de poetas sevillanos que sí constituyen un grupo de rasgos compartidos (Juan de Arguijo, Francisco de Medrano, Francisco de Rioja, Juan de Jáuregui, Rodrigo Caro, Andrés Fernández de Andrada, Francisco de Calatayud, Hernando de Soria Galvarro, etc.), grupo que se puede dar por finiquitado hacia 1620, bien por el fallecimiento de algunos (en 1607 lo hace prematuramente Medrano, en 1622 Arguijo), pero sobre todo por el cambio de escenario a Madrid. La partida se efectúa bajo la protección del Conde-Duque de Olivares, que durante su estancia en Sevilla entre 1607 y 1615 había ejercido un mecenazgo proverbial entre artistas y escritores y que, tras su regreso a la corte en 1615, tira de sus amigos sevillanos, como Jáuregui o Calatayud, siendo el caso más paradigmático el de Francisco de Rioja, que se convertirá a partir de 1621 en mano derecha del Conde-Duque, ya todopoderoso valido de Felipe IV.

Empezando por el principio, en la década de 1560 se produce una agrupación de ingenios sevillanos impulsada por Juan de Mal Lara y materialmente realizada al amparo de don Álvaro Colón y Portugal, segundo conde de Gelves. Esta iniciativa se hará consustancial a la cultura humanística y literaria sevillana, surgida al margen de la Universidad (al contrario de lo que ocurría en Salamanca o en Alcalá de Henares), lo que orientó los lugares de la cultura sevillana hacia foros privados, llámense tertulias o «academias», que fueron con frecuencia amparadas por mecenas, como el mencionado conde de Gelves, que dispuso para ello su finca la Merlina, o del joven marqués de Tarifa, don Fernando Enríquez de Ribera, desde su palacio sevillano, hoy Casa de Pilatos. También el impulso vino de hombres de letras, caso de las reuniones en casa del canónigo Francisco Pacheco, en un ambiente que luego heredará su sobrino en su taller de pintor. A veces se unía la doble condición, como en el caso del poeta y hacendado Juan de Arguijo, famoso por su prodigalidad, poseedor de un hermoso palacio y anfitrión de afamados como Lope de Vega. Aunque estas reuniones no tenían por qué tener forzosamente signo palaciego: es el caso de la finca de Francisco de Medrano en el Aljarafe sevillano, conocida como pago de Mirarbueno por ser heredad de hermosas vistas, incluyendo las de las ruinas de Itálica.

Pues bien, ese ambiente humanístico de redes tendidas de colaboración y amistad se inicia con Juan de Mal Lara, ciudadano distinguido de Sevilla, en tanto profesor en su estudio de Gramática y Humanidades o en tanto realizador de encargos públicos como el Recibimiento de Felipe II o la Descripción de la Galera Real de don Juan de Austria, además de autor de poesía latina y castellana, con dos grandes poemas en la senda heroica más prestigiada, uno mitológico-alegórico, la Psiqué, y otro épico-alegórico, el Hércules animoso. Pero su obra más reconocida es la Filosofía vulgar (1568), «declaración» o glosa de un millar de refranes, que viene a representar una summa de doctrina o filosofía moral.

Por su propia naturaleza, la Filosofía vulgar resultaba una obra muy idónea para la colaboración colectiva, según deseo expresado por el propio Mal Lara en el prólogo «A los lectores», animando a la participación abierta: «Aunque esto no se usa en España, es loable costumbre de otras naciones ayudar todos los hombres doctos al que escribe y aun leer los autores sus obras en las Academias para ellos concertadas, y todos dar sus pareceres, y decir cosas notables…». Él mismo lo puso en práctica reuniendo un parnaso (Jerónimo de Carranza, Fernando de Herrera, Sáez de Zumeta, Cristóbal de las Casas, Mosquera de Figueroa…) en la amplia biblioteca que el conde de Gelves poseía en su finca la Merlina, «casa de placer y heredad junto a Gelves a una legua de Sevilla el río abajo, la cual poseen los ilustrísimos señores Don Álvaro de Portugal y Doña Leonor de Milán, condes de Gelves, señores y amigos grandes del autor en el año de 1565 que esto se escribe» (según deja constancia el propio Mal Lara en la tabla de nombres que acompaña a su poema el Hércules).

Es el mismo ambiente de colaboración que, pasados unos años, se reanudará en las Anotaciones a Garcilaso de Fernando de Herrera. Dado que esta obra resultaba muy propicia para el comentario colectivo, Herrera acoge en ella con frecuencia las doctas opiniones de sus amigos y, en muchas ocasiones también, sus composiciones poéticas como ejemplos de buen hacer poético para ilustrar tal o cual pasaje. Allí aparecen los nombres más representativos de los humanistas de la generación. Es el caso del Licenciado Francisco Pacheco (c.1540-1599), erudito, poeta y latinista, cuyas dos obras poéticas más significativas son la transgresora Sátira contra la mala poesía, y otra y escrita en latín siguiendo el modelo del sermo horaciano, De constituenda animi libertate. Otro humanista insigne fue Francisco de Medina (1544-1615), profesor de latín en varias ciudades andaluzas, aunque sus años de madurez transcurren en Sevilla, en estrecha relación con el círculo herreriano, de la que es buena prueba el encargo que le hace el propio Herrera de prologar sus Anotaciones a Garcilaso.

De entre ellos el único que rompe filas como gran poeta en castellano es Fernando de Herrera con una apuesta decidida hacia la exuberancia formal («es clarísima cosa que toda la excelencia de la poesía consiste en el ornato de la elocución», dice en las Anotaciones). Su poética será fundamentalmente de base petrarquista (de un petrarquismo renovado) y de fondo elegíaco (de tradición latina) para cantar a un Amor tan grande como imposible, construyendo así un cancionero amoroso que hubo de salvaguardar en el entorno de una generación de humanistas que apostaban por el canon épico y heroico como valor superior en la escala poética; salvaguarda y defensa que Herrera hará por medio de la excusatio y la palinodia, pero sobre todo acudiendo al recurso tan rentable desde los clásicos latinos de la recusatio de la voz épica.

Esta tendencia del lenguaje herreriano será modificada en la generación siguiente de poetas hispalenses (Arguijo nace en 1567, Medrano en 1570, Caro en 1573, Jáuregui en 1583, fecha probable también del nacimiento de Soria Galvarro, Calatayud c. 1584, Rioja en 1585…). Son ahora poetas clasicistas en la forma y de temática fundamentalmente moral o ético-reflexiva, que se decantan por unos temas compartidos cuya idea básica es la aspiración a la serenidad de ánimo, a la ecuanimidad (o constantia estoica), situaciones que sólo se consiguen por el dominio de uno mismo a base del sometimiento de las pasiones como camino para la -tan horaciana- imperturbabilidad de ánimo. Una poética que combina el rigorismo estoico y la sabiduría vital ecléctica y epicúrea de saber acomodarse a las circunstancias; que revitaliza inveterados lugares comunes para expresar la renuncia al negotium de la vida, recreada mediante la figuración de la tormenta marina, o se sirve de las ruinas y las flores para expresar la fugacidad y la vanitas; una poética, en fin, que proyecta y concreta las expectativas vitales en el clásico beatus ille, que apela a un retiro material, pero sobre todo a un retiro interior lejos de las ambiciones mundanas. Es un lenguaje compartido que los agrupa a todos, a pesar de las discrepancias, pues late bajo el parnasianismo epigramático de Arguijo, bajo la sensualidad horaciana de Medrano, bajo las formulaciones simbólicas de Rioja, en la secuencia reposada y serena de la Epístola moral a Fabio, en la melancólica evocación de Rodrigo Caro, en los desiderata contenidos en las silvas de Calatayud, y desde luego en las escasas, pero apreciables, muestras poéticas que tenemos de Fernando de Soria Galvarro.

Hay todavía un motivo que los reúne inevitablemente: su pareja mirada a las ruinas de Itálica (con el precedente del soneto herreriano «Esta rota y cansada pesadumbre») a las que todos cantaron: Arguijo, Medrano, Caro, Rioja, Francisco de Calatayud, Pedro de Quirós, Francisco de Villalón, Fernando de Guzmán, Juan de Espinosa. El heredamiento de Mirarbueno de Francisco de Medrano ofrecía el panorama de unas ruinas idóneas para la reflexión poética: «y alguna solitaria cabra viendo / pacer aquel teatro que algún día / tanta gente vio en sí y festivo estruendo, / de aquella muda soledad salía / concento y voz que nos hablaba clara / y que a filosofar nos persuadía…», decía Soria Galvarro.

Lo dicho no empece que esta generación de poetas sevillanos se forme culturalmente en el entorno herreriano anterior, pues los puentes de continuidad son incuestionables. Un ejemplo bastará: el taller-estudio del pintor Pacheco, centro de culto a la poesía y un agente importante en su copia y en difusión, de lo que da buena muestra la edición póstuma de los Versos de Fernando de Herrera en 1619, todo un acontecimiento, en el que se unió la colaboración del pintor Pacheco, como principal responsable de la edición, ayudado por Francisco de Rioja y por el Licenciado Enrique Duarte; y todo ello orquestado por el patronazgo de don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares. El sevillano Herrera, el Divino, queda reivindicado allí como el gran poeta culto, el culto por excelencia, se vendría a decir, que contrarrestaría la figura de Góngora. Esta sería la última gran manifestación del grupo sevillano antes de su disolución en la década siguiente.

No se puede concluir esta apretada síntesis de la poesía sevillana del Siglo de Oro sin, al menos, mencionar otras manifestaciones, como la rica producción de poesía popular, mayormente reunida en cancioneros, y sobre todo sin dejar constancia de la pujanza de otra línea poética también consustancial a la poesía sevillana: las numerosas y valiosas manifestaciones jocosas de la que se ha dado en llamar con acierto la familia sevillana de la sal. Baltasar del Alcázar (1530-1606), reconocido como el Marcial español, con sus famosísimos, ingeniosos y divertidos epigramas marca el magisterio y encabeza la producción de otros importantes epigramatistas, sobre todo Juan de Salinas, Pedro de Quirós (con imitación concatenada entre ellos) y Rodrigo Fernández de Ribera, a quien el descubrimiento reciente de la colección El rosal, lo ha aupado como gran cultivador del género.

Estas manifestaciones jocoso-satíricas, y más propiamente jocoso-burlescas por su carácter más intrascendente que crítico, muestran la otra cara, esto es, el anticanon, de la poesía humanística, tanto en su deriva amorosa y elegíaca petrarquista, como en la reflexivo-moral horaciana y estoica. La recurrencia epigramática en los temas eróticos y en la perspectiva misógina a base del retrato de mozas disolutas llevadas por la lascivia o el interés, construyen el anticanon de la donna angelicata petrarquista; de la misma manera que los placeres de la vida, de la buena mesa y del vino, ofrecen el reverso al sustine et abstine de la moral estoica exaltada por los humanistas. En paralelo, estas manifestaciones jocosas ofrecen también el contrapunto formal: el ingenio triunfa en los conceptos y el octosílabo, con su ritmo ágil y cantarín, contribuye a la creación de una poética diferenciada y de expectativas populares.

No obstante, y para acabar de mostrar que en la poesía sevillana del Siglo de Oro hubo de todo, no podemos dejar de mencionar que también se dieron manifestaciones jocosas, satíricas y burlescas a lo culto que practicaron otros sevillanos, empezando por el poeta de la primera mitad del XVI Gutierre de Cetina, que construyó una divertida poética anticortesana y bernesca en paralelo a la suya culta y petrarquista; ni podemos dejar de aludir a los juegos de ingenio que suponían los encomios paradójicos, o elogios de lo despreciable, tan caros a los humanistas de la segunda mitad del XVI, en cuyo cultivo se emplearon muchos y destacó Mosquera de Figueroa. Todo ello surgido en el caldo de cultivo de una cultura sevillana que en muchas de sus manifestaciones en prosa apostaba por el donaire y la gracia ingeniosa de chistes, facecias y demás construcciones narrativas cortas, que, aunque no son del caso ahora, contextualizan más y mejor la literatura de la graciosidad en la que se desarrolla la poesía jocosa. Poesía jocosa que resultaba ser el contrapunto de otra seria y humanística que marcó el desarrollo de la poesía sevillana de los siglos XVI y XVII, cuyo patrimonio variopinto y riquísimo no puede quedar encorsetado en los esquemas de una poética unitaria, o de una única escuela.

 

Autora: Begoña López Bueno


Bibliografía

BONNEVILLE, Henri, “La poesía sevillana en el Siglo de Oro”, en Bulletin Hispanique, 66, 1964, pp. 311-348; Archivo Hispalense, 55, 1972, pp. 79-112 (trad. de B. López Bueno).

ESCOBAR, Francisco Javier, “Noticias inéditas sobre Fernando de Herrera y la Academia sevillana en el Hércules animoso, de Juan de Mal Lara”, en Epos. Revista de Filología, 16 2000, pp. 133-155.

LÓPEZ BUENO, Begoña, La poética cultista de Herrera a Góngora, Sevilla, Ediciones Alfar, 2000.

LÓPEZ BUENO, Begoña, “La poesía sevillana del Siglo de Oro: generaciones y semblanzas”, en SÁNCHEZ ROBAYNA, Andrés (ed.), Literatura y territorio. Hacia una geografía de la creación literaria en los Siglo de Oro, Las Palmas de Gran Canaria, Academia Canaria de la Historia, 2010, pp. 487-512.

LÓPEZ BUENO, Begoña (dir.), La «idea» de la poesía sevillana en el Siglo de Oro (X Encuentros Internacionales sobre Poesía del Siglo de Oro), Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad/Grupo PASO, 2012.

LLEÓ, Vicente, Ut pictura poesis (Pintores y Poetas en la Sevilla del Siglo de Oro), Discurso de entrada en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, Sevilla, 2007.

NÚÑEZ RIVERA, Valentín, “Otra poesía sevillana del Siglo de Oro. Entre sales y graciosidad”, en SÁNCHEZ ROBAYNA, Andrés (ed.), Literatura y territorio. Hacia una geografía de la creación literaria en los Siglo de Oro, Las Palmas de Gran Canaria, Academia Canaria de la Historia, 2010, pp. 513-537.

Visual Portfolio, Posts & Image Gallery para WordPress