Son muchos los historiadores que han coincidido en señalar la contradicción existente entre el ambiente de crisis social, política y económica que se vive durante el siglo XVII español, y, al mismo tiempo, el gran auge cultural del momento, lo que es especialmente relevante en el caso de la pintura. Durante esta etapa, el panorama pictórico andaluz siguió dominado por los dos grandes focos artísticos situados en Sevilla y Granada, los cuales mantuvieron importantes relaciones entre sí, y, al mismo tiempo, con Madrid.

El brillo del foco sevillano

En Sevilla la actividad de los pintores, que además de elaborar cuadros participaban en el acabado de esculturas y retablos, estuvo regida por la Hermandad de San Lucas, asociación gremial que reglamentaba la formación y condiciones de la producción mediante estrictas ordenanzas.

Hacia 1600 el panorama sevillano estaba protagonizado por artistas de transición como Juan de Roelas, pintor de origen flamenco que introdujo el colorismo veneciano junto a unas notas de gran realismo natural, Francisco Pacheco, autor de uno de los tres tratados de pintura que se produjeron en España durante el siglo XVII y maestro de varios de los mejores artistas posteriores, Antonio Mohedano, celebrado pintor de frescos, y Francisco Herrera, que ostentaba un estilo vigoroso y dinámico que anticipaba en cierta forma el dramatismo posterior.

Tras este primer momento que podemos llamar “de transición”, fue en la siguiente generación cuando la escuela tomó una altura que en España solo se podía comparar con el foco madrileño, con artistas como Velázquez, Zurbarán y Cano. Después de siete años de aprendizaje en el obrador de Pacheco, Velázquez se examinó y marchó a Madrid donde se estableció en 1623, comenzando una fulgurante carrera como pintor de corte de Felipe IV. Esta incursión en Madrid no fue un hecho aislado, pues otros pintores de esta misma generación también buscaron este éxito en la capital: Herrera el Mozo llegó a ser pintor de corte de Carlos II y Zurbarán también obtuvo varios encargos, aunque acabó desarrollando la mayor parte de su producción en su ciudad natal.

La última parte del Barroco sevillano vendría marcada por el genio de dos grandes artistas: Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682) y Juan de Valdés Leal (1622-1690). De Murillo, artista de talla universal, poco se puede decir en unas escuetas líneas, aunque quizá sería conveniente recordar su capacidad para plasmar edulcoradas representaciones de la Inmaculada -luego convirtiedas en verdaderos prototipos marianos-, y, al mismo tiempo, recoger conmovedoras representaciones de la pobreza infantil. En lo relativo a Valdés Leal tendríamos que citar su inolvidable pintura In ictu oculi, donde aparece la Muerte, guadaña en mano, apagando la luz de la vida. Ante ella, las dignidades, los linajes o los saberes se quedan en nada. Se trata ante una vánitas encargada para el Hospital de la Caridad de Sevilla, y de ahí se entiende su significado: la caridad es la única vía para obtener la salvación.

En relación con Murillo y Valdés Leal, también debe ser consignada su iniciativa de fundar, en 1660, la famosa academia sevillana, donde se tomaban clases de desnudo al natural en sesiones nocturnas. Lamentablemente el proyecto no tuvo continuidad y dicha academia cerró en 1674 por problemas financieros. Además, ambos artistas dejaron una huella indeleble en los artistas posteriores y, a grandes rasgos, se puede considerar como seguidores de ambos maestros a Francisco Meneses Osorio, Sebastián Gómez, Esteban Márquez de Velasco y Pedro Núñez de Villavicencio por un lado y a Lucas Valdés, Matías de Arteaga, Ignacio de León Salcedo y Clemente de Torres por el otro.

La alargada sombra de Alonso Cano en Granada

Los pintores de mayor brillo que transitan entre el siglo XVI y XVII en Granada fueron fray Juan Sánchez Cotán y Pedro de Raxis. El primero, de origen toledano, desarrolló una pintura muy personal y atractiva que, no obstante, tuvo poca incidencia en el ambiente local al quedar sus cuadros en la clausura de los cartujos. Lo más recordado de su obra son sus místicos bodegones. El segundo, por su parte, procedía de Italia y fue el iniciador de una importante saga artística. Fue un pintor todavía anclado en el clasicismo tardío aunque en sus últimas obras introdujo algunas notas del incipiente naturalismo barroco.

En los años treinta trabajaban en Granada un nutrido grupo de pintores poco estudiados, Juan Sobis -pionero del género paisajístico en la ciudad-, Juan Leandro de la Fuente y Francisco Alonso Argüello. Hacia 1635 descollaba el taller de Miguel Jerónimo de Cieza donde comenzaron su formación algunos de los nombres más relevantes de la escuela: Pedro Atanasio Bocanegra, Esteban de Rueda, Felipe Gómez de Valencia y sus propios hijos Juan José y Vicente de Cieza. También fue un hito la llegada a Granada de Pedro de Moya, figura interesante por su periplo vital: después de pasar por el taller de Juan del Castillo en Sevilla, se dedicó a ser soldado en los Países Bajos, donde también fue discípulo de Van Dyck. Cuando se estableció en Granada, hacia 1646, propició que el interés de los pintores locales por la estética flamenca reviviera, constituyendo uno de los aportes artísticos más importantes antes de la llegada de Cano.

Pero si hubo un punto de inflexión claro dentro de la escuela granadina, ese fue precisamente la llegada de Alonso Cano a la ciudad, en 1652. Y es que casi todos los artistas granadinos manifestaron en mayor o menor medida la influencia del Racionero, especialmente dos jóvenes pintores que se acercaron a su magisterio en los últimos años de vida: Pedro Atanasio Bocanegra, que se había formado con los Cieza, y Juan de Sevilla, que había hecho lo propio con Alonso Argüello y Pedro de Moya. En los años siguientes ambos se disputarían el lugar de preeminencia dentro de la herencia canesca. Con sus luces y con sus sombras, Bocanegra representa el estilo exultante del pleno Barroco, lo que queda bien ejemplificado en su Virgen con santos del Museo del Prado. El artista, apoyado por amigos bien situados, viajó a Madrid donde permaneció unos meses hasta obtener el título honorífico de pintor del rey. Juan de Sevilla, por su parte, poseyó grandes dotes para el dibujo y una paleta viva. Se suele afirmar, con razón, que su obra maestra es el Triunfo de la Eucaristía (1685), que preside el altar mayor de la Iglesia del Corpus Christi -vulgo de la Magdalena-. Es esta una composición audaz llena ángeles adoradores que delata la unión entre la herencia canesca y la pasión por el arte flamenco propio de Sevilla.

La escuela prolongó su actividad durante el siglo XVIII bajo la estética de Cano y la figura más relevante fue la de José Risueño (1665-1732), seguidor tardío que no llegó a conocer al maestro, pues cuando este murió, Risueño no alcanzaba los dos años de edad. El trabajo de juventud de Risueño muestra a un alumno también subyugado por lo flamenco, no demasiado brillante, aunque más tarde su talento y personalidad quedarían plenamente confirmados, siendo el artista de mayor brío de principios del siglo XVIII. A su vez, Risueño tuvo por discípulo a Domingo Chavarito, quien prolongaría la estética de Cano hasta su muerte en 1751. Para concluir con los artistas locales habría que hablar de los seguidores de Juan de Sevilla -entre los que se encuentran Jerónimo de Rueda, Melchor de Guevara, Francisco Lendínez y Juan de Salcedo-, así como del polifacético Diego Sánchez Sarabia, que mezcló la influencia de Cano con la procedente de las estampas italianas y flamencas. Sarabia también se desempeñó como dibujante para la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en el proyecto de las Antigüedades árabes de España, y fue cofundador de la Escuela de las Tres Nobles Artes de Granada, lo que nos habla claramente de su posición en la transición hacia el Neoclasicismo.

 

Autor: Adrián Contreras Guerrero


Bibliografía

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HENARES CUÉLLAR, Ignacio (dir.), Alonso Cano. Espiritualidad y modernidad artística, Sevilla, Junta de Andalucía, 2001.

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