El desarrollo de las artes cerámicas en Andalucía durante la Edad Moderna fue muy intenso, partiendo de la herencia de la tradición medieval, tanto de los reinos cristianos como del territorio andalusí, factor este último con una incidencia muy fuerte en las artes decorativas del sur de España. Aunque hay gran riqueza de tipologías y funciones, por su artisticidad destacaremos la loza decorada y la aplicación de azulejos.

El refinamiento de las lozas decoradas se remonta al califato de Córdoba, (Madinat al-Zahra, Madinat Ilbira) y luego los talleres nazaríes de loza dorada de Granada, Almería y Málaga. Sus vajillas para el servicio de mesa con pigmentos metálicos en verde de óxido de cobre y negro de óxido de manganeso sentaron las bases de la mayólica moderna, con la progresiva ampliación de la escala cromática (azul cobalto, amarillo de antimonio, rojo de óxido ferroso).

Ya la Sevilla medieval comenzó a destacar con la fabricación de lozas vidriadas en verde, melado o en blanco con motivos en verde, azul y morado, inspiradas en prototipos nazaríes y valencianos, concentrándose los alfares en el barrio de Triana. A finales del siglo XV se asienta en Triana la gran figura de Niculoso Pisano, introduciendo los nuevos colores surgidos del taller de los Della Robbia y sus formas de grutescos irradiando hasta Talavera, otro de los grandes centros de producción hispana. Y, a lo largo del siglo XVI, cabe contar con figuras como el pintor flamenco de loza Frans Andríes, los genoveses Pedro Antonio y Bartolomé Sambarino de Albisola, Tomás de Pésaro o Bernardo Cerrudo, entre otros.

La cerámica a partir del siglo XVI va a convertirse en un cruce de inspiraciones diversas: orlas decorativas flamencas, riqueza cromática italiana, motivos populares emulando libremente la tradición china de las porcelanas en azul sobre fondo blanco. La capital hispalense será uno de los grandes centros productores de España, con Talavera, Puente del Arzobispo, Toledo, Teruel, Muel o Manises. La interrelación de Sevilla con las formas talaveranas va a ser muy intensa, aunque finalmente dominará la segunda sobre la primera. Algunas series son específicamente sevillanas, como los conjuntos de loza azul sobre fondo azulado, o las vasijas polícromas con perfilado en azul y fondos de bustos, personajes y aves. El siglo XVII estará marcado por la preeminencia de la loza castellana, sobre todo de Talavera, algunas de cuyas series, como la llamada de la encomienda u hojas flor, la tricolor o la de helechos, serán muy imitadas. A finales de la centuria dominará en cambio el influjo ligur, a imitación de las lozas de Savona.

Sin embargo, el siglo XVIII traerá nuevos aires, ligados al cambio dinástico de los Borbones. A partir de 1727 la loza de calidad más señalada va estar representada por la dependencia de los modelos de la Real Fábrica de Alcora (y la del Buen Retiro a partir de 1765) y sus derivaciones de la porcelana de Delft, con motivos propios del barroco francés, chinescos y de rocalla. Los viejos métodos alfareros convivirán a partir del siglo XIX con la producción industrial, que en Andalucía contó con el brillante ejemplo de la fábrica de la Cartuja, fundada en 1839 por Carlos Pickman, así como la de Sandeman en San Juan de Aznalfarache.

También las bases del arte de la azulejería se asentaron durante la Edad Media, entre los siglos XIII y XV, bajo el dominio nazarí. Los alicatados de la Alhambra formados por teselaciones de formas diversas -aliceres- se usaron también en los grandes espacios mudéjares (Reales Alcázares de Sevilla, capilla de San Bartolomé en Córdoba), al igual que los azulejos de cuerda seca (delimitados los campos de color a pincel), otra técnica de origen islámico como alternativa más económica y eficaz.

La simplificación de este proceso creativo derivó a principios del siglo XVI en los azulejos de cuenca o de arista, donde la separación de los colores se obtenía mediante surcos derivados de la presión de la arcilla sobre un molde. Con esta nueva técnica se decoraron grandes conjuntos con tramas derivadas de la fusión de motivos góticos, mudéjares y renacentistas, con un marcado protagonismo de los alfares sevillanos. Destacan talleres como los de Diego y Juan Polido, y sus trabajos para el pabellón de Carlos V en el Alcázar y la Casa de Pilatos, así como los azulejos del convento de Santa Paula, el monasterio de la Cartuja y la Casa Salinas, todos en la capital hispalense.

Una innovación trascendental traída de Italia, que convivió con los azulejos de arista, fue la introducción del azulejo pintado, de la mano del alfarero Francisco Niculoso Pisano (mediados siglo XV-1529), instalado en Triana desde la década de 1490. Con ello, al decorar en fondo esmaltado con fina policromía a pincel la superficie cerámica se convertía en una suerte de lienzo que permitió incorporar las formas del Renacimiento, así como grandes programas iconográficos. Entre sus obras cabe destacar la lauda de Íñigo López en la iglesia de Santa Ana, la portada del convento de Santa Paula o el retablo de la Visitación, en los Reales Alcázares, y tres retablos en la iglesia de Tentudía (Badajoz). A su muerte se interrumpió casi totalmente este tipo de trabajos (salvo la presencia de sus hijos Juan Bautista y Francisco), pero la técnica fue recuperada en la segunda mitad del siglo XVI por el flamenco Frans Andríes (o Francisco Andrea), establecido en Sevilla desde 1561, quien (al igual que Hans Floris en Talavera de la Reina, con sus trabajos para el Alcázar de Madrid y el Escorial), contribuyó a consolidar la expansión del azulejo pintado con ricas ornamentaciones propias del manierismo flamenco, basadas en la decoración de tejidos y tapices. De su colaboración con el ceramista Roque Hernández son los frontales de altar de la Adoración de los Magos y la Caída del Maná de la catedral de Córdoba, mientras que sus trabajos en la Quinta de Bacalhoa, cerca de Lisboa, acreditan la transmisión de la técnica en tierras portuguesas.

Roque Hernández trabajó los espejos de azulejo de la Capilla Real de la sede hispalense y los azulejos de la Giralda. También formó a su sobrino, Cristóbal de Augusta, autor de los azulejos para los Salones de Carlos V, vestíbulo y capilla en los Reales Alcázares de Sevilla, del convento de la Madre de Dios (el dedicado a la Virgen del Rosario se conserva en el Museo de Bellas Artes) y escalera del palacio de la Condesa de Lebrija, consolidándose así la escuela sevillana de azulejos pintados. Otro de los maestros de azulejos pintados es Alonso García, suegro de Roque Hernández, con la decoración de la capilla mayor del convento de Santa Clara de Sevilla, las capillas de la cabecera de la iglesia de San Bartolomé, así como el zócalo de la capilla de Ánimas de Triana y la iglesia de Santiago de Carmona.

Los paneles cerámicos polícromos se prolongan en el siglo XVII de la mano del discípulo de Augusta, Hernando de Valladares, a quien se atribuyen buena parte de la decoración del citado palacio de la Condesa de Lebrija o la iglesia de Santa Clara, y cuyo influjo alcanza a mediados de la centuria a Diego de Sepúlveda y la sacristía de la iglesia del Sagrario, con orlas de origen textil e inspiradas en repertorios arquitectónicos. A partir de 1660 se impone el gusto por los zócalos en azul sobre fondo blanco, a imitación de la porcelana china, como se observa en las iglesias de Santa María la Blanca y San Juan de Dios de Sevilla, así como en el hospital de la Caridad, donde destacan los paneles de la portada del templo, más tardíos, hechos en 1733 en el taller de José García. Este tipo de piezas ejemplifican la notable producción de retablos cerámicos de mecenazgo y tema religioso durante los siglos XVII y XVIII, destacando también el conjunto seiscentista de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de Sevilla.

El siglo XVIII trajo algunas novedades con el cambio dinástico, que se reflejan en el mayor protagonismo de las temáticas profanas, como las escenas galantes y de cacería, así como un mayor influjo del arte francés y flamenco. Buenos ejemplos del periodo, todos ellos procedentes de talleres de Triana, serían el apeadero del mencionado palacio de la Condesa de Lebrija o las escenas de tauromaquia de la Cartuja en Sevilla; el claustro del convento de la Encarnación de Osuna; los paneles del palacio episcopal de Málaga; el zócalo chinesco de la hacienda Palma Gallarda, en Carmona, de 1726; el frontispicio de la sala capitular del antiguo Cabildo de Córdoba, hecho por Juan de las Casas en 1732. De significación religiosa, destacan el Via Crucis del hospital de Mujeres de Cádiz, de 1749, y la capilla sacramental de la iglesia de Rota, de 1755, atribuidos a José de las Casas.

Después de Sevilla, destaca la ciudad de Granada. La tradición ollera nazarí ubicada en el barrio de los Alfareros, junto al Realejo, se trasladó en el siglo XVI al Albayzín, junto a la puerta de Fajalauza, donde se desarrolló la loza del mismo nombre, con tradición ininterrumpida desde el siglo XVI hasta nuestros días. Predomina la cerámica vidriada en azul, verde y morado sobre fondo blanco, con temas sencillos (flores, pájaros, heráldica, la granada).

Por otro lado, se mantuvo el arte del alicatado, especialmente vinculado a los trabajos de mantenimiento de la Alhambra, como el zócalo del patio de los Arrayanes, labrado a partir de 1587 por Gaspar Hernández y Antonio Tenorio. Este último autor, que tuvo taller en el Secano de la Alhambra, imitó también los azulejos sevillanos de arista, como se observa en la Sala de Abencerrajes de dicho ámbito, y también en el zócalo de la iglesia de San Miguel y torre de la de Santa Ana. Sin embargo, la azulejería granadina no tuvo apenas continuidad, como lo acredita el hecho de que el anónimo maestro trianero de San Juan de Dios fuese el encargado de ornamentar, entre 1751 y 1754, la escalera, el claustro y el camarín de San Juan de Dios de Granada.

También cabe citar la producción de loza basta repartida por toda Andalucía, con vigencia hasta la época contemporánea. Ha de destacarse la presencia de alfares en toda la geografía andaluza: Jaén (Bailén, Andújar, Úbeda, Alcalá la Real, Martos), Córdoba (Hinojosa del Duque, Bujalance, Baena, Alcolea, Montilla, Puente Genil, Lucena), Sevilla (Carmona, Lora del Río, Morón de la Frontera, Osuna), Huelva (Cortegana, Aracena, Palma del Condado, Trigueros), Cádiz (Conil, Jimena de la Frontera), Málaga (Fuengirola, Estepona), Granada (Guadix, Ugíjar, Huéscar, Almuñécar) y Almería (Níjar, Tabernas, Albox, Vera). Sus centros alfareros de Úbeda o Níjar, que han mantenido durante mucho tiempo la cerámica decorada de tipo popular.

 

Autor: José Policarpo Cruz Cabrera


Bibliografía

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