Desde fines del siglo XV, el Mediterráneo se convirtió en un espacio estratégico y logístico de primer orden para los Reyes Católicos ya que, además del litoral del levante y sur peninsular, se debía asegurar el abastecimiento y protección de las plazas fuertes que la Monarquía mantenía en el Norte de África y de los territorios de Nápoles, Sicilia y Cerdeña frente al avance del Turco en el Mediterráneo occidental y los constantes ataques del corso y la piratería turco-berberisca. Junto con la articulación de una serie de sistemas de defensa terrestre en todo el litoral del levante y sur peninsular, integrados por cinturones de torres vigía de alerta, fortalezas con guarniciones militares permanentes, compañías de infantería y jinetes itinerantes y milicias locales, una parte importante de esa estrategia defensiva pasó por la creación de una flota de galeras capaz de contrarrestar el poder marítimo del corso de bandera islámica, que hostigaba las costas y las embarcaciones mercantes.
Los orígenes de esa flota defensiva se encuentran en una primitiva armada real creada a fines del siglo XV, la llamada Armada de la guarda de costa del Reino de Granada, destinada al principio a misiones de vigilancia y bloqueo de cualquier tipo de ayuda por mar los nazaríes en la guerra de Granada, así como a abastecer de tropas y víveres al ejército castellano durante la campaña, especialmente durante el cerco y asedio de Málaga de 1487, en el que tuvo gran protagonismo. Una vez cerrada la conquista del territorio en 1492, esta pequeña escuadra –unos cuatro navíos-, por iniciativa del secretario real Hernando de Zafra, quedó mejor regulada en sus funciones de fuerza naval mediante la firma de nuevos asientos en 1495 y 1500, de modo que se dedicaría a reforzar el sistema defensivo terrestre granadino mediante labores de vigilancia costera e inspección. La flota debía cubrir, en teoría, toda la franja comprendida entre el Estrecho de Gibraltar y el Mar de Alborán, que recorría varias veces al año, aunque también podía abarcar en ocasiones la vigilancia del litoral norteafricano o de las costas de los reinos de Murcia y Valencia. La actividad de esta escuadra, que generalmente fondeaba sus barcos en puerto durante el invierno, era análoga a la desarrollada por otras como la del Cantábrico, las armadas de Levante y Cataluña, o la Armada de Guardas de costa de Andalucía.
No obstante, la Armada de guarda de la costa del Reino de Granada, en lugar de consolidarse como una flota de vigilancia y defensa marítima de las costas del reino granadino, constituyó el precedente directo de las Galeras de España, fuerza naval con unas funciones más amplias y unos objetivos muy distintos, mucho más relacionados con la defensa del sureste peninsular en general y el sistema logístico desplegado por la Monarquía Hispánica en el Mediterráneo occidental. En efecto, en 1530 se firmó un nuevo asiento con don Álvaro de Bazán “el viejo”, fecha desde la que encontramos el término “Galeras de España”, y en 1531 se emitieron las primeras ordenanzas que regulaban su funcionamiento. Las Galeras de España debían dedicarse, principalmente, a expediciones de navegación de cabotaje para labores de vigilancia e inspección contra el contrabando y el corso turco-berberisco, transporte de soldados del tercio desde la Península al Reino de Nápoles, así como el abastecimiento de hombres, víveres y todo tipo de pertrechos para los presidios y plazas fuertes del Norte de África, especialmente el de Orán-Mazalquivir, el más importante de todos. Este tipo de misiones tenían una serie de puntos principales de atraque y apoyo en la península: Barcelona, Puerto de Santa María, Gibraltar, Málaga y Cartagena. Estas dos últimas albergaban las dos proveedurías generales de armadas mediterráneas, destacando especialmente la de Málaga, su sede más importante y con un arsenal para la fabricación de artillería.
La escuadra de Galeras de España se unió en su actividad a las de Sicilia, Nápoles y Génova para conformar una flota mediterránea de galeras que se prestaban auxilio y apoyo mutuo cuando era necesario, y en las que las de España tenían una posición jerárquica sobre el resto. Desde sus inicios, la escuadra funcionó mediante un sistema de asientos -contratos- con armadores y contratistas privados que, bien se encargaban del sostenimiento de galeras propiedad de la Corona -la mayoría-, bien ponían sus naves al servicio del rey. A estos asentistas se les concedía el mando de la armada con el cargo de capitanes generales. Con el tiempo, las fuertes críticas y los problemas generados por el sistema de asientos llevaron a Felipe II emprender un proceso de centralización administrativa de la marina de guerra y convertir las Galeras de España en una verdadera flota o armada real, compuesta de barcos que, en su mayoría, debían pertenecer a la Monarquía, aunque posteriormente se recuperarían fórmulas de financiación y aprovisionamiento con asientos y factorías privadas, a partir del reinado de Felipe III. El resultado fue una flota permanente que, además de las actividades de carácter logístico relacionadas con el abastecimiento de los presidios y posesiones de la Monarquía en el Mediterráneo, participó también en algunas expediciones militares de envergadura, como las de Túnez (1535), Argel (1541), los Gelves (1560) la famosa batalla de Lepanto (1571), Argel (1601, 1605) y conquistas de Larache y la Mamora (1610, 1614).
Esta flota estaba integrada por galeras -acompañadas por algún bergantín auxiliar y de apoyo-, la nave típica que operaba en el Mare Nostrum desde la antigüedad, que durante los siglos XVI y XVII se configuraron como embarcaciones de propulsión mixta con remeros, vela latina y pertrechadas con alguna artillería. Las españolas respondían a la tipología de “ponentinas”, con algo más de capacidad artillera, dos palos -mayor y trinquete- algo más calado que las venecianas y las otomanas, pero menor maniobrabilidad. Además, las galeras presentaban ciertos problemas enquistados: mala financiación y equipamiento, escasa preparación de los hombres de mar, muchos de ellos de baja extracción social y reclutados por coerción, debido a unas malas e insalubres condiciones de vida en galeras, donde se hacinaba una heterogénea tripulación de en torno a 200-300 hombres. Esta estaba compuesta de gente de mar -capitán, patrón, cómitre, sotacómitre, artilleros y marineros-, gente de guerra -soldados y oficiales de infantería- y los remeros o chusma, integrada por remeros de buena boya asalariados -los menos-, esclavos y cautivos condenados a remar prácticamente por vida y galeotes. Los últimos eran reos condenados a los que se les conmutaba su pena de cárcel por un número de años de servicios en galeras, cuyo porcentaje fue creciendo a lo largo del reinado de Felipe II, dado que esta pena se extendió de los delitos de sangre a otros más leves, con el fin de dotar de mano de obra a estas embarcaciones cuando la Monarquía más la necesitaba.
Como ya se ha señalado, al mando de la escuadra se situaba un capitán general de galeras, cargo que solía ser desempeñado -aunque no siempre- por un miembro de la nobleza con una trayectoria de amplios servicios militares y experiencia naval. El capitán general podía obtener importantes beneficios, más que por el modesto salario percibido, por los derechos de reparto de los botines de presas -una quinta parte- y los derivados de los contratos de arrendamiento y mantenimiento -dándose algunos casos de fraude a la Corona-. Destacan nombres como los de don Álvaro Mendoza, Galcerán de Requesens, Garci López de Arriarán, Juan de Lezcano y Martín Díaz de Mena en los años ochenta y noventa del siglo XV, don Remón de Cardona, capitán general de la Armada del Reino de Granada entre 1505 y 1508 y virrey de Nápoles o el marino vasco Rodrigo de Portuondo, que firmó asientos en 1523 y 1528 y murió en 1529 en una escaramuza frente a la flota de Cachidiablo en Formentera. También don Álvaro de Bazán “el viejo”, capitán general que sustituyó a Portuondo el año siguiente, así como su hijo, del mismo nombre, que se convertiría en capitán general de galeras en 1565 y capitán general de las de Nápoles y de la Mar Océano, marino experimentado por sus largos años de servicio en las galeras junto a su padre, elevado a marqués de Santa Cruz y muerto justo antes de asumir el mando de la Armada contra Inglaterra en 1588. Bernardino de Mendoza, hermano del capitán general del Reino de Granada don Luis Hurtado de Mendoza, que participó junto a él en la conquista de la Goleta de Túnez en 1535, de la que quedaría como gobernador hasta la firma de un asiento de galeras en 1537 en sustitución de Álvaro de Bazán “el viejo”, y lograría, dos años antes de su muerte en San Quintín (1557), asegurar su hijo y lugarteniente, don Juan de Mendoza, lo sucediese como capitán general, hasta su muerte en el célebre naufragio de la Herradura en octubre de 1562. O don Sancho de Leyva, experimentado militar y marino, que había participado en la jornada de los Gelves -durante la que fue cautivado- y fue nombrado capitán general de galeras en 1568.
Durante el reinado de Felipe II, las nuevas necesidades bélicas impuestas en el Mediterráneo y el incremento de la amenaza de la Sublime Puerta, que tendría su colofón en la jornada de Lepanto en octubre de 1571, supusieron un aumento notable en el tamaño de la flota de galeras de España, con un programa de construcción naval solo equiparable al desplegado por el Imperio Otomano. Así, se pasó de no más de cuatro o cinco embarcaciones en sus inicios a fines del XV, a entre de diez y doce en la década de 1530, y a superar la treintena en los años ochenta del siglo XVI. Eso, sin contar el conjunto de la flota de galeras mediterráneas que comprendían las de Sicilia, Nápoles y Génova, que en los años ochenta llegó a superar el centenar de naves. No obstante, estas cifras no se mantuvieron, debido a los cambios en la política exterior de la Monarquía. Si durante la mayor parte del Quinientos el Mediterráneo y la flota de galeras fueron grandes protagonistas en dicha política exterior, desde fines del XVI hubo un vuelco hacia el Atlántico y el Norte, factor decisivo para que desde inicios del XVII se primase dicha área y la defensa del Estrecho, que sería asumida estacionalmente por la misma flota de Galeras de España que debía continuar abasteciendo los presidios norteafricanos. Por ello, a la vez que se dio prioridad y mayor entidad a la Armada del Mar Océano en la fachada atlántica, desde inicios del siglo XVII se produjo una importante reducción en el grueso de las Galeras de España, que a lo largo del Seiscientos se situarían en una media de diez o doce embarcaciones que irían perdiendo entidad e importancia en el entramado militar y naval de la Monarquía.
Autor: Antonio Jiménez Estrella
Bibliografía
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