Pocos ejemplos hay que ilustren tan bien como este el modo en que la revolución legislativa del primer liberalismo influyó en la configuración de las relaciones familiares en la España de comienzos del siglo XIX: Joaquina de Cepeda y Ortiz, destinada por sus mayores a permanecer siempre soltera para acompañar a su madre en la vejez, no solo desafiaría la voluntad de su familia al contraer matrimonio tardíamente con un primo lejano, sino que también comprometería el proyecto de transmisión patrimonial al nombrarlo heredero universal de todos sus bienes. Con esta decisión comenzaba una agria disputa que dividiría a la familia al completo durante más de quince años, hasta el punto de poner en peligro el principio de responsabilidad colectiva y solidaria que garantizaba la debida reproducción del sistema familiar bajo las coordenadas culturales del Antiguo Régimen.
Joaquina de Cepeda Ortiz había nacido en Villalba del Alcor, en la actual provincia de Huelva, a las nueve de la noche del 25 de mayo de 1771, hija del matrimonio formado por Vicente Elías de Cepeda y su prima Ignacia Ortiz de Abreu. Era la undécima de sus hermanos y después que ella nacerían cuatro más: en total, ocho hijas y siete varones alumbrados a un ritmo matemático y sin mediar descanso en apenas veintiún años, pero solo Joaquina y tres de sus hermanos varones vivirían lo suficiente para enterrar a sus longevos padres. Dadas las deficiencias higiénico-sanitarias de la época, su familia no era especial en este sentido, pero sí lo era en todos los demás posibles: en efecto, Joaquina había nacido en un linaje de la baja nobleza andaluza que tenía entre sus antecesores nada menos que a Santa Teresa de Jesús, y entre sus diferentes ramas contaba con varios obispos y agentes destacados al servicio de la Corona, lo que, unido a la inmensa fortuna que habían acumulado a lo largo de tres siglos a base de matrimonios estratégicos, los convertía en una familia excepcional lejos de la Corte.
Ahora bien, la clave del éxito intergeneracional de los Cepeda yacía en una serie de prácticas profundamente interiorizadas y enormemente discriminatorias, indispensables para perpetuar las bases materiales e inmateriales de su privilegiada posición: alianzas matrimoniales, carreras eclesiásticas, celibatos forzosos, vinculación de bienes libres… Por encima de la voluntad individual estaban las obligaciones para con la familia, cuya supervivencia a su vez aseguraba la de sus miembros, y por ello a cada hijo se le asignaba un papel específico del que no podía desviarse. El que le tocó vivir a Joaquina no era especialmente brillante porque, teniendo tantas hermanas mayores, para ella no se pensó en un matrimonio ventajoso ni en el retiro conventual: su destino había de ser el de acompañar a su madre en la vejez, ya que su padre estaba obligado a residir en Osuna por una cláusula del principal de sus mayorazgos y sus hermanos varones vivían fuera de Villalba. Hasta que cumplió 43 años, Joaquina cumplió con su deber escrupulosamente: no solo hacía compañía a su madre, sino que la ayudó a criar a los hijos de su difunta hermana Dolores y se hizo cargo del gobierno de la casa cuando Ignacia se hizo demasiado mayor.
Cuando la muerte sorprendió a su madre en 1814, Joaquina debió de trasladarse a Osuna para vivir con su padre porque siendo mujer no era de recibo que viviese sola sin un varón de su familia bajo el mismo techo: no hay constancia documental del cambio de residencia, pero solo así se explica que en 1821 iniciara los trámites para contraer matrimonio con un primo suyo en cuarto grado que residía en la villa ducal. En el seno de esta familia nada tiene de especial que los novios fueran parientes de sangre, porque los Cepeda llevaban casándose entre sí como poco desde 1714 y también era una práctica común entre los Ortiz de Abreu, pues para cuando se casaron los padres de Joaquina ya en tierras onubenses su rama materna se había visto envuelta como mínimo en diez procesos para lograr la dispensa ante la Curia. Olvidándonos por un momento de la interpretación economicista de los enlaces consanguíneos, este tipo de matrimonios podía tener otros atractivos, como acercar de nuevo a dos ramas familiares largo tiempo separadas y comprometidas en nodos relacionales diferentes, pero todo parece indicar que la unión de Joaquina y el reciente viudo Antonio no entraba dentro de lo aceptable según los cánones de la familia Cepeda: en primer lugar, no había justificación biológica posible para un matrimonio tan tardío, pues, por más que el esposo tuviera veintiocho años, esto no solucionaba la esterilidad de una mujer ya entrada en la cincuentena, por lo que nunca cumpliría la principal función del matrimonio en todo proyecto de perpetuación familiar, que era dar continuidad biológica al grupo. Por otra parte, el novio nada tenía para aportar a la familia de su segunda esposa: ni en el plano económico, porque carecía de caudal propio y además tenía a su cargo una hija pequeña a la que criar, ni en el social, pues, al descender de una rama separada del tronco principal hacía ya cuatro generaciones, carecía del prestigio de la línea de Joaquina. Tampoco parece probable que su interés fuera la compañía mutua, porque para ese fin debía de haber multitud de fórmulas distintas que chirriasen menos que el matrimonio, considerando que la edad de Joaquina hacía más apto para ella el papel de suegra que el de novia primeriza.
A la vista de todas estas consideraciones, no es de extrañar que semejante matrimonio se granjeara la inmediata repulsa de la familia de la novia por más que fueran parientes, y por ello lo más probable es que los novios siguieran un cauce alternativo al habitual en el seno de la familia Cepeda a la hora de sentar las bases de una unión matrimonial: si por lo general los pormenores se decidían a puerta cerrada en la casa paterna, en este caso más bien habría que imaginar un noviazgo secreto, iniciado en alguna tertulia frecuentada por los dos interesados o a través de la sempiterna reja de las casas andaluzas. Que no fue una unión bien vista en la familia lo demuestran varios detalles, comenzando por el hecho de que ninguno de los parientes de Joaquina se dignó a ser testigo en su boda; en segundo lugar, en cuanto falleció el padre de Joaquina se quebró la pátina de calma que disimulaba el torbellino de emociones contrapuestas en esta familia y así, “por interioridades y fines particulares que a ello los mueve”, según la acusación de la pareja, Manuel, Rafael y Felipe de Cepeda hicieron frente común para desoír las continuas reclamaciones de su hermana sobre la división del caudal de sus difuntos padres.
Es de suponer que en esta actitud pesó mucho la decisión de Joaquina de nombrar por único y universal heredero a su marido, pero lo cierto es que los hermanos Cepeda tenían motivos fundados para actuar así, a la vista de los expeditivos métodos a los que recurrió su cuñado para hacer valer sus derechos como heredero en cuanto ella falleció, cuatro años después de sus nupcias. Y es que, sin mediar advertencia, el viudo se apropió de algunas fincas que no estaban incluidas en el inventario post mortem de sus suegros ni se hallaban sujetas a vinculación, con la pretensión de “subsanar en parte con su goce los perjuicios que se me ocasionaban por la proindivisión del caudal de los antedichos”. Las maniobras de los demás herederos no fueron menos agresivas, pues Manuel y Felipe de Cepeda trataron sin éxito de deslegitimar ante los tribunales los derechos de su cuñado sobre una pequeña huerta de frutales que Vicente le había donado poco después del matrimonio, aprovechando que este no había tenido tiempo de entregarle todos los títulos de propiedad antes de morir. Ni siquiera la muerte de Antonio en 1833 ayudaría a resolver tan agria disputa por la herencia de Vicente e Ignacia, pues a partir de entonces sería la hija de su primer matrimonio, Soledad Cepeda Gómez, quien durante años reclamaría la parte que aquel habría debido recibir como heredero universal de su segunda esposa, hasta que en 1838 finalmente se dio por vencida y llegó a un acuerdo con Felipe de Cepeda por el que renunciaba a todos los derechos que pudieran tocarle en la herencia de su madrastra a cambio de 20.000 reales y un par de fincas en una localidad vecina.
Quizá toda esta animadversión resulte más comprensible si tenemos en cuenta que el matrimonio de Joaquina debió de celebrarse en contra de la voluntad expresa de sus parientes, porque todo indica que sus padres habían decidido mantenerla soltera; por supuesto, no hay una sola declaración explícita al respecto y en principio solo podríamos suponerlo considerando la edad que tenía cuando contrajo matrimonio, pero un detalle resulta lo suficientemente esclarecedor como para afirmarlo así, y es que las tres hermanas que se casaron antes que ella recibieron en conjunto todos los bienes inmuebles que su propia madre había aportado a la comunidad conyugal en Villalba. Así pues, Joaquina había sido deliberadamente excluida de la reserva femenina y por ello no cabe duda de que la soltería era el destino que sus padres habían trazado para ella, aunque finalmente terminara por rebelarse; de no haber sido así, el principio de solidaridad familiar habría forzado un reparto equitativo de los bienes dotales de Ignacia entre la totalidad de sus hijas desposadas, y lo más probable es que la hubieran casado mucho antes y con un hombre del agrado de su familia.
En estas condiciones, lo verdaderamente sorprendente es que Joaquina de Cepeda terminara rebelándose y contrayendo matrimonio cuando el destino que le habían diseñado sus padres era el de permanecer soltera para siempre, sobre todo cuando su enlace parecía ser también una unión de conveniencia, pero no para fortalecer las bases del grupo familiar, como el resto de las uniones programadas de los Cepeda, sino para socavarlas por completo al amparo de la revolución que se estaba llevando a cabo en las Cortes. En efecto, para comprender el verdadero significado de este matrimonio no hay que perder jamás de vista la fecha en la que se celebró: comienzos de 1822, en pleno Trienio Liberal. Por aquel entonces, las Cortes habían suprimido todos los tipos de vinculaciones posibles mediante el decreto de 27 de septiembre de 1820, y esto cambiaba por completo las expectativas de sucesión entre los hijos de Vicente de Cepeda: así, el primogénito Manuel ya no sería el único beneficiario de los seis mayorazgos que aún poseía su padre, sino solo de la mitad y bajo el régimen de bienes libres, porque el resto debería dividirse entre todos los herederos forzosos de Vicente a partes iguales, incluyéndolo también a él. En consecuencia, además de sus legítimas, Joaquina heredaría una doceava parte de los mayorazgos paternos, lo que le auguraba una fortuna personal envidiable; he ahí el atractivo que sin duda vio su primo Antonio en ella. Las cuentas cuadran a la perfección: él carecía de medios económicos con los que sustentarse a sí mismo y a su hija, según declararía más tarde en su testamento, y ella carecía de herederos forzosos salvo su padre, pero, como este era ya muy anciano, cabían muchas posibilidades de que falleciera de un momento a otro, y en ese caso Joaquina podría elegir libremente a sus herederos, incluido su viudo.
Si estas eran las cábalas de Antonio Cepeda cuando inició el cortejo, desde luego no debieron de pasar desapercibidas a sus futuros parientes, pero no había forma legítima de que estos impidieran la celebración de aquellas nupcias si así lo querían los novios, pues hacía mucho tiempo que Joaquina había superado el umbral de veinte años al que Carlos IV había rebajado la edad necesaria para que las mujeres pudieran casarse sin el consentimiento de sus parientes. Por otra parte, como aquel matrimonio no ofendía gravemente al honor de su familia ni perjudicaba al Estado, tampoco había motivo válido para recurrir a la justicia a fin de que esta impidiese su celebración. Que Joaquina de Cepeda se atreviera a contraer matrimonio a despecho de la oposición de su padre y hermanos constituye una deliberada quiebra de la solidaridad familiar, transgresión que, de por sí, habría podido producirse incluso sin la revolución legislativa que estaba teniendo lugar en aquellos años, considerando que los mecanismos coercitivos habituales habían perdido vigor porque la ley permitía que las mujeres mayores de veinte años pudieran casarse sin el consentimiento de sus parientes. Ahora bien, no cabe duda de que aquel matrimonio se realizó únicamente por las expectativas generadas ante la extinción de los mayorazgos, prueba inequívoca del modo que en los aires liberales estaban afectando al orden tradicional con el que se habían regido las familias hasta entonces. Igualmente, la posibilidad de poner remedio al lamentable estado en que se hallaban las propiedades antes vinculadas fue la que indujo a Felipe de Cepeda a poner punto final al pleito por la vía de la negociación, por lo que, en definitiva, hemos de concluir que, si bien las novedades legislativas no motivaron en sí mismas las transgresiones evidenciadas en esta disputa, sí proporcionaron los instrumentos necesarios para que las contradicciones del sistema familiar cobrasen fuerza legalmente, hito inevitable en su proceso de modernización.
Autora: Cristina Ramos Cobano
Bibliografía
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