Una sociedad abierta como la andaluza no planteó apenas problemas para la integración social de los extranjeros. El comercio representó un eficaz crisol en el que se fundieron gentes de toda procedencia. Ahora bien, la mayor parte de los extranjeros no se dedicaron a comerciar, sino que llegaron para ocuparse en multitud de tareas, atraídos por el señuelo de las riquezas derivadas de la actividad mercantil vinculada a la Carrera de Indias y al mundo colonial. El protagonismo de los comerciantes no debe hacer olvidar que existieron horizontes diversos de integración económica y social de la población extranjera. De hecho, la mayor parte de los genoveses y franceses -mayoritarios en la composición según la procedencia geográfica de la inmigración extranjera- se ocuparon en profesiones modestas. El padre Labat atribuía a la vanidad y la ociosidad de los españoles la abundancia de trabajadores franceses en Andalucía:

España está llena de toda clase de extranjeros que trabajan para los españoles y que se llevan lo mejor de sus rentas. Sin hablar de los artesanos que tienen tienda abierta y de los mercaderes, entre los que siempre hay por los menos veinte extranjeros contra un español.

Aseguraban que había sólo en Andalucía más de veinte mil franceses de las provincias de Auvernia, de la Marca y de los alrededores de la Garina que llevan el agua a las casas, venden por las calles carbón, aceite y vinagre, que sirven en las hospederías, labran las tierras, hacen las recolecciones y trabajan en las viñas. Esas gentes no dejan de hacer, cada tres años, un viaje a su país y de llevar allí 300 ó 400 pesos fuertes, y a menudo más…

La imagen, probablemente exagerada, es confirmada sin embargo por las fuentes documentales. Conforme avanzó el siglo disminuyó el porcentaje de extranjeros dedicados al comercio al por mayor y aumentó el de minoristas, artesanos y sirvientes. En la matrícula de extranjeros de 1791 correspondiente a El Puerto de Santa María, sólo el 7% de los genoveses, tan activos otrora en la actividad mercantil, se dedicaba al comercio, mientras que el 42% eran artesanos (obreros textiles, moledores de chocolate, fideeros, zapateros, albañiles…) y el 28% sirvientes domésticos. Entre los franceses se encontraba un mayor número de comerciantes: el 22%, pero también predominaban los artesanos (entre los cuales muchos panaderos), los criados y los ejercientes de otros oficios modestos como el de aguador. También los integrantes de la colonia portuguesa se ocupaban en humildes tareas, mayoritariamente como artesanos y trabajadores del campo, pero también como sirvientes, barberos o peluqueros. Sin embargo, en otros grupos numéricamente minoritarios, como alemanes, irlandeses, ingleses y flamencos, el comercio tenía un mayor papel, ocupando al 38% de los activos. Fue, lógicamente, en los sectores más adinerados de la inmigración extranjera, y particularmente entre los comerciantes, donde se activaron mecanismos eficaces de ascenso social y de fusión con las élites locales preexistentes, pero ello no implica que no se verificaran niveles altos de integración social en el resto de los componentes de las colonias extranjeras.

El tiempo de residencia determinaba en gran medida las posibilidades de integración. Las leyes distinguían entre extranjeros residentes y transeúntes. Los primeros se consideraban en la práctica como vecinos. Estaban sujetos a las mismas obligaciones fiscales que los españoles e, incluso, se reconocían como aptos para el desempeño de cargos públicos. Felipe V creó en 1714 una Junta de Dependencias de Extranjeros que estableció los criterios para considerar a un extranjero como vecino. A partir de ahí quedaron establecidas las normas básicas que regirían a lo largo de todo el siglo XVIII en relación con los extranjeros, hasta que la Revolución Francesa introdujo importantes elementos de corrección en la actitud oficial hacia ellos. En efecto, el temor a que los extranjeros sirvieran de cauce para el contagio de las ideas revolucionarias forzó que en 1791 se dictara una Real Cédula que imponía la obligación de confeccionar una matrícula de extranjeros en todas las localidades del país donde los hubiese. Esta Real Cédula vino seguida de una Instrucción que daba precisas indicaciones para su exacto cumplimiento.

La matrícula de 1791 permite evaluar el nivel de permanencia o transitoriedad de la estancia de los extranjeros en el país, si bien sus datos sólo resultan útiles para conocer cuál era la situación a finales del siglo. Tales datos hablan de un elevado grado de permanencia y, consecuentemente, de integración de los extranjeros residentes en las ciudades de la Bahía de Cádiz. En la propia ciudad de Cádiz, el 42% de los extranjeros matriculados llevaba más de veinte años residiendo en la ciudad. El mayor grado de estabilidad correspondía a la colonia francesa (71%), seguida de italianos y portugueses (40%). Otro 24% del total de extranjeros llevaba en la ciudad entre diez y veinte años, y un 34% menos de diez. En El Puerto de Santa María, los extranjeros que llevaban más de veinte años residiendo en la ciudad eran también casi la mitad, mientras que los que llevaban menos de cinco años no llegaban al 20%. También aquí la colonia más estable era la francesa, con un 47% de sus miembros residiendo en El Puerto más de veinte años. En Puerto Real, los porcentajes son algo distintos, pero de todos modos similares: un 37% con más de veinte años de residencia, un 28% entre diez y veinte y un 35% menos de 10 años.

Es interesante también observar la relación existente entre el mayor o menor grado de integración de los extranjeros al tiempo de publicarse la Instrucción de 1791 y las diferentes opciones que tomaron de acuerdo con su tenor, es decir, la completa nacionalización, que conllevaba la renuncia expresa a todo fuero de extranjería y a la protección de cónsules o, por el contrario, el abandono de España y el regreso forzado a sus países de origen. En este sentido, los resultados no defraudan a la lógica. Como era de esperar, a un alto grado de permanencia correspondió una opción mayoritaria por la integración absoluta. En El Puerto de Santa María, por ejemplo, esta opción fue seguida por el 82% de los extranjeros residentes. Los que decidieron no jurar fidelidad al rey sujetándose a los términos de la Instrucción fueron, por su parte, el 13%, y los que fueron declarados transeúntes el 4,5%. Las mayores resistencias a la completa integración partieron de los franceses, una cuarta parte de los cuales decidieron regresar a su país de origen. Muchos menores problemas para la completa integración plantearon las restantes colonias. La opción por nacionalizarse o abandonar el país fue, en todo caso, directamente proporcional al mayor o menor número de años de residencia.

Entre los factores de integración de los extranjeros, uno de los más operativos fue contraer matrimonio en el país. Ha de tenerse en cuenta, en este sentido, que el perfil típico del inmigrante extranjero era el de un varón joven y soltero. Casarse en España era un factor que presionaba con fuerza para integrarse socialmente y para retardar o dificultar para siempre la posibilidad de regreso a la patria de origen. Llama la atención, sin embargo, a pesar del elevado promedio de años de residencia en España, el elevado porcentaje de solteros entre los extranjeros de la Bahía de Cádiz. En 1791, los casados eran en Cádiz sólo un 32% y un 38% en El Puerto, aunque en Puerto Real llegaban al 42%.

Entre los extranjeros casados puede distinguirse una cierta variedad de situaciones. Los casados con española, en primer lugar, representaban en torno a la mitad, y a ellos hay que unir otro pequeño grupo de casados también con españolas, pero de origen extranjero, es decir, pertenecientes a una segunda generación de extranjeros con residencia ya consolidada en la zona, procediendo generalmente ambas partes del mismo país. Puede considerarse este como un mecanismo eficaz de integración, pues el ingreso pleno en la vida social se llevaba a cabo de la mano de familias del mismo origen geográfico, pero con un nivel previo mucho mayor de fusión con la sociedad local. Frecuente era también el caso de extranjeros casados con extranjeras residentes. Lo común era la unión con una persona originaria del mismo país, pero tampoco es raro encontrar matrimonios entre extranjeros de distintos países. Un último grupo, minoritario, estaba constituido por extranjeros casados en su país de origen, donde permanecía la mujer, mientras que el marido emigraba. Esta emigración apunta a un carácter netamente temporal y afectaba tan sólo a un 10% de los extranjeros casados residentes en la Bahía.

La religión constituyó también un factor que facilitó o dificultó la integración. La mayor parte de los extranjeros asentados en la Bahía de Cádiz procedían de países católicos o profesaron esta religión. Un porcentaje muy alto confesaba haber vivido y protestaba morir en sus testamentos como católicos y fieles cristianos. En las matrículas de extranjeros de fines de siglo, preguntados por su religión, la inmensa mayoría declaró ser católicos, apostólicos y romanos. No obstante, hubo excepciones. Algunos de aquellos extranjeros eran protestantes. La matrícula de 1791 recoge la existencia en la ciudad de Cádiz de 126, en su mayor parte alemanes, franceses y suizos, aunque también de otras nacionalidades. Muchos esclavos musulmanes permanecieron fieles a la fe islámica. E, incluso, se detecta la presencia de cristianos ortodoxos (griegos y rusos, principalmente) y de algunos judíos.

Aunque la tendencia general apuntó hacia la plena integración de los extranjeros en la sociedad gaditana, existieron algunas excepciones. Es el caso de la colonia maltesa, que mantuvo su singularidad y sus fuertes rasgos de identidad, resistiéndose a los intentos oficiales de integración. Los malteses se distinguieron por su dedicación como mercaderes de tejidos; por su residencia discontinua, al alternar períodos de estancia en la Bahía con viajes a su tierra de procedencia y otros lugares del Mediterráneo donde adquirían sus mercancías; por el agrupamiento de sus tiendas y casas en sectores concretos de las ciudades en las que tuvieron presencia y por mantener a sus mujeres en su isla de origen, donde estas jugaban un papel activo en las estrategias económicas familiares. El enfrentamiento de intereses con los mercaderes previamente asentados en la zona provocó la promulgación de una orden de la Junta de Comercio y Moneda en 1771 por la cual, pretextando que practicaban un comercio fraudulento, se constreñía a los malteses a avecindarse como vasallos del rey de España y a traer los casados en Malta a sus mujeres en el plazo de un año. Por esta vía se intentaba una forzada igualación de los mercaderes malteses y locales, encaminada a liquidar las ventajas del comercio ejercido por los primeros y a neutralizar su competitividad. Los malteses otorgaron mayoritariamente escritura de renuncia a su fuero, pero el grado de observancia de la disposición relativa a sus mujeres fue escaso. En 1772, Juan Bautista Gavarri, agente general de la nación francesa en España, alegó la imposibilidad de cumplir la orden, “ya porque no pueden obligarlas a que pasen el Mar, ya porque en Malta ni en otra parte las permitirán salir para estos Reynos, ya porque ellas mismas resistirán dejar su Patria; y finalmente porque ellas hacen allí su comercio para ayudarse, al mismo tiempo que sus maridos lo egecutan en España”.

Debido a su alto nivel de integración social y a lo antiguo de su presencia en la zona, no parece que los extranjeros instalados en la Bahía de Cádiz sufriesen episodios de rechazo colectivo por parte de los naturales. El padre Labat, sin embargo, dejó constancia a principios del siglo, tras un incidente que tuvo en el puerto de Cádiz, de que los españoles motejaban con el apelativo de gabacho a los franceses, a quienes despreciaban. A veces, al ver sus intereses económicos amenazados, algunos grupos específicos reaccionaron contra determinadas colonias extranjeras, como ocurrió con el gremio de mercaderes de vara de El Puerto, que pleiteó contra los mercaderes malteses, que les hacían la competencia. Situación bien diferente era la que padecían los esclavos berberiscos, turcos y africanos presentes en la Bahía. Este era otro tipo de extranjeros que vivían en situación de marginalidad. A un viajero francés anónimo que estuvo en Cádiz a fines del XVII le llamaron la atención los numerosos esclavos berberiscos existentes en la ciudad, haciéndose eco de los prejuicios existentes contra ellos por su mala fama de ladrones.

 

Autor: Juan José Iglesias Rodríguez


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