Las haciendas de olivar son explotaciones agrícolas dedicadas al cultivo del olivo y la elaboración del aceite, aunque también suelen incluirse otras actividades agrícolas y ganaderas. Es en la Andalucía bética donde se impone esa denominación y donde sus edificios tienen unas características arquitectónicas propias, que las diferencian de explotaciones similares de otros ámbitos geográficos. Se localizan en un área reducida cuyos límites se sitúan a una decena de kilómetros de la ciudad de Sevilla, en la zona oleícola del Aljarafe y cuenca baja del Guadalquivir.
La denominación “hacienda”, que se usaba en Nueva España desde mediados del siglo XVI, comienza a utilizarse a lo largo del siguiente y se impone en el XVIII. Sin embargo, el origen de estas explotaciones se remonta a las alquerías musulmanas, de las que muchas conservan el prefijo buj o boj, que significa torre (como Bujalmoro, en Dos Hermanas), elemento que da apariencia de semifortaleza a unas edificaciones que surgen en tiempos de la frontera. Las haciendas de origen bajomedieval provienen de cesiones de Fernando III y Alfonso X a nobles y conventos para que hicieran convenientes asentamientos en las zonas recién conquistadas o despobladas. Otras se formaron por medio de compras de pequeñas parcelas. A fines del siglo XV, las persecuciones del Santo Oficio ofrecieron otra oportunidad para la formación de grandes explotaciones de olivar a partir de molinos y tierras expropiadas a judíos conversos condenados.
Los siglos siguientes se caracterizaron por una gran movilidad en la formación de nuevas haciendas, que aumentarán su tamaño medio por medio de adiciones, en un proceso que llega hasta fines del siglo XIX. En el siglo XVI se realizaron sucesivos repartos de pequeñas parcelas de tierras para plantarlos de heredad (olivar, vid) y por las usurpaciones de baldíos con el mismo fin, regularizadas posteriormente. En la siguiente centuria se aceleró la concentración parcelaria y las sustituciones consecutivas de los cultivos de vid y olivar, hasta imponerse definitivamente éste a comienzos del siglo XVIII, en el que las agregaciones de haciendas formarán otras mayores. El siglo XIX posibilitará los cambios de propiedad ofrecidos por las sucesivas desamortizaciones, lo que probablemente explique la inversión en nuevas plantaciones de olivos en tierras antes dedicadas al cereal y las dehesas, sobre todo en la segunda mitad de siglo. Así continuará el aumento de la extensión media de las haciendas respecto al siglo anterior, que pueden llegar excepcionalmente hasta las mil hectáreas. La crisis finisecular frenó este avance pero a comienzos del siglo XX, y sobre todo en la época de entreguerras habrá un nuevo desarrollo de la agricultura sevillana en general.
Los inventarios realizados de haciendas de olivar indican unas 300 en la actualidad, pero ese número podía ser sensiblemente mayor si nos situamos a comienzo o mediados del siglo XVIII, dado que muchas desaparecieron por la unificación de dos, tres e incluso cinco haciendas, y otras por el avance de los caseríos.
Además de la Iglesia y la nobleza, serán los hombres provenientes del comercio y los negocios quienes protagonizarán este proceso conformador de haciendas. Ya en el siglo XVI el banquero Pedro de Espinosa el Viejo invirtió en una heredad en Castilleja de la Cuesta y otra en Alcalá de Guadaira, después conocida como hacienda La Soledad. Posteriormente genoveses y flamencos invertirán en este sector, afín a sus exportaciones de aceite y lana lavada con éste, pero también lo harán hamburgueses, irlandeses y franceses, sin olvidar a los naturales castellanos.
La frecuencia con la que sus dueños estaban implicados en la exportación de aceite explica la preferencia por la gestión directa, siendo ocasional su arrendamiento incluso en el caso de la Iglesia y la nobleza. La hacienda la Pizana (Gerena), por ejemplo, adquirida por el duque de Alba procedente de los bienes incautados a la Compañía de Jesús, fue gestionada directamente por los administradores del estado de Olivares.
Las haciendas de olivar solían incluir otros aprovechamientos, en parte para autoabastecimiento, en parte como diversificación de la inversión. Los álamos se utilizaban para la viga del molino, los pinos para la edificación y los aperos. Algunas seguían manteniendo suertes de vid, otras fabricaban aguardiente que exportaban a Indias; los cítricos ocuparon cada vez más extensión, hasta incluso constituir la parte más importante del arbolado, sobre todo en las haciendas de la ciudad, incentivadas por el mercado inglés.
La fisionomía de la hacienda es monumental, a lo que contribuye la volumetría que le proporcionan la torre de la prensa, la torre mirador, las espadañas y la tapia perimetral. El siglo XVIII será el de su mayor esplendor y cuando adquiera su forma más característica, importando elementos del barroco urbano sevillano. Serán los sectores económicos antedichos los responsables de este proceso inversor, que requería un considerable capital externo a la agricultura para la mejora de la explotación y embellecimiento del edificio, pues la posesión de estas explotaciones tiene una múltiple funcionalidad. Por una parte permite la naturalización, que requiere la posesión de bienes raíces y por otra facilita el ennoblecimiento, comenzando por el reconocimiento de la hidalguía en el término en que está radicada la hacienda. Igualmente se diversifican los negocios, en este caso en un campo que no le es ajeno y que tiene menos riesgos que el comercio o las finanzas. Facilita el ahorro de impuestos, o incluso el fraude, puesto que el aceite comprado a terceros se almacenaba en sus haciendas y así se convierte en caldo de la propia cosecha, y como tal pagaba menos impuestos a su entrada en los almacenes de la calle del aceite y menos derechos aduaneros en su exportación. Permite igualmente llevarlo directamente a puntos de embarque secundarios y con menor vigilancia. Por último pero no menos importante, las haciendas son un espacio de recreo, que permite huir de las inundaciones del río, de los calores del verano y de las epidemias, además lugar de esparcimiento al que invitar a una red clientelar. Esta última circunstancia es la que modifica el edificio dando mayor importancia al embellecimiento general y el desarrollo del señorío y los jardines.
La hacienda como edificación y como unidad de explotación es un conjunto cerrado y autosuficiente. Son tres las unidades que determinan la tipología que sirve de apoyo a su aspecto formal y constructivo: la almazara donde se produce la transformación de la aceituna, las dependencias destinadas a las labores agrícolas y las dedicadas a residencia y relaciones sociales, teniendo cada actividad su propio espacio diferenciado. La edificación se articula alrededor de uno o varios patios, respondiendo a modelos tradicionales de la arquitectura civil y religiosa. El número de patios depende de la extensión del caserío y de la complejidad de las funciones que en él se realizan, pero el esquema más característico es el que se organiza alrededor de dos patios: el del señorío y el de labor.
En el patio del señorío se sitúa la vivienda principal, el señorío, que se utilizaba como vivienda familiar del propietario. Se sitúa en el ala de mejor orientación y destaca su portada refinada y los adornos barrocos, así como la presencia dominante de la torre mirador. Puede tener dos plantas y abrirse al jardín y al patio por medio de loggias con columnas de mármol. El huerto de frutales y cítricos se sitúa adjunto, herencia del pasado musulmán, como un jardín privado y cercado, por el que transcurren paseos rodeados de rosales y plantas aromáticas y adornado con pérgolas y fuentes. El oratorio se integra constructivamente en el señorío, con acceso al patio o al exterior para permitir la asistencia a los trabajadores y sus familias. Se le incorporan elementos simbólicos y referenciales procedentes de la arquitectura religiosa de la ciudad, como espadañas y portadas con frontón. Su interior puede estar decorado más o menos profusamente con frescos o azulejos.
Hay otros espacios habitables: las residencias del casero y la gañanía, amplia sala rectangular abierta al patio de labor y al campo. Se incluyen en las haciendas igualmente cuadras, pajares, cocheras, corrales, zahurdas, carpinterías y herrerías.
La almazara es la que da sentido a la hacienda. La aceituna se molía en un molino de piedra y después se pasaba a una prensa cuyo elemento principal es una enorme viga de 15-17 m. que actuaba a modo de palanca para ejercer presión sobre una pila de capazos llenos de aceitunas. La torre maciza contrapeso contrarrestaba los empujes de la viga y da el perfil característico de las haciendas que la diferencia de otros edificios agrícolas. Pueden estar rematadas con chapiteles terminados en cruz y veleta o incluso por un mirador. A mediados del siglo XIX comienzan a ser sustituidas por molinos hidráulicos y movidos a vapor o electricidad y las torres comenzaron a ser sustituidas por chimeneas. Las trojes o almacenes pueden ser de sol o cubiertos.
Se utilizan sistemas constructivos pertenecientes a la arquitectura tradicional, con materiales de proximidad. Muros de carga de ladrillo o tapial y arcos apoyados en columnas o pilares ochavados, revocados y pintados con cal con polvo de albero o de la tierra del entorno. Pero a esa sencillez se une una profusa decoración de los paramentos maestrados con estuco planchado, con esgrafiados de dibujos geométricos, plantas o puttinis y a veces frescos que representan caballos, animales exóticos o relojes de sol. El fachadismo barroco jugaba al trampantojo ocultando los ladrillos con mortero y pintaba encima ladrillos falsos, o dibujaba sillares inexistentes. A todo ello se añaden espadañas, azulejos, escudos, cartelas… Al siglo XX las haciendas llegan con un mal mantenimiento y prácticamente toda su decoración tapada con cal, al estilo de la arquitectura popular pobre de recursos. El nuevo resurgir agrícola de comienzos de este siglo permitió la reedificación de muchas de ellas con elementos procedentes del regionalismo entonces imperante en la ciudad.
Autora: Mercedes Gamero Rojas
Bibliografía
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