La escultura italiana, valorada como signo de distinción y buen gusto, llegó a casi todos los rincones de la geografía española. Ahora bien, la ciudad de Cádiz y su región fueron especialmente regadas con estas importaciones, sobre todo a partir de 1717, cuando se instaló allí la Casa de la Contratación. A partir de ese momento Cádiz se convirtió en el centro del comercio internacional y en sus calles se avecindó una importante cantidad de agentes extranjeros que influyeron decisivamente en las nuevas empresas artísticas desarrolladas durante el siglo XVIII. En lo que respecta a las obras importadas, estas fueron fundamentalmente mármoles tallados e imágenes devocionales de madera procedentes de Génova y Nápoles.

Los mármoles genoveses

A mediados del siglo XVII empezaron a llegar a Cádiz importantes portadas de mármol tallado que tenían como destino distintas casas señoriales. Una de ellas fue la de Pablo Fernández de Contreras (1647), ejecutada en Génova por Francesco Allio, otra la de Juan Martínez (1654), hecha por los primos Tomaso y Giovanni Orsolino y otra la de Diego de Barrios (1692-1706), que estuvo a cargo de Ponsonelli. Además, estas portadas solían venir en lotes, acompañadas de esculturas y fuentes.

Simultáneamente también llegaron portadas para templos, como las de San Agustín (1647) o la Catedral Vieja (1673), y alhajas para sus interiores, incluidos grandes y pesados retablos de mármoles coloreados que también eran transportados por piezas. Entre ellos algunos de los más recordados son el mayor de la Compañía de Jesús (1652), y, especialmente, el retablo de la Nación Genovesa (1671) en la Catedral Vieja, realizado por los Orsolino, cuyo éxito causó una serie de respuestas posteriores. El siguiente en importancia fue el monumental retablo mayor de la Iglesia de Santo Domingo, encargado en 1683 por don Francisco Navarro, almirante de la flota de Indias, para el que no se escatimó en recursos, pues en él habría de venerarse la Virgen del Rosario, protectora de los navegantes que cubrían la Carrera de Indias. Ejecutado por Andrea Andreoli según el dibujo de algún autor español, acoge en sus nichos imágenes también de mármol que se deben a los cinceles de Stefano Frugoni y Jacopo Antonio Ponsonelli. Por cierto que este último artista también produjo un Vía Crucis compuesto de catorce bajorrelieves en mármol que fueron colocados en la calle de los capuchinos y que actualmente están colocados en la Capilla del Cementerio y en la Iglesia de San Antonio de Cádiz.

Más significativo es el caso de Andreoli, quien llegó a regentar junto a su hermano un almacén de mármoles en Cádiz, definiéndose ambos en los documentos coetáneos como “maestros en arquitectura de mármoles” o “maestros en obras de jaspe”. La alta demanda de este tipo de piezas justificaba esta estrategia y también otros artistas empezaron a mandar obras sin que mediara ningún encargo, con objeto de que fueran vendidas al mejor postor. Un ejemplo de esto es Francesco Maria Queirolo, que en 1730 mandaba un grupo escultórico con la representación de Plutón raptando a Proserpina para “venderlas allí a mayor utilidad y provecho”.

La capilla del Cristo de la Expiración del Oratorio de San Felipe Neri, labrada entre 1719 y 1721 es una de las producciones más destacadas de entre las realizadas en el taller de Bernardo Schiaffino, donde colaboraba su hermano Francesco Maria. El comitente fue el marqués don Bernardo de Recaño, aunque luego el patronato pasó don José Luis Feduche, conde de las Cinco Torres, que completó la decoración en 1775. El crucifijo central es de madera policromada mientras que el resto de las piezas están labradas en mármol, incluyendo unos elegantes hermes-estípites.

También hay varios mármoles genoveses en el interior de la Catedral de Cádiz, concretamente el Retablo de la Asunción (1755), emplazado en la primera capilla abierta al culto en el edificio, las dos pilas de agua bendita, el relieve de Santa Catalina en la Sala Capitular y la gran escultura de la Virgen del Rosario expuesta en la cripta.

La madera policromada

Pero no solo llegaron mármoles genoveses, pues la escultura en madera policromada, tan cara a la sensibilidad española, también lo hizo en abundancia. Uno de los más activos escultores en este sentido fue Anton Maria Maragliano, del que Ratti dejó escrito que “In Spagna mandò moltissime opere, e specialmente in Cadice, ove fra el altre, che colà conservano, assai maestosa e nobile è la statua dell’Angiolo Custolde entro la Chiesa di S. Giovanni di Dio. In quelle parti vi si tengono in tanto pregio i suoi lavori ches stimasi possedere un tesoro chi alcuno ne possiede”. La famosa escultura a la que se refiere Ratti no es otra que el San Rafael de la Iglesia de San Juan de Dios, encargado en 1726 por el comerciante genovés Angelo María Necco. Rafael aparece caminando sobre una nube, representado conforme a su iconografía hospitalaria, esto es, con el escapulario de la orden, la rosquilla y el pez. Al mismo autor se le adjudican otras piezas como el Cristo de la Salud de San Fernando o la Inmaculada de las Descalzas de Sanlúcar de Barrameda.

Discípulo de Maragliano fue Pietro Galleano (h. 1681-1761), quién firmó orgullosamente su San José con el Niño (entre 1730-1733) del Convento del Carmen de San Fernando (“Pietro Galliano Scultor Genova”) como probable recurso publicitario para atraerse más encargos. Es de madera de tilo, como suele ocurrir con toda la escultura ligur.

La huella estilística de Maragliano y de Galleano se perpetuó en el tiempo gracias a la llegada a Cádiz de familiares de ambos. El hijo de Anton, Giovanni Battista Maragliano, produjo obras en la ciudad antes de trasladarse a Lisboa, y, el hermano menor de Pietro Galleano, Francesco, se avecindó en Cádiz hasta su muerte en 1753. Son obras documentadas suyas el Resucitado (1729) del convento franciscano de Cádiz y la Santa Bárbara (h. 1735) de la parroquia castrense de San Fernando.

Otros artistas que también acudieron a Cádiz ante las buenas perspectivas laborales, fueron Francesco Maria Maggio, Antonio Mollinari y Domenico Giscardi, de los que apenas se conoce obra en Italia. Del primero sabemos que ya estaba en la ciudad en 1740, cuando nació su primer hijo, y solo se le ha documentado una obra suya sin género de dudas: el Cristo de la Piedad (1754) de la parroquia de Santiago. Tuvo un coste de 3.580 reales y fue encargada por Sebastián Sánchez, mayordomo de una cofradía penitencial. No obstante, la policromía no fue del agrado de los cofrades y fue intervenida por el pintor Francesco Maria Mortola, también de origen genovés, que metió fragmentos de pergamino entre el aparejo para acentuar las llagas de Cristo. Al mismo autor, aunque en otra clave, se deben las policromías de San Servando y San Germán de la catedral, labradas anteriormente por La Roldana. En lo que respecta a Mollinari, sabemos que estaba en Cádiz al menos desde 1743 y sus únicas obras documentadas son la Sagrada Familia (1752) de San Agustín y los Ángeles lampareros (1753) de la parroquia de San Lorenzo. Por último, en la segunda mitad del siglo XVIII descolló Giscardi (1725-1805), que había llegado a Cádiz con 28 años y allí realizó la conocida Inmaculada (1774) que presidía el Sagrario de la Catedral Vieja, ahora en su retablo mayor.

Del foco napolitano también llegaron a Cádiz obras como el magnífico Ángel Custodio de la antigua iglesia castrense, la Inmaculada del monasterio de Santa María, apodada “La Preladita” o el Cristo Caído de San Agustín, todas relacionadas con el arte del genial Nicola Fumo. Gaetano Patalano (1654-1699) trabajó en el retablo de los Vizcaínos de la Catedral Vieja en 1694, tallando el relieve de la Coronación de la Virgen y las efigies de los santos vascos y navarros que luego se trasladaron al nuevo templo catedralicio. De su hermano Pietro es el San Juanito y el Niño Jesús de San Juan de la Palma. Por su parte, Giacomo Colombo hizo para los capuchinos el grupo de Santa Ana, San Joaquín y la Virgen en 1712.

Entre toda esta constelación de templos con esculturas napolitanas, destaca el de los carmelitas de San Fernando, que fueron importantes receptores de estas piezas. Dan fe de ello las aún conservadas: una Transverberación de Santa Teresa, obra de Felice Buonfiglio (entre 1757-1760), un San Fernando, una Santa Rosalía, y varios niños Jesús. Entre estos últimos destacan los llegados durante el mandato de fray Juan de los Reyes (1730-1733), que fueron elogiados en los siguientes términos: “en la estimación de los inteligentes son de lo mexor del arte de la escultura”.

Para finalizar debemos apuntar que no todo fue Génova y Nápoles, pues también se han detectado otros focos emisores de escultura como Roma. Así, en 1766 llegó a Arcos de la Frontera la talla del Dulce Nombre de Jesús de la Iglesia de San Francisco, traída por un clérigo llamado Antonio Clemente de Baena que volvía de la Ciudad Eterna.

 

Autor: Adrián Contreras Guerrero


Bibliografía

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