El 14 de octubre de 1620 se produjo el ataque de una flota de galeras turcas y argelinas sobre la villa almeriense de Adra, uno de los episodios más traumáticos de la historia de la costa del antiguo Reino de Granada. Para entender las causas, las consecuencias y el impacto de este ataque es preciso situarlo en un contexto mucho más amplio: la política norteafricana de Felipe III y el papel jugado por la frontera marítima granadina en ese marco. Desde inicios del XVII, el monarca católico había reactivado la política norteafricana de la Monarquía en el Mediterráneo, que en el último cuarto del siglo XVI había quedado relegada por el “giro al norte” practicado por su padre en política exterior. El nuevo rey, al mismo tiempo que firmaba paces con buena parte de las potencias europeas -Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas-, llevó a cabo una política mucho más agresiva contra el infiel, que se tradujo en proyectos como las fallidas expediciones de Argel -1601 y 1603-, la expulsión de los moriscos de la Península Ibérica entre 1609 y 1614 y las campañas de Larache y la Mámora. Ello implicó un incremento importante del corso turco-berberisco, que afectó esencialmente al tráfico mercante y a las poblaciones del litoral mediterráneo, dado que muchos moriscos expulsos ofrecían una información riquísima sobre las defensas del litoral y el emplazamiento de comunidades de cristianos viejos que podían ser secuestrados, enviados a Argel y posteriormente redimidos, previo pago de una importante cantidad de dinero. Por entonces, el tráfico de cautivos representaba un próspero negocio en el que participaban intermediarios y agentes de una y otra orilla.
Precisamente, una de las zonas más castigadas por los ataques del corso y la piratería era la costa almeriense comprendida entre Adra, el Cabo de Gata y Mojácar. En los años previos al asalto de 1620 se había producido una verdadera escalada de alertas por la presencia de naves enemigas en el litoral, los célebres “avisos”, remitidos por los oficiales del sistema defensivo al Consejo de Guerra. Solo algunos ejemplos: en la primavera de 1618 más de treinta embarcaciones norteafricanas habían atacado el litoral entre el Cabo de Gata y Bezmiliana, en el verano de 1619 llegaban a la Corte nuevos avisos sobre la presencia de corsarios e incidentes que afectaban a embarcaciones mercantes muy cerca de las costas almerienses y malagueñas, en febrero de 1620 cinco navíos de Berbería apresaban un mercante inglés frente a Guardias Viejas -muy cerca de Adra- y en abril de 1620 cuatro naves turcas protagonizarían una persecución tras navíos mercantes en las inmediaciones de Marbella.
A mediados de septiembre de 1620, una flotilla de siete galeras turcas, reforzadas posteriormente con naves argelinas, lanzaban un nuevo ataque sobre la isla de Ibiza y a continuación asediaban las de Formentera y Mallorca. El siguiente paso fue el desvío de catorce barcos de esa flota hacia las costas de los reinos de Valencia y Murcia, hasta llegar a las costas de Almería el 13 de octubre. En la mañana del 14 de octubre, con la posible colaboración de un morisco de la zona, la flota decidió acercarse a la desembocadura del Río Grande y atacar la villa de Adra, enclave estratégico del sistema defensivo en el que había fortaleza en régimen de tenencia y una compañía de infantería de guarnición. Ante los primeros avisos por parte de los capitanes Luis de Tovar y Pedro Guréndez de Salazar, se dio rebato general para que las milicias concejiles de las Alpujarras se movilizasen en auxilio de la villa, ya que las fuerzas profesionales eran insuficientes para afrontar un ataque de tales dimensiones. Mientras que el capitán Guréndez se hacía fuerte en un ingenio azucarero próximo, la guarnición militar liderada por Tovar, un veterano militar con servicios en la Armada, Flandes e Italia, estaba compuesta por solo 34 hombres, por lo que apenas pudo resistir ante el desembarco de 800 turcos y berberiscos que terminaron decapitando al capitán y entrando en la villa. Se crearon dos núcleos de resistencia, uno en el ingenio, integrado por los hombres de Guréndez de Salazar, y otro en la fortaleza, donde se refugiaron los vecinos y resistieron tenazmente a la espera de los refuerzos de las milicias alpujarreñas, que habían sido alertadas por el alcalde mayor. A pesar del continuo cañoneo al que fueron sometidos los asediados desde las embarcaciones enemigas durante la jornada del día 15, la llegada de unos 500 hombres armados procedentes de las Alpujarras permitió hacer frente a los corsarios, con escaramuzas e intercambio de disparos entre los asaltantes y las tropas capitaneadas por el capitán Guréndez y el alcalde mayor. Cinco días después del ataque lograron levantar el asedio, pero tuvieron que arrostrar un segundo intento de desembarco que quedó frustrado, debido a la llegada de nuevos refuerzos procedentes del marquesado del Cenete y la movilización del resto de la costa del reino.
Las consecuencias del asalto a Adra se dejaron sentir en todos los órdenes. La villa quedó prácticamente arrasada y hubo numerosas muertes. Además, el impacto del suceso fue tal, que se publicaron impresos y anónimos con la descripción de los hechos. La alarma cundió en toda la costa mediterránea y se creó una verdadera psicosis colectiva ante el temor de nuevos ataques sobre el litoral granadino, dada la facilitad con la que “el turco” podía asaltar y tomar cautivos en la costa. Se decretaron órdenes para que las localidades del litoral estuviesen preparadas ante nuevos ataques y durante los meses siguientes hubo nuevas alertas sobre la presencia de naves musulmanas en la franja que iba del Cabo de Gata a Vélez Málaga. Además, el suceso de Adra sacó a la luz importantes males y defectos estructurales en el cinturón de defensa, que ya se venían denunciando desde fines del siglo XVI: falta de coordinación, organización y armamento de las milicias concejiles que debían auxiliar a los poblados costeros en caso de ataque, importantes retrasos en las obras de reparación y mantenimiento de las fortalezas y torres de la costa, poco y mal artilladas, así como el problema secular del pago de las soldadas de la gente de guerra, con la consiguiente reducción de hombres dispuestos a servir en el sistema defensivo.
Dada la gravedad del asalto, desde Madrid se planteó la necesidad de llevar a cabo reformas y medidas para mejorar la protección del territorio. Con base en las visitas realizadas por el gobernador de la gente de guerra don Íñigo Briceño de la Cueva y el sargento mayor de milicias Juan Sánchez de Porras, se diagnosticaron los principales defectos y se remitió una relación de los vecinos de aquellos lugares que se encontraban a menos de doce leguas de la costa, con obligación de socorrer a las poblaciones marítimas, su armamento y la distancia entre ellos. A raíz de sus informes, en febrero de 1621 se decretaron una serie de medidas que tenían como objetivo reforzar la defensa y evitar nuevos asaltos como el de Adra: envío de armas y pólvora a distintas fortalezas de la costa, pesquisas para averiguar el estado material de las fortalezas más importantes del litoral y una investigación sobre el número de esclavos berberiscos huidos en el Reino de Granada, a fin de dictaminar su expulsión y alejamiento de todos aquellos enclaves comprendidos dentro de las doce leguas de la costa, pues se les consideraba informadores y espías de sus hermanos de fe del otro lado del mar. Huelga advertir que esta medida no se llevó finalmente a cabo, ya que fue ampliamente protestada por las elites y oligarquías locales de ciudades como Almería y, muy especialmente, Málaga, donde los esclavos de origen norteafricano suponían una mano de obra inestimable en el ámbito doméstico y para las tareas de carga y descarga en el puerto.
De todas las medidas, las más relevantes fueron las instrucciones del 13 febrero de 1621, dirigidas a solucionar el elevado nivel de descoordinación y falta de organización de las milicias concejiles que debían socorrer a los núcleos costeros. Se trató de regularizar un sistema de asistencia y auxilio armados en el que todas las poblaciones -ciudades, villas, lugares y alquerías- comprendidas en las doce leguas de la costa debían comprometerse en caso de ataques. Se ordenaba armar a las poblaciones marítimas y a doce leguas al interior -eso sí, a costa de los concejos locales- y se promulgaba una nueva instrucción que reforzaba la obligación que los vecinos y naturales de las ciudades, villas y lugares “marítimos” y de las doce leguas tierra adentro tenían de armarse, ejercitarse y repartirse en compañías para acudir en defensa del litoral, estableciéndose una relación exhaustiva de los núcleos de población que debían acudir al socorro de los lugares costeros más próximos cuando fuesen llamados a rebato, mediante una división en siete partidos o distritos defensivos: Vera-Mojácar, Almería, Adra, Motril-Almuñécar, Vélez Málaga, Marbella-Estepona, de los que quedaba excluida Málaga y su jurisdicción.
No obstante, ni las instrucciones de 1621 ni el conjunto de medidas que pretendían mejorar la defensa costera llegaron a tener el resultado esperado. Ello se debió, en gran medida, a lo extenso de un litoral de más de 80 leguas que era complicado defender, la escasa capacidad económica de las localidades para costear el armamento que la Corona les exigía, la falta de coordinación y adiestramiento de las milicias locales y la sempiterna escasez de recursos, que hacía imposible pagar con puntualidad a la tropa y costear las importantes obras de reparación y reedificación que numerosas fortalezas y torres vigía requerían. Como ocurría desde el fin de la guerra de las Alpujarras, instrucciones, decretos y nuevas reglamentaciones no iban acompañadas de la necesaria dotación económica para su ejecución en una frontera marítima que continuaría siendo peligrosa durante largo tiempo.
Autor: Antonio Jiménez Estrella
Bibliografía
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BUNES IBARRA, Miguel Ángel de, Políticas de Felipe III e el Mediterráneo, 1598-1621, Madrid, Polifemo, 2021.
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