Tras la ocupación del Reino de Granada por los Reyes Católicos en 1492 y la desaparición del último reino musulmán en la Península, la frontera terrestre se desplazó hacia el sur para convertirse en limes marítimo muy activo durante los siglos XVI y XVII. Por esa razón, la Corona articuló en toda su franja costera un sistema de defensa profesional -en torno a 1500 efectivos en los siglos XVI y XVII- integrado por guardas de costa, guarniciones de fortalezas y compañías de defensa de infantería y jinetes que, en caso de rebatos y ataques al litoral, debían ser auxiliados por las milicias locales de los concejos próximos y doce leguas tierra adentro. Las compañías ordinarias de infantería y jinetes -que aparecen en la documentación como soldados y peones las primeras, y lanzas, caballos o jinetas las segundas- constituían la línea de defensa más importante y dinámica de todo el sistema defensivo. Enclavadas en los núcleos poblacionales de mayor importancia estratégica del litoral, tenían encomendada la protección de un área o distrito específico y debían responder a los avisos de alertas dados por las guardas de costa, de modo que ellos, sobre todo los jinetes, eran los grandes protagonistas de los rebatos costeros y a la hora de tratar de neutralizar los asaltos del corso y la piratería turco-berberisca.
Durante los primeros años que siguieron a la conquista, el número de compañías establecidas en el territorio fue elevado. Sin embargo, con el tiempo fueron reduciéndose progresivamente, de acuerdo a la disminución paulatina del presupuesto dedicado por los Reyes Católicos a la defensa del reino granadino. Después de distintos proyectos normativos y organizativos vinculados a los vaivenes políticos ocurridos durante la crisis sucesoria y la muerte del conde de Tendilla, primer capitán general del reino, durante la primera mitad del XVI las compañías ordinarias de infantería y jinetes para la defensa de la costa quedaron fijadas en un número más o menos fijo, en torno a diez, dispuestas en una serie de partidos defensivos, bajo mando y jurisdicción del capitán general del reino que, a su vez, era titular de una compañía de cien lanzas jinetas, integrada por buena parte de sus subalternos, criados y familiares. Los distritos defensivos en los que se emplazaban estas capitanías eran, de oeste a este: Marbella, Vélez Málaga, Almuñécar, Motril, Adra, Almería y Vera-Mojácar. La excepción era Málaga y su alfoz, base de la Proveeduría General de Armadas del Norte de África y territorio con cierta autonomía de la Capitanía General, con sus propias compañías de milicias locales, bajo jurisdicción del corregidor y sin las unidades de tropa profesional que actuaban en el resto de la costa.
En el período de presencia morisca, que ocupó los primeros setenta años del siglo XVI, las compañías ordinarias de infantería y jinetes se financiaron con el servicio ordinario morisco de 21.000 ducados anuales. Debido a lo extenso de la costa, en los meses de primavera y verano, cuando arreciaban los ataques del corso y la piratería, estas fuerzas eran auxiliadas por varias compañías de guardias viejas de Castilla -entre cuatro y seis-, localizadas estacionalmente en distintos puntos de la costa y financiadas a partir de una consignación general librada directamente desde la Corte, situada en torno a 20.000 ducados anuales a mediados del XVI y que pasó por problemas estructurales y atrasos importantes. No obstante, el estallido de la guerra de las Alpujarras, la deportación masiva de los moriscos del reino y el vacío demográfico dejado en el territorio por su salida lo trastocaron todo. Se aumentó el número de compañías del sistema defensivo y las tres de guardias viejas que habían quedado operando en la costa anualmente, junto con la de cien lanzas jinetas del marqués de Mondéjar -que hasta entonces siempre había servido en la Alhambra-, se integraron en una fuerza permanente en torno a las 18 compañías. A estas compañías se añadieron nuevas cuadrillas de soldados que debían servir de refuerzo para la defensa de algunos presidios y fortalezas, especialmente en el sector almeriense, colocadas al mando, no de capitanes de compañía, sino de cabos de escuadra con menor rango militar. A partir de entonces, estos efectivos se financiarían con el dinero procedente de una consignación específica de la Renta de Población -60.000 ducados que más tarde se elevaron a 80.000-, nutrida con los bienes confiscados a los moriscos expulsados. Este esquema se mantuvo, con algunas variaciones, durante todo el último cuarto del siglo XVI y prácticamente durante todo el siglo XVII, hasta la llegada de los Borbones con el cambio dinástico y las transformaciones sufridas por el sistema defensivo durante el siglo XVIII. Todo ello en un contexto de crisis y estancamiento demográfico y económico subsiguiente a la expulsión de los moriscos, marcado por el papel cada vez más marginal que el reino granadino iba a jugar a lo largo del Setecientos en relación a otros frentes de mayor importancia estratégica y logística como la costa andaluza, vinculada al tráfico comercial con Indias y el Atlántico.
Al frente de estas unidades militares estaban los capitanes de compañía, que desempeñaron un papel primordial en el sistema defensivo. Eran los oficiales militares de mayor graduación en las villas y ciudades donde se establecieron y sirvieron de intermediarios entre la Capitanía General y la tropa del territorio para ejecutar las órdenes y administrar la jurisdicción castrense en primera instancia entre sus subordinados. A pesar de que la mayoría sirvieron personalmente sus capitanías, algunos, sobre todo ancianos, enfermos e impedidos o los que pertenecían a la mediana nobleza, fueron absentistas y delegaron sus funciones en tenientes a los que otorgaban parte de su salario. Como defendían los tratadistas militares de la época, los capitanes ocupaban un lugar clave en la estructura militar de los Austrias y en ellos debían conjugarse cualidades como la experiencia en la milicia, capacidad de organización y mando, así como la de infundir respeto y obediencia entre los integrantes de sus unidades. Muchos de estos capitanes llegaron al Reino de Granada durante el primer proceso de repoblación tras la conquista, como veteranos con experiencia en la guerra de conquista. Atraídos por las franquezas, mercedes y exenciones concedidas por la Corona, se establecieron en las principales villas y ciudades de la costa y se integraron con facilidad entre las oligarquías y grupos de poder locales y en algún caso establecieron una provechosa relación de clientela y patronazgo con los capitanes generales.
Dado que el oficio de capitán otorgaba importantes atribuciones de mando y jurisdicción y un estatus socio-profesional elevado en el marco local, la mayoría de estos oficiales trataron por todos los medios de conservar el cargo en sus familias. En efecto, varios estudios demuestran que en la mayoría de los casos las capitanías de compañías fueron patrimonializadas de hecho -no de iure– por determinados linajes. Generalmente, los titulares pedían licencia a la Corona para realizar la renuncia del oficio inter-vivos en sus propios hijos. Si la muerte sobrevenía antes de la renuncia, el heredero solicitaba el cargo alegando experiencia en la milicia y años de servicio en la costa como teniente de la compañía, con lo que se consumaba -aunque no siempre- el traspaso, que solía contar con la recomendación del capitán general del reino ante el Consejo de Guerra. En aquellos casos en que el descendiente no tenía la mayoría de edad, se usaba como recurso la cesión temporal del cargo a un pariente que, una vez alcanzada, se lo revertía, con el fin de evitar una posible pérdida del empleo. Y si no había posibilidad de transmitirlo, hubo casos -muy pocos- de cesiones de viudas a terceros o en los que algunas capitanías se vincularon a legítimas durante el casamiento, pudiendo enmascarar arrendamientos e incluso ventas privadas a las que es muy difícil seguir el rastro en la documentación porque se silenciaban.
Tras la guerra de rebelión de 1568-71 y al albur de las nuevas ventajas fiscales y suertes concedidas durante la segunda repoblación de Felipe II, llegaron como repobladores nuevos capitanes que, en un porcentaje significativo, eran oficiales veteranos con servicios en la campaña de las Alpujarras o en distintos frentes y escenarios militares de la Monarquía, como la Armada del Mar Océano, las Galeras de España, Flandes, Norte de África, Italia o Portugal. Ello se debió a que, desde Madrid, cuando las plazas quedaban vacantes por no existir renuncias previas, se priorizó el nombramiento de militares experimentados para hacerse cargo de estas compañías en una frontera marítima que durante el reinado de Felipe III vería renacer con fuerza la amenaza del corso y la piratería turco-berberisca. No obstante, una vez asentados en el territorio, la mayoría de estos oficiales reprodujeron los mismos comportamientos y mecanismos de preservación de los cargos en sus familias practicados desde inicios del siglo XVI. De este modo, los Hurtado de Mendoza en Marbella, los López Valenzuela, Valdivia, Rosales, Ágreda y Velasco en Motril y Adra, los de la Cueva, Herrera y Guevara en Almería, los Paz, Enríquez de Herrera y Valdés en Vélez Málaga se erigieron en verdaderos linajes de capitanes que traspasaron sus compañías por varias generaciones durante los siglos XVI y XVII. Su empeño por controlar los oficios, más que el cobro de un salario modesto y sometido a constantes atrasos, se debió a otros factores de mayor peso. Se trataba de cargos con una elevada carga honorífica y que otorgaban prestigio y un estatuto similar al de la hidalguía, por lo que podían ser instrumentos de ascenso social. Además, los capitanes podían obtener beneficios con la venta como esclavos de cautivos berberiscos capturados en la costa durante los ataques del corso y beneficiarse de otras prácticas fraudulentas, como la venta de plazas y sueldos en las compañías, la utilización en beneficio propio de las plazas muertas y ventajas que debían repartir entre sus subordinados, a los que solían coaccionar que les sirviesen como criados personales a costa del tesoro regio. Y no menos importante, el mando de sus unidades militares les otorgaba un notable poder coercitivo en el marco político local, donde muchos de ellos ocupaban regimientos en los concejos y podían participar del control y enajenación de los recursos y bienes del municipio.
Autor: Antonio Jiménez Estrella
Bibliografía
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