Dentro del organigrama eclesiástico del Antiguo Régimen las colegiatas ocuparon un lugar realmente destacado. Su presencia, su implantación y la utilización que se hizo de ellas como elementos de articulación territorial o de contrapeso al poder de los ordinarios hacen de esta tipología de iglesia un elemento fundamental para comprender la realidad social e institucional de decenas de villas y ciudades de la monarquía hispánica en época moderna. Estas colegiatas, además, no solo se convirtieron en elementos dinamizadores de la cultura y en mecenas artísticos, sino que sus cabildos acapararon rentas y poder, y los prebendados que les daban vida conformaron élites socioeconómicas de primer orden dentro del entramado del clero diocesano.

El mundo de las colegiatas, no obstante, ha sido difícil de estudiar por su elevado número, por su dispersión, por las diferencias que existían entre las colegiatas urbanas y las rurales, por la disparidad económica de sus mesas capitulares y por sus estadios diferenciados en cuanto a número de capitulares, prestigio o poder, entre muchas otras variables. Y esto sin contar con que algunas eran de origen medieval, otras modernas; unas se mantuvieron en funcionamiento tras el concordato de 1851, la mayoría no; las más preeminentes fueron elevadas a la categoría de sede episcopal, mientras que por lo general terminaron convirtiéndose en parroquias mayores; en algunas de ellas sus estatutos se basaron en la tradición y en las normativas diocesanas mientras que, en otras, especialmente las de fundación señorial, se daba un poder predominante al patrono.

Todos estos parámetros generales afectaron al conjunto de colegiatas españolas y, como no podía ser de otra manera, de forma particular a las dieciocho que existieron en el actual territorio andaluz. Así pues, y por señalar un elemento comparativo muy evidente, no es posible categorizar de igual manera a la colegiata de Ugíjar, que contó durante la Edad Moderna con un pequeño cabildo compuesto por un abad y seis canónigos, que a la de Osuna, con un abad, cuatro dignidades, diez canónigos y otros tantos racioneros o a la del Sacromonte de Granada, con una veintena de canonjías estipuladas.

Aunque las diferencias, obviamente, no solo estuvieron en la composición de sus cabildos, sino también en su nivel de rentas, su poder jurisdiccional o su perdurabilidad en el tiempo. De este modo, por ejemplo, Alcalá la Real se constituyó en la práctica como una diócesis con jurisdicción sobre seis parroquias, el Sacromonte de Granada tenía unas funciones claras de enseñanza y Jerez de la Frontera, por su parte, no solo sobrevivió al Concordato de 1851 sino que, incluso, en 1980, fue elevada a rango de catedral. Lo mismo sucede en cuanto a su naturaleza o el carácter de su fundación. Mercedes Castillo señala que entre las colegiatas de fundación y patronato nobiliario se encontraban las de Osuna, Olivares y Castellar. Las de Úbeda, Antequera, Baeza y Sacromonte fueron promovidas, en cambio, por obispos y cardenales, mientras que las restantes quedaron amparadas por el patronato regio. Una realidad, por lo tanto, que dificulta, como ya señalaron Barreiro y Rey, la homogenización de estas “catedrales de segundo orden”.

Sin embargo, por encima de toda esta aparente dispersión, hubo una serie de características que dieron ciertos visos de homogeneidad a las colegiatas españolas. La principal de todas ellas fue la existencia en su seno de un cabildo que, como ente colegiado, daba forma y vida a la institución y que se encargaba del engrandecimiento del culto divino en aquellos lugares que, sin ser sede diocesana, tenían la suficiente importancia como para ser merecedores de esta dignidad. Además, y no debe olvidarse, estas colegiatas suponían, de facto, la creación de entes de poder local que, muy a menudo, convulsionaron la vida interna de las diócesis por sus enfrentamientos con los ordinarios, por sus jurisdicciones especializadas o por el trato de favor que hacia ellas desplegaron algunos miembros de la alta nobleza titulada.

Es preciso mantener también esta visión cuando se analiza detenidamente la estructura sociológica del estamento clerical en las distintas diócesis hispanas durante la Edad Moderna. En todas ellas se puede observar una clara estratificación que respondía, como no puede ser de otro modo, a la propia ordenación piramidal que llevó a cabo la Iglesia católica para controlar sus instituciones. Ahora bien, la cúspide de todo ese entramado diocesano estuvo ocupada por un número reducido de personalidades, encabezado por el propio prelado y las dignidades y canónigos del cabildo catedral. A este grupo se le tenían que sumar, además, aunque en un escalón inferior, los abades y abadesas de los principales monasterios de la diócesis, así como todo ese clero que componía los cabildos de las diferentes colegiatas que existieron en cada una de las provincias. Unos cabildos que, aunque con diferente nivel de competencias, composición y atribuciones, como ya se ha señalado, ejercieron una clara influencia en el entorno en el que estuvieron asentados y se convirtieron en la fórmula ideal de contrapeso frente a la autoridad episcopal. Quizás de todas ellas sea la colegiata de Antequera donde esta condición quedó más claramente demostrada, pues fue respetada durante siglos como la institución eclesiástica más importante del obispado de Málaga solo por detrás del cabildo catedral.

Además, los núcleos donde estas colegiatas estuvieron instaladas actuaron como auténticas revitalizadoras de la comarca, constituyéndose como la iglesia de referencia para las élites locales, sustituyendo a las parroquias preexistentes y ejerciendo un poder que, en muchas ocasiones, iba más allá de lo puramente eclesiástico. Así, por ejemplo, desde 1549 el abad de la colegiata de Osuna fue reconocido por el papa Paulo III como Canciller del Colegio Mayor y de la Universidad de la propia ciudad, con capacidad, incluso, para conferir los grados de licenciatura, magisterio y doctorado.

Por todo ello, la obtención de una canonjía colegial situaba al prebendado en cuestión ante una situación social y económica realmente favorable. A diferencia de lo estudiado por Baudilio Barreiro y Ofelia Rey para el caso de las colegiatas gallegas, donde las raciones eran tan bajas que no servían como atractivo para un destino definitivo, en muchas de las colegiatas andaluzas, como la de Olivares u Osuna, los canónigos buscaban una prebenda eclesiástica que no representaba una carga de trabajo excesiva y que proporcionaba una renta nada desdeñable. Así, como acertadamente señaló A. Domínguez Ortiz, muchos de ellos no tenían obligaciones de cura de almas, no sufrían preocupaciones materiales agobiantes y, en definitiva, llevaban una existencia sosegada entre la misa, el coro y actividades más lúdicas como el paseo o las tertulias.

El nombramiento de estos canónigos, cuando no se optaba por un sistema de acceso por oposición, era una potestad que solía repartirse entre el papa y los obispos, con intervención, dependiendo de las épocas, de los señores seglares. En cambio, en las que pertenecían al Real Patronato esta regalía correspondía al rey, así como en muchas otras iglesias colegiales después del concordato de 1753.

Aunque normalmente estos eclesiásticos procedían de las élites municipales o de los hijos segundones de la nobleza local -con claro ejemplo en Antequera-, no debe perderse de vista que el acceso al clero en la Edad Moderna fue uno de los mecanismos más factibles para conseguir un ascenso social ascendente. Así, personas de orígenes humildes, formadas en escuelas de gramática, escuelas diocesanas y seminarios pudieron hacerse un hueco en esta élite social diocesana.

Los requisitos de acceso a esta categoría eclesiástica fueron muy variados, aunque podrían destacarse estar ordenado de mayores, contar con limpieza de sangre y tener formación universitaria. Era muy común y, en muchas colegiatas obligatorio, que los candidatos tuvieran estudios superiores, de licenciatura o doctorado, aunque en otras coordenadas geográficas se permitió también acceder con el grado de bachiller, ya fuera este en teología o cánones. Las exigencias, por lo tanto, podían ser mayores o menores. Por ejemplo, en el caso de que se requiriese que dos canonjías fueran ocupadas por doctores, esa condición daría un mayor rango a la propia iglesia colegial, pudiendo ser considerada esta como “magistral”, aunque fue algo que solo sucedió en dos colegiatas de toda la Monarquía, la del Sacromonte de Granada y la de Alcalá de Henares.

Lo mismo sucedía en lo relativo a las dignidades. En la de Olivares, por ejemplo, para ser abad era preciso ser sacerdote, tener más de treinta años, ser doctor en teología, llevar una buena vida, ser de fama loable y no haber sido religioso profeso.

Aun así, todos estos beneficios y prebendas fueron altamente codiciados, aunque no siempre por miembros en el mismo nivel de su carrera eclesiástica. De este modo, por ejemplo, la colegiata de Olivares contó, por lo común, con abades con una larga experiencia. Es decir, se trató de nombramientos que podían entenderse como un premio por determinados servicios o como un retiro tranquilo y digno después de una esforzada trayectoria. Fue un buen destino, por lo tanto, para la culminación de la carrera de aquellos que no estaban predestinados a una silla episcopal, pero no todos lo asumieron de igual manera, habiendo casos de aceptaciones por el mero hecho de contentar a los patronos de la institución, y eso que la prebenda llevaba aparejado el cargo de capellán del Real Alcázar de Sevilla.

En otros casos, estas canonjías y dignidades colegiales fueron aprovechadas como plataformas de ascenso o promoción a cabildos catedrales o sillas episcopales. Así, por señalar un ejemplo, el canónigo magistral de la colegiata de Antequera, Jacinto Aguayo y Chacón, fue posteriormente obispo de Cartagena de Indias y Arequipa en América, y de Osma en Castilla. En otras como la del Salvador de Granada algunos aspirantes a canónigos solían pertenecer a las élites y aspiraban a puestos dentro del alto clero, por lo que utilizaban estas instituciones intermedias como medio para comenzar su cursus honorum y solían permanecer poco tiempo en la institución. No obstante, la mayoría de las vacantes en las colegiatas andaluzas se producían por muerte de los prebendados.

Por último, es necesario señalar cómo desde estas colegiatas se ejerció un gran control sobre múltiples instituciones -colegios, universidades, cofradías, parroquias, etc.-, algo fundamental a la hora de definir al clero capitular como miembros de las élites locales y diocesanas. La incidencia que obtuvieron mediante esas prácticas entre la población de las villas o ciudades donde estuvieron instaladas fue enorme y les permitió, además, asentar su presencia en la práctica totalidad de los resortes de poder eclesiásticos.

Por ello, sin ningún asomo de dudas, e independientemente de las rentas que obtuvieran de su prebenda, aparecen en la cúspide eclesiástica de la diócesis, solo por detrás de los componentes del cabildo catedral. Conformaban una élite minoritaria dentro de todo el entramado diocesano, generalmente compuesto por la enorme, y muchas veces pobre y poco formada, masa que era el clero parroquial. El acceso a un cabildo colegial aseguraba una posición social deseada y envidiada por el resto de presbíteros -algo que se aprecia en los intentos continuados de muchos por obtener una canonjía-, a lo que se unía el hecho de contar con una dotación económica mayor y unas posibilidades de ascenso social difícilmente alcanzables de otro modo.

 

Autor: Alberto Corada Alonso


Bibliografía

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