Vinculadas a fenómenos festivo-religiosos que hunden sus raíces en la Antigüedad, las fiestas de toros resurgieron en las ciudades andaluzas en la baja Edad Media. Se impuso a partir de entonces una modalidad diferente a las antiguas manifestaciones taurinas de naturaleza popular: el toreo caballeresco, protagonizado por nobles que lidiaban a caballo. Esta modalidad se consolidó y asistió a su época de mayor esplendor en la época del Barroco. Conllevaba una apropiación de la fiesta por parte de los grupos dirigentes urbanos, que asumían el protagonismo, al tiempo que una exclusión de la plebe, reducida al papel de mera espectadora. Este tipo de espectáculos, generalmente también asociados a los juegos de cañas, en los que dos grupos de caballeros enfrentados simulaban una batalla, tenían lugar con ocasión de solemnidades y celebraciones especiales de júbilo: la proclamación de un nuevo rey, el matrimonio del monarca o su entrada en una ciudad, el natalicio de un vástago real o del heredero de una gran casa señorial, la exaltación de una señalada victoria marcial, etcétera. Constituían una oportunidad para la exhibición del poder de la nobleza local, de su valor militar y de su destreza en el arte ecuestre: el caballero, asistido por su cuadrilla de peones, se enfrentaba al toro bravo, al que daba muerte alanceándolo o clavándole rejones al quiebro en arriesgadas maniobras, emulando así gallardamente los lances de la guerra a caballo o los antiguos torneos y justas, ejercicios privativos de la nobleza.
Estas hazañas caballerescas quedaban a menudo plasmadas para su recordación en composiciones poéticas, impresas en relaciones de fiestas y sucesos de carácter laudatorio, a veces afectando un marcado barroquismo. En una de ellas, sevillana, se lee:
Un toro sacan al coso
de gran esfuerzo su talle
y sus cuernos parecían
como puntas de diamantes,
Don Fernando Ponce de León
derecho al toro se parte.
El rejón enarbolado…
Otra relación festiva exalta las celebraciones que tuvieron lugar en El Puerto de Santa María en 1637 con ocasión del nacimiento de Juan Francisco de la Cerda, heredero del duque de Medinaceli, señor de la ciudad, y futuro primer ministro de la Monarquía Hispánica. En ellas rompieron cañas dos cuadrillas de caballeros acompañados de lacayos engalanados con vistosos vestidos de colores y libreas adornadas con alamares, y se lidiaron hasta veinte toros:
Tocan clarines, todo el viento suena,
silba la gente, acógense a los pinos,
sueltan un toro, plantase en la arena
de agudas puntas, frente en remolinos,
rayo discurre, su fiereza estrena
(…)
Fuego exhalando por nariz y boca
(…)
con él se mide, su cerviz le toca
don Fernando Orejón con golpe airoso,
quiebra el rejón y sale por un lado,
vierte el toro coral, cae desmayado.
Estos espectáculos festivos tenían lugar en las plazas públicas de las ciudades, lugares de solemnidades y de representación del poder por antonomasia, que se cerraban con barreras de madera y donde el público asistente se acomodaba en balcones, ventanas y gradas levantadas para la ocasión. Servían también para ejercitar a los nobles en el arte ecuestre, a fin de mantenerlos entrenados para la guerra. Con esta misma finalidad se fundaron en el siglo XVII y comienzos del XVIII maestranzas de caballería como las de Sevilla (1670), Granada (1686) y Ronda (1707), que contribuyeron a nutrir la identidad corporativa de la nobleza integrada en ellas. La de Sevilla construyó una plaza cuadrada de madera en el Arenal, donde los maestrantes jugaban toros. A partir de mediados del siglo XVIII la Maestranza sevillana emprendió la erección de una nueva plaza de obra, origen de la actual.
El toreo caballeresco entró en regresión en el siglo XVIII a causa de distintos factores, entre los cuales el desdén que sentía el rey Felipe V, representante de la nueva dinastía borbónica instalada en el trono a partir de 1700, por los espectáculos taurinos. El componente popular recobró entonces poco a poco protagonismo. Por un breve espacio de tiempo este correspondió a los varilargueros, que eran en general conocedores y mayorales de las ganaderías vacunas que lidiaban a caballo, a imitación de los nobles, parando y desviando con largas picas a los toros, que luego eran desjarretados y matados por toreros de a pie. En algunas ocasiones se utilizaban también en estos espectáculos populares rehalas de perros que acosaban y trataban de inmovilizar a los toros para que fuesen a continuación estoqueados. También los peones fueron ganando protagonismo en una fiesta que por el momento aparecía como desordenada e incluso caótica. Algunos de los más avezados lidiadores de a pie fueron adquiriendo técnica y maestría en los macelos o mataderos de las principales ciudades, donde las reses más bravas eran capeadas antes de darles muerte para vender su carne.
Se produjo entonces un proceso de profesionalización. Los caballeros que en el siglo anterior lidiaban a caballo no cobraban por sus actuaciones. Estas formaban parte de la exhibición de sus valores morales y de la reafirmación pública de su superioridad social. Ahora, matadores, banderilleros y picadores comenzaron a actuar a cambio de una remuneración pecuniaria. Al mismo tiempo, comenzaban a surgir las primeras escuelas taurinas, como la rondeña, encabezada por Pedro Romero (Ronda, 1754-1839), y la sevillana, cuya principales figuras fueron Costillares (Sevilla, 1743-Madrid, 1800) y Pepe-Hillo (Sevilla, 1754-Madrid, 1801). En paralelo, se publicaron los primeros tratados y preceptivas de tauromaquia, como los Precisos manejos y progresos del arte del toreo de José Daza (Manzanilla, Huelva, h. 1720-h. 1785), que contribuyeron a ir fijando las reglas de los espectáculos y el orden de las corridas. Este proceso conllevó también la expansión de las ganaderías de toros bravos y el desarrollo del negocio taurino, a cargo de empresarios especializados en la organización de las corridas. Las ganaderías de bravo estuvieron en esta fase histórica de evolución de la tauromaquia en manos de los nobles propietarios de las fincas y dehesas. Así, por ejemplo, en la plaza sevillana de la Real Maestranza se lidiaron en el siglo XVIII toros de los condes del Águila, Las Amarillas, Casa Alegre, Gerena y Mejorada; de los marqueses de Casal, Casa Ulloa, Cueva del Rey, Esquivel, Gelo, La Granja, Medina, La Motilla, Nevares, Rianzuela, Rivas, Ruchena, Tablantes, Las Torres de la Presa y Vallehermoso, del duque de Medina Sidonia y de otros nobles no titulados, maestrantes, caballeros de órdenes militares, regidores y caballeros veinticuatros, según precisan García-Baquero, Romero de Solís y Vázquez Parladé.
Autor: Juan José Iglesias Rodríguez
Bibliografía
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