El baile de máscaras fue un formato que se popularizó durante el siglo XVIII para la celebración del carnaval, fiesta ancestral mucho más antigua y que revestía infinitas manifestaciones más. El origen del carnaval se remonta a la Edad Media y forma parte del calendario litúrgico cristiano, como antesala de la abstinencia cuaresmal. Previamente a la Cuaresma corresponde exacerbar la alegría y el placer de los sentidos.
Las formas tradicionales de celebrar el carnaval eran variadas según regiones, pero presentaban unos denominadores comunes. Se trataba de una de las fiestas más interestamentales, puesto que implicaba a todos los grupos sociales con la venia de la Iglesia. El período carnavalesco finalizaba el miércoles de Ceniza pero podía iniciarse con una antelación variable, prolongándose durante tres meses incluso, para alcanzar su apoteosis en los tres días previos a su expiración. Lejos de ser una fiesta paganizante, también se celebraba en los templos mediante ceremonias religiosas como la danza de los seises en la catedral de Sevilla desde 1695, que fue fundada por el caballero Francisco de Contreras y Chaves para ofrecer un desagravio por los desórdenes e inmoralidades que se cometían en el triduo de carnaval. De hecho, la cultura popular había dotado a esta fiesta de unas manifestaciones caracterizadas por la desmesura y el desenfreno en palabras y hechos, la grosería y la obscenidad, los banquetes abundantes, la violencia contra personas, animales, propiedades y peleles, la inversión de valores y papeles, la sátira social y política, las concesiones a los apetitos carnales, la música grotesca y ruidosa, los columpios, los juegos y competiciones. En otras palabras, el carnaval era el único momento del año en el que existía la posibilidad de transgredir las leyes fundamentales de la sociedad con cierta impunidad. A partir del Renacimiento se fue urbanizando su celebración, caminando hacia la teatralización a través de los desfiles burlescos conocidos como máscaras, consumando el paso de fiesta a espectáculo. Como veremos, en el siglo XVIII culminaría este proceso.
Por el contrario, el baile de máscaras fue un producto preferentemente elitista y cortesano que la Ilustración trató de difundir por la sociedad en el siglo XVIII, como alternativa menos disruptiva. Procedente de Italia, la costumbre comenzó a practicarse en Francia en el siglo XVIII con mayor asiduidad. En París, los bailes de máscaras se sucedieron y alcanzaron su esplendor a partir de la regencia del duque de Orleans (1715-1723), fase en la que el clima de libertinaje vino a suceder a la última etapa del anciano Luis XIV, caracterizada por la austeridad y la moralidad. En España, se introdujeron en el reinado de Carlos III, ejemplo de monarcas ilustrados. Durante años, el teatro profesional había sido prohibido por razones morales, de forma que los bailes de máscaras vinieron a cubrir un vacío en los teatros y en la oferta de ocio urbano. La Instrucción para la concurrencia de bailes en máscara en el carnaval del año 1767, publicada en Madrid, constituyó la primera muestra española del fenómeno, que al año siguiente se reprodujo en las principales ciudades como Sevilla, Barcelona y Cádiz. Esta propuesta ilustrada fue publicitada por las autoridades mediante reglamentos e instrucciones impresos y también publicaciones de carácter epistolar, que hoy todavía se conservan en las bibliotecas históricas. El objetivo último de la iniciativa era la educación del pueblo, la reforma de las costumbres ancestrales más irracionales, el abandono de la cultura popular.
Los bailes de máscaras se celebraban por la noche, dando comienzo a las 22 horas, y podían extenderse hasta el amanecer. Su espacio natural fueron los salones de los palacios reales y nobiliarios, pero también adquirieron el formato público, celebrándose en teatros de ópera a los que se podía acceder mediante el abono de una entrada, hasta tres veces a la semana. Se trataba de instalaciones adaptadas para muy variados espectáculos, con todas las comodidades dieciochescas. Los teatros disponían de servicio de guardarropa, varios accesos y un vestíbulo en el que apearse o esperar a los carruajes, iluminación generosa, incluso enfermería y calabozo. Las entradas se ponían a la venta por la mañana. Se elevaba el patio de butacas hasta la altura del escenario para aumentar el aforo. Avanzado el siglo XVIII bajo los auspicios de los burgueses ilustrados, este modelo fue difundido por todas las ciudades con la vocación de monopolizar la celebración del carnaval. Lejos de ser eventos elitistas, los precios eran asequibles para ciertos sectores (por ejemplo, la entrada costaba 10 reales en Sevilla en 1768) y en algunas ocasiones se arremolinaban las muchedumbres a pesar de contemplar un aforo limitado.
Los disfraces que frecuentaron los bailes de carnaval contemplaban el cambio de sexo, de edad, de nacionalidad y de grupo social. No obstante, las autoridades prohibían disfraces satíricos contra el gobierno y la Iglesia, las armas y joyas auténticas, el exceso de lujo. Incluso las telas permitidas estaban explicitadas. Aunque los disfraces de naciones y provincias eran apropiados, no debían ser trajes regionales o populares. Los más fomentados por la estética dieciochesca fueron los de la Commedia dell’Arte italiana: Polichinela, Arlequín, Pierrot, Pantalone… A falta de disfraz, había quien recurría al denominado dominó, que consistía en ir de incógnito bajo una vestidura talar con capucha. Los reglamentos de los bailes obligaban a llevar disfraz y máscara, aunque ponérsela era opcional. El anonimato permitía emprender aventuras amorosas no aprobadas socialmente, pero los desórdenes públicos eran prevenidos por el personal de seguridad pertrechado con bastones. De hecho, tan sólo se permitía dicho anonimato dentro del recinto del baile, nunca en la vía pública.
La diversión que ofrecían los bailes de carnaval abarcaba desde el baile hasta la comida. Las danzas de sociedad a la moda en el siglo XVIII eran de origen francés, tales como el minueto, la gavota, el rigodón, la contradanza y otras, y se exigía observar el decoro al danzar, lejos de la lujuria carnavalesca propia de la cultura popular. Los géneros más populares, como el bolero o el fandango, quedaban implícitamente excluidos. La música era interpretada por orquestas de músicos que sumaban hasta cuarenta individuos, situadas en varios extremos del salón. La coreografía era dirigida por una figura de autoridad, el maestro de danzar, quien tenía autoridad incluso para asignar parejas. En cuanto a los refrigerios, como tentempié de madrugada se servían bebidas no alcohólicas (agua de limón, agua clara, café, chocolate, té, sorbete, horchata, zumo, incluso caldo) y dulces, que debían ser abonados aparte.
En la práctica, esta propuesta ilustrada para la celebración del carnaval suponía que el pueblo perdiese el papel activo que siempre se había reservado, pasando a ser un receptor pasivo de cultura elitista. Por el contrario, a la burguesía se le brindaba una forma de acceder a diversiones cortesanas y hábitos nobiliarios a través de su capacidad económica. En el caso de Sevilla, aunque los primeros días la asistencia fue discreta, al final del carnaval de 1768 el éxito había sido notable. No obstante, el Asistente Pablo de Olavide, que había sido su principal promotor, fue denunciado ante la Inquisición por poner en marcha iniciativas inmorales y la prudencia le aconsejó retirar los folletos de reglamento de bailes de carnaval. La resistencia tradicionalista fue encabezada por la parte más moralista del clero, señalando que los bailes de máscaras eran ajenos a la educación, los estándares de decoro y moral locales, aun cuando el reglamento había previsto todos los detalles para no dejar espacio a la improvisación ni al desorden. En España, los bailes de máscaras de carnaval no pudieron sobrevivir a la caída en desgracia de sus creadores, los más provectos ilustrados (el conde de Aranda, el Asistente Pablo de Olavide), gozando de no más de cinco temporadas. El fenómeno no volvería a recuperarse a comienzos del siglo XIX.
Autora: Clara Bejarano Pellicer
Bibliografía
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