Andalucía vive en los años centrales del siglo XVII un difícil periodo al que Domínguez Ortiz denominó con acierto «Las alteraciones andaluzas», señalando así al amplio número de conflictos sociales que recorrieron las más diversas localidades del sur.
Fue un tiempo crítico, de convulsión social, debido a la desgraciada confluencia de la serie de elementos adversos que castigaron con fuerza a la población. Es el caso de una fatal climatología, caracterizada por ciclos de sequías frente a lluvias torrenciales, que generó el deterioro del tejido productivo, derivando en la pobreza y extensión de las hambrunas. Y a ella se le unieron las peores epidemias del siglo, con su consecuente elevada mortalidad; además de una nefasta política caracterizada por las devaluaciones monetarias y una voraz presión fiscal que profundizó aún más en la crisis. Sin embargo, hay que considerar que los hechos no se circunscribieron en exclusiva a las villas y ciudades de Andalucía, pues bajo el reinado de Felipe IV en otros sitios del corazón de Castilla se dieron varias crisis paralelas por causa de la acumulación nefasta de elementos similares y en unión con la sempiterna exigencia de hombres y dineros.
Una primera oleada de disturbios, situada entre los años 1620 y 1640, fue anuncio de la etapa crítica central, aunque en la ocasión pudo estar motivada por un carácter antiseñorial y el propósito de determinadas localidades de querer continuar vinculadas a los territorios de realengo, en defensa de las tierras comunales, y en lucha contra el estanco de los cereales y otros productos básicos en manos de la nobleza. Al poco surge una nueva tensión en la ciudad de Granada y debida a la baja del vellón del año 1642, pues la medida afectó al trabajo en la seda, se paralizaron las operaciones mercantiles, se rescindieron contratos, y muchos talleres sedeños despidieron a sus oficiales. Aquí el foco de tensión fue el sitio del Campo del Príncipe, donde se hallaba la Casa Mayor del arte de la Seda y otras para labrar el producto, pero en aquella ocasión una afortunada intervención del corregidor, rebajando los productos de primera necesidad, lograría apaciguar los ánimos.
Los años centrales son el periodo crítico para unos conflictos precedidos por la serie de catástrofes que fueron su anuncio. En un ejemplo las irregularidades climatológicas de 1647 arruinaron las cosechas y al escasear el grano se elevó la tensión, sumándose con las nuevas alteraciones monetarias, la presión fiscal, y en determinados sitios con la dureza y rapacidad de unos señores que eran los propietarios de las localidades. Es así como surgen disturbios en la zona central de Andalucía con predominio de grandes señoríos: Espejo, Carcabuey, Estepa, Ardales… señalándose el ejemplo del VII duque de Segorbe y Cardona, señor de Lucena y vinculado a la figura de don Luis de Haro, pues acapara en su comarca los frutos y productos para vender en la localidad, el trigo, vino, cebada… y también la carne, para mercadear con ellos a un precio abusivo y arruinando a los comerciantes. Además, y para agravar la situación, la Corona pretendió cobrar a los lucentinos un servicio extraordinario de 8.000 ducados, lo cual hizo estallar un violento conflicto que obligó a refugiarse en convento a los comisionados regios enviados a la localidad para la recaudación.
Las circunstancias de Lucena y otras poblaciones andaluzas son tratadas con cierta prudencia por el Consejo de Castilla, pues informa al monarca «justificando» los hechos por la presión que sufrían sus súbditos; y en su llamamiento a la calma pesaban ejemplos recientes, como lo sucesos de Cataluña o Portugal, o bien las remotas Comunidades, que aconsejaban no «encender más el fuego», aunque aconsejando lo sucedido no quedara impune. De hecho fue sugerido que el propio duque castigase con sus medios a los causantes del motín, hasta el punto que él, debido a la continuidad de los desórdenes, hizo ahorcar a algún promotor del motín. En el caso de Ardales, donde el pueblo se echó a la calle para acuñar el conocido grito de «viva el rey y muera el mal gobierno», su marquesa fue incapaz de aplacar la rebelión y tal misión, por encargo regio, recayó en Adán Centurión para evitar la extensión del conflicto a otras localidades. La respuesta del marqués de Estepa fue enviar a un centenar de vasallos armados con arcabuces, tomando sin resistencia el sitio y provocando la huida de los amotinados, ejecutando también a algunos participantes por orden del marqués.
De marzo a abril de 1647 suceden otros conflictos en la alta Andalucía y que afectan a Loja, Montefrío, Comares y las Albuñuelas, destacando la violencia del motín que sufre Alhama, hasta el punto de ser necesaria una procesión del Santísimo Sacramento con el fin de apaciguar los ánimos. Contradictoriamente, lejos de la calmar la situación, el corregidor de Granada envío a la localidad al oidor de la Chancillería Antonio de Chaves: según instrucción debía actuar «con prudencia y destreza», pero en realidad el personaje castigó con dureza a los sublevados, de modo inmisericorde ajustició a cuatro personas, confiscó bienes y motivó la fuga de muchos de los participantes en la revuelta. Hasta el punto que el rey llegó a conceder indulto a los alhameños y también los ardaleños, pues era más peligroso que los escapados pudieran convertirse en asaltantes de caminos, aunque no por ello se suprimieron los impuestos causantes de los hechos.
A siguiente año de 1648 las adversidades continúan y así la dureza del frío invierno en la costa del reino de Granada por los hielos echa a perder los azúcares de Salobreña y Motril, pero mucho más preocupante era la extensión de la peste por Andalucía, con tal magnitud que a principios de junio se ceba con Sevilla para causar «la mayor mortandad que no se ha visto en cristianos». De hecho es la crisis epidémica más grave en época barroca, que castiga con mayor dureza a la Andalucía Occidental con abundantes ejemplos de muerte: en 1649 en la capital cordobesa, según el doctor Martín de Córdoba, causa la cifra de 7.500 a 13.700 muertos, y en la hispalense su magnitud es tal que los contemporáneos citan cifras imposibles pues la Casa de Contratación informa: «pasarán de cien mil los que han muerto de tres meses a esta parte [y] muy pocas casas o ninguna ha perdonado la enfermedad».
También Granada reproduce sus problemas y transcurrido un periodo de tranquilidad afloran en ella nuevos conflictos y en aquel año de 1648 se extiende por ella el hambre. Hasta afirmar el corregidor que su Casa de la Doctrina no puede acoger «a más niños desamparados de sus padres pidiendo limosna». De hecho la alhóndiga de cereal, a la que acaparan los poderosos, eleva sus precios hasta un límite nunca alcanzado y por los panaderos plantean el grave problema del desabastecimiento que fue comienzo de una serie de movilizaciones populares en distintos puntos de la ciudad. En ellas se pedía pan y la furia se descargaba contra el huido corregidor don Francisco Arévalo de Zuazo, solicitando justicia al presidente de la Chancillería y para apoyar al nombramiento de don Luis de Paz y Medrano como nuevo corregidor granadino.
La llegada al poder local de don Luis sirvió para mediar en la situación y con apoyo popular de un nutrido sector de ciudadanos logró restablecer, no sin dificultades, la calma en Granada a cambio del control del abuso en los precios; pese a lo cual no variaron las circunstancias y el crónico problema alimentario de Granada, llegándose a extenderse, sin crédito fiable, el rumor de la preparación de un fuerte movimiento insurreccional coincidente en espíritu con los alzamientos de Cataluña y Portugal o bien la fallida conspiración del señor de Medina Sidonia. No debía ser cierta tal noticia, pero ante la alarma las autoridades tomaron severas medidas pese a no producirse el supuesto levantamiento.
Eran años de carestía y enfermedades, de nervios y confusión, en los que surge una tensión que se extendió por el territorio andaluz. Como ejemplo, la penuria de 1649 hizo necesaria la compra del cereal traído de Berbería para poder abastecer a una «inquieta» Cádiz, mientras que en la distante Vélez Blanco surgen una serie de alborotos, aunque aquí se deben a los excesivos tributos; y al poco también se disparan los precios en una Sevilla que vive un clima de tensión. Es en 1652 cuando se producen los más numerosos y graves motines, en su mayoría a causa de la inflación del vellón y la elevación sin freno de los precios, destacando las conocidas alteraciones de Córdoba, cuyo corregidor don Pedro Alonso Flórez, al que se acusa de corrupción, carece de capacidad para el buen gobierno en una ciudad dominada por la violencia, mientras que el obispo fray Antonio de Tapia será rechazado por un sector de la oligarquía local dispuesta a defender sus privilegios pues se posicionó en favor de pueblo. La revuelta cordobesa fue de una extraordinaria violencia: la ira popular, con una muchedumbre armada contra los nobles, provocó la huida de muchos caballeros y el refugio de otros en los conventos, y el clima de anarquía, no visto hasta entonces, inundó las calles y plazas. Ante la alarma, en una solución de urgencia, se llegó a celebrar una reunión del concejo y el obispo con los capitulares, creándose una Junta de Gobierno provisional que pidió al rey la elección de un nuevo corregidor en la figura de don Diego Fernández de Córdoba. El monarca accedió, pero no por ello se tranquilizó la situación y la ambigüedad de las autoridades, incluido el nuevo representante del rey, mantuvo a la ciudad en conflictos.
Tras días de revueltas, y mediante una Real Cédula de 16 de mayo, se otorgó un perdón general arbitrando fórmulas para la necesaria traída de cereal a la ciudad. A decir del propio rey: «espero que en habiendo pan cesará el tumulto», e incluso justificó a los amotinados considerando que actuaron contra él «sin intención de faltar a mi obediencia, obligados de la necesidad que les causó el hambre y falta de providencia en haber dejador sacar el trigo que para su sustento se debiera retener». Así Córdoba fue abastecida, pero en junio todavía continuaban los choques de los nobles con el pueblo, derivando la situación en una conflictiva represión por las milicias levantadas contra los rebeldes y promovidas por el corregidor. De hecho se produjo su cese, con un nuevo nombramiento para tal puesto y el consabido perdón real; pero hasta septiembre no se restableció el orden, aunque la resonancia de los sucesos cordobeses alcanzó a otras localidades andaluzas cuyos propietarios vieron con alarma el cariz de los acontecimientos.
La capital sevillana, que sufre toda una serie de calamidades en los años centrales de la centuria, también estalla para convertirse en uno de los peores conflictos andaluces. A ello contribuyó la falta de tacto del fiscal del Consejo de Castilla don García de Porres, quien llega a la ciudad a inicio de 1652 con el fin de impedir el resello clandestino del vellón. Su dureza de trato e implacable persecución, con todo tipo de tormentos de cualquier sospechoso y que llevó a la horca a alguno de los acusados, le hizo pronto ser odiado en la ciudad. Y para agravar aún más la situación, en una segunda comisión, Porres actuó a requerimiento de la Hacienda Real con la pretensión de que los mercaderes hispalenses realizasen un empréstito forzoso a la Corona, entregando su plata a cambio de la moneda de vellón, hasta el punto de incautar los libros de los comerciantes con el fin de fiscalizar sus tratos de todo tipo de mercadería. Con tal acción el descontento hacia él no solo alcanzó a las clases populares, pues muchos de los mercaderes lo rechazaron, fermentando una alteración que miraba hacia el ejemplo de Córdoba o Granada y al éxito de sus respectivas protestas.
El motín arrancó en el sitio de la Feria, que era el barrio de los tejedores, donde surge a raíz de un hecho en apariencia intrascendente: el conflicto de un panadero y un comprador, pero cuyo grave telón de fondo era la reiterada carestía. Aquella disputa pasó a mayores, sobre todo también debido a la nefasta actuación del asistente, quien perdió su autoridad. Desatada la ira una muchedumbre se hizo dueña de Sevilla, intentando capturar en el Alcázar al odiado García de Porras, quien huyó, y tratando también de asaltar la Casa de la Moneda; lograron tomar la Alhóndiga, en cuyo piso superior se hallaba la armería de la ciudad, y así se hicieron con los pertrechos para la rebelión en un momento en que incluso el asistente escapó dejando a Sevilla sin el poder de autoridades. Salvo la del regente de la audiencia y el arzobispo-cardenal, quienes trataron de abaratar el pan para sosegar los ánimos. Pero ya era poco, pues los amotinados pedían mucho más: la rebaja del vellón, el aminoramiento de tributos, el control de los cargos de regidores y jurados o la expulsión de los portugueses… y además obligando al cardenal, junto con el regente y varios caballeros, a que pregonara el perdón de los rebeldes por las calles sevillanas. La radicalización condujo a la creación de dos frentes: de un lado los amotinados, que contaban incluso en sus filas con tejedores granadinos y emisarios cordobeses, además de algún fraile; de otro el regente y el arzobispo, con el apoyo de los mercaderes y junto con ciudadanos rearmados contra los rebeldes, a los que se sumó el inesperado apoyo de las cuadrillas de delincuentes matones, bien armados, que estaban al servicio de los oscuros negocios y el contrabando controlado por mercaderes y algunos nobles, a quienes incluso se les ofreció «recompensarles» por sus servicios.
El día 25 de mayo se pregonó en la plaza de San Francisco un pregón real que fue acogido con júbilo y muchos dejaron las armas, aunque pudiera dudarse de su validez puesto que el correo de la Corte no había tenido tiempo material para poder ratificarlo, por lo que hubo quienes por desconfianza no depusieron su actitud. De hecho el auténtico perdón no llegó el día 12 de junio, y no incluyendo además a medio centenar de revoltosos, por lo que los más comprometidos se fortificaron en el barrio de la Feria donde se produjo un último asalto que con dureza finalizó con la última resistencia en Sevilla y, salvo algunos conatos menores que se mantuvieron por poco tiempo, aquí acabó el motín sevillano.
Córdoba y Sevilla fueron ejemplo de los conflictos y no las únicas ciudades alteradas, puesto que a ellos se sumaron otras múltiples poblaciones andaluzas, como fue el caso de Jerez, Ayamonte, Osuna o Palma del Río, en las que los motines también hicieron acto de presencia a lo largo de la centuria debido a las adversidades del crítico siglo XVII.
Autor: Francisco Sánchez-Montes González
Bibliografía
DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, Alteraciones andaluzas, Madrid, Narcea S.A. de ediciones, 1973.
GELABERT, Juan Eloy, Castilla convulsa (1631-1652), Madrid, Marcial Pons, 2001.
PEÑA DÍAZ, Manuel, Historias cotidianas. Resistencias y tolerancias en Andalucía (siglos XVI-XVIII), Granada, editorial Comares, 1919.