A pesar de los inmensos capitales que acumuló su burguesía mercantil, Cádiz contaba con escasas condiciones para desarrollar inversiones industriales. La ciudad estaba constreñida por la realidad de un espacio urbano intramuros muy estrecho, con una densidad de población muy alta, y no contaba con los suministros que requería la industria, empezando por el necesario abastecimiento de agua. De ahí que las instalaciones industriales que existieron se asentaran en otros lugares diferentes de la bahía.
Aun así, en el siglo XVIII se registró un conjunto de iniciativas para establecer pequeñas fábricas en la ciudad, algunas de los cuales fueron autorizadas por el ayuntamiento y otras no, debido a las precarias condiciones de salubridad de las actividades propuestas, que podían implicar riesgos para la población. La mayor parte de estas iniciativas se concentraron en el último cuarto de la centuria y en los primeros años del siglo XIX.
De este modo, en 1746 se libró un Real Despacho para que Nicolás Silvestro pusiera en marcha una fábrica de cordelería, en la que se confeccionarían cuerdas al estilo romano, con tal de que la estableciera en un paraje en el que el mal olor no perjudicase al público.
Así mismo, en 1773 se autorizó a Manuel de Reyes y José Benítez para establecer una fábrica de papel de estraza.
Dos años más tarde, en 1775, el ayuntamiento recibió un real despacho para que informase sobre la conveniencia de instalar un molino de chocolate, como pretendían Juan Magnet y Cayetano Morell. El cabildo dio su conformidad a esta iniciativa, autorizando un año más tarde, en 1776, que los citados usasen de la licencia concedida. Dos décadas después, en 1794, se otorgó también licencia a Joaquín García Urrego para establecer una máquina de moler chocolate.
La preocupación por la salud pública motivó que en 1782 se hiciera saber a los fabricantes de yeso que debían trasladar sus hornos, en el plazo de cuatro meses, al sitio de Puerta Tierra, a las afueras del casco urbano, como ya lo habían ejecutado los fabricantes de almidón de la ciudad. A pesar de la resistencia y las instancias de los propietarios, el cabildo se mostró inflexible en el cumplimiento de esta resolución. En las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada se recoge la existencia en la ciudad de cuatro molinos de yeso.
Existieron también una fábrica de curtidos en el lugar llamado del Retamar, a cargo de Alonso Masipe, y una fábrica de fideos, establecida por Bartolomé Grillo, así como varios fabricantes de peines que utilizaban astas de animales como materia prima. A mediados de siglo el número de tenerías existentes en la ciudad era de seis.
En los primeros años del siglo XIX, Nicolás Franco y José María Codevilla instalaron una fábrica de albayalde en la calle del Ángel. Sin embargo, el Ayuntamiento de la ciudad acordó que el médico titular y el procurador mayor visitasen estas instalaciones antes de dar autorización para que pudieran comenzar a fabricar. Finalmente, esta autorización fue dada en 1802.
Por el contrario, no se dio la licencia que pidió la compañía de aljameles para instalar una fábrica de clavos y herraduras en la calle de San Germán, ni tampoco se autorizó la instalación de una fábrica de azul prusia a base de sangre cuajada de vaca que solicitó Pablo Jiménez.
Además de las instalaciones citadas, hay que hacer constar la existencia en Cádiz de tres fábricas de blanqueo de cera citadas en las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada.
En conjunto, se trata de un conjunto de industrias urbanas de muy pequeña entidad, muy lejos de las posibilidades de inversión de los grandes capitales de origen comercial que propició el comercio atlántico en la ciudad durante el siglo XVIII.
Autor: Juan José Iglesias Rodríguez
Fuentes
Respuestas Generales de Cádiz para el Catastro de Ensenada.
Archivo Histórico Municipal de Cádiz, Actas capitulares.