Durante el siglo XVIII aconteció, en el contexto de la Monarquía hispánica, un sucesivo y regular establecimiento de instituciones culturales, científicas, técnicas y literarias que consolidaría la llegada de las ideas ilustradas al país. Procedentes preferentemente de Francia e Italia, estas ideas supusieron una invitación a la libertad de juicio y acción para todos aquellos individuos que asumieron la manía de pensar. Por tanto, aunque de manera tardía con respecto al resto del continente europeo, la aplicación de los principios básicos de la razón en el ámbito del conocimiento trajo consigo la institucionalización de una serie de núcleos societarios que alteraron el panorama intelectual del país.
Este nuevo escenario, en construcción durante el conjunto de la centuria dieciochesca, estuvo fundamentado en las iniciativas individuales de un grupo de personas que, amparados por sus propias experiencias vitales, así como por sus contextos familiares y sus trayectorias profesionales, promovieron actuaciones societarias, de corte científico o cultural. El siglo XVIII vio, en consecuencia, cómo personas eruditas y formadas de manera sobresaliente decidieron reunirse, inicialmente en tertulias, para con el tiempo transformar sus iniciativas particulares, siempre bajo el amparo del Estado, en Academias, Sociedades científicas, Sociedades Económicas, Gabinetes de Historia Natural, bibliotecas, archivos o centros de enseñanza.
En definitiva, un grupo de personas que pueden ser contextualizadas en un espacio conocido como “doble modernidad”, es decir, un contexto donde estos individuos se ubicaban, por un lado, en la modernidad política ocupando cargos en las instituciones gestoras del Estado administrativo, militar y financiero de nuevo cuño y, por otro lado, participaban activamente en las nuevas formas de asociación, caso de las mencionadas Academias, Sociedades científicas o Sociedades Económicas.
De manera general, estos individuos, amantes de la conversación, con gusto por el conocimiento, el saber enciclopédico, la observación, la experimentación y la enseñanza; abarcaban un interés intelectual que basculaba desde la Ciencia al Arte pasando por la Historia, la Lengua o la Naturaleza. Resultado de estos intereses fue la consolidación de unas instituciones, marcadamente insertadas dentro de los parámetros ilustrados del Siglo de las Luces, que fueron responsables de los principios modernizadores del Estado en materia científica, militar y cultural.
En este contexto emergieron numerosas instituciones que fueron referencia en el plano científico caso, por ejemplo, del Colegio de Cirugía de Cádiz (1747), el Observatorio de Marina de Cádiz (1748), el Jardín Botánico de Madrid (1750), el Colegio de Cirugía de Barcelona (1769), el Real Gabinete de Historia Natural de Madrid (1771), el Real Gabinete de Máquinas (1788) o el Observatorio Astronómico de Madrid (1790). En este mismo marco algunas instituciones, pese a su corte militar, contaban con un componente científico remarcable, caso de la Real Academia Militar de Matemáticas y Fortificación de Barcelona (1720), la Escuela de Guardiamarina de Cádiz (1717), Real Academia de Guardia de Corps de Madrid (1750) o el Colegio de Artillería de Segovia (1782). Cabe destacar, desde un plano andaluz, la relevancia de Cádiz, donde se establecieron varios de los principales escenarios científicos del conjunto de la Monarquía hispánica. Igualmente, también en el espacio andaluz, debemos recordar la Regia Sociedad Médica Sevillana, fundada en 1693, aún bajo el reinado de Carlos II.
Resultado de esta actividad académica, sustentada generalmente a través de la creación de Cátedras ocupadas en ocasiones por científicos extranjeros, fue la notable producción científica recogida a lo largo de la centuria. En este contexto, por ejemplo, podemos recordar la figura del médico Andrés Piquer Arrufat, quien desde su Cátedra de Valencia, inició una investigación mediante la disección de cadáveres; las investigaciones botánicas del gaditano José Celestino Mutis a través de su expedición científica por el Reino de Nueva Granada; la expedición del meridiano del marino sevillano Antonio de Ulloa a quien se le atribuye la primera referencia escrita sobre el platino; el descubrimiento del wolframio por los hermanos Elhuyar en el Laboratorium vergarés o las traducciones del utrerano José Marchena y Ruiz de Cueto de obras referentes de Rousseau, Molière, Montesquieu, Voltaire, Volney o Lucrecio.
Enlazando con el escenario literario, cabe realizar una mención especial para el cuerpo de academias surgido a lo largo de la centuria, todas ellas con protección real, entre las que destacamos: Real Academia Española (1713), Real Academia de la Historia (1735), Real Academia de Buenas Letras de Barcelona (1751), Real Academia Sevillana de Buenas Letras (1751), la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1752) o la Escuela de las Tres Nobles Artes (1778).
Este destacado proceso de establecimiento de instituciones intelectuales dio pie a la publicación de notables obras científicas en todos los ámbitos académicos, caso de medicina, farmacia, botánica, química, física, veterinaria, astronomía, náutica, geografía o ingeniería. Igualmente, se publicaron numerosas obras de corte humanista o artístico centradas en disciplinas como historia, derecho, economía, música o filología.
De hecho, por ejemplo, en las tertulias celebradas regularmente en Cádiz -al igual que en ciudades como Madrid o Barcelona- se reunían científicos y literatos con intereses, no sólo por la erudición y la conversación, sino también por la lectura y la escritura, particularmente sobre ciencias naturales. La tertulia literaria evidenciaba el espíritu de asociación que invadía a la República de las Letras, convirtiéndose en núcleo de proyectos literarios, como ocurrió en Sevilla con la tertulia organizada por Pablo de Olavide o con la que el Conde de Torrepalma, fundador junto a Julián de Hermosilla de la Academia de la Historia, patrocinaba en la ciudad de Granada.
En este sentido, resultó particularmente activa la vida cultural de Cádiz, donde además de contar con institutos militares la ciudad era poseedora de una nutrida colonia burguesa y extranjera demandante de actividad cultural. Cabe señalar, por ejemplo, la Asamblea Amistosa Literaria de Cádiz, una tertulia que surgió a impulsos del marino Jorge Juan Santacilia en el año 1755, cuando servía como Capitán de la Real Compañía de Guardias Marinas, para adquirir e intercambiar conocimientos con otros eruditos de la época sobre matemáticas, física, geografía, historia o antigüedades. En este contexto, es remarcable la tertulia lideraba por José Cadalso, Comandante del Regimiento de Caballería de Borbón, quien representa un ejemplo paradigmático de individuo que aúna, en una sola persona, la espada y la pluma, es decir, la vocación militar y la creación literaria. Igualmente, no debe ser silenciada la figura de José Vargas Ponce, marino, político, poeta y erudito gaditano con una destacable curiosidad intelectual que le llevó a intervenir en la redacción de nuevas ordenanzas para la Marina, así como en la reorganización de la Academia de la Historia que llegaría a presidir. Además de trabajar con Melchor Gaspar de Jovellanos, José Vargas Ponce cultivó su amistad con ilustrados como Juan Agustín Ceán Bermúdez, Joaquín Lorenzo Villanueva o Nicolás de Azara.
Unas prácticas culturales que se sustentaban en un principio básico: la sociabilidad natural del ser humano, generando espacios públicos donde consolidar un trato igualitario sin jerarquías entre los individuos y su afán por compartir experiencias comunes en torno a la literatura, la ciencia, la filosofía o la política. Estas actuaciones, consolidadas a lo largo del siglo XVIII, hunden sus raíces a finales de la dinastía de los Austrias, cuando un grupo de personas, denominados por la historiografía como novatores, se postulaban como voces críticas contra la filosofía tradicional y el atraso que, hasta esa fecha, sufría la ciencia española. Décadas después, las ideas ilustradas, con clara vocación científica, técnica y literaria, inundaron durante años una sociedad demandante de nuevos caminos que trajesen el progreso, no sólo económico, sino también social, cultural y político.
Autor: Álvaro Chaparro Sainz
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