Pese a la importancia de las mujeres en la evolución del Nuevo Mundo, los estudios sobre su participación en el fenómeno migratorio tardaron en adquirir protagonismo; aunque hoy en día las obras sobre la materia han alcanzado cierto auge, aún no son muy abundantes. Entre otros motivos, por la dificultad que conlleva dicho análisis, pues las referencias a ellas en las fuentes son muy inferiores a las relativas a los hombres; así rescatar su presencia en los documentos puede ser una tarea bastante compleja.

Sin embargo, es sabido que su papel en las tierras recién descubiertas fue de vital importancia para la formación de la nueva sociedad colonial, siguiendo los modelos de la peninsular. No fueron pocas las que se aventuraron a cruzar el Océano desde los primeros años de conquista y colonización, alcanzando sus desplazamientos el punto álgido entre la segunda mitad del Quinientos y la primera del Seiscientos.

Número de mujeres emigrantes a América por periodos según datos aportados por distintos autores. Fuente: Elaboración propia.

 

Los traslados de peninsulares a Ultramar fueron un movimiento libre; la Corona nunca obligó a nadie a llevarlos a cabo, sin embargo, tampoco dejó los territorios indianos al libre albedrio de posibles pobladores; de modo que elaboraron una amplia legislación -que fue evolucionando a lo largo de todo el periodo colonial- para regular los desplazamientos. El control del flujo migratorio fue llevado a cabo por la Casa de la Contratación y se impuso la necesidad de adquirir una licencia de embarque para poder realizar el viaje a través de los cauces legales.

La monarquía hispánica no solo impuso limitaciones referentes a los emigrantes, sino que trató de promover un tipo concreto de emigración: la familiar; así, elaboró normativas referidas al género y al estado civil de los que marchaban, reglamentando, por tanto, el éxodo femenino a Indias. 

En líneas generales, no fueron muy restrictivos con el paso de mujeres como consecuencia de las estrategias de poblamiento y asentamiento llevadas a cabo en las zonas recién descubiertas, fomentando la partida de casadas cuyos maridos fuesen colonos. En cuanto a las solteras, su emigración nunca estuvo totalmente prohibida; no obstante, se otorgaba prioridad a las primeras, entre otras cosas, para evitar situaciones de abandono en la Península a causa del olvido de los esposos desplazados.

En definitiva, los distintos monarcas nunca obstaculizaron el tránsito de mujeres al Nuevo Mundo: eran conscientes su relevancia en el proceso colonizador; de modo que establecieron diferentes mecanismos para fomentarlo.

Así las cosas, todo aquel que pretendía adentrarse en el Atlántico con destino al continente americano debía solicitar la mencionada licencia de embarque que le autorizaba a ello: se trataba del requisito indispensable para poder viajar. Dicho documento estaba compuesto por la solicitud realizada por el emigrante para desplazarse, la Real Orden que posibilitaba el traslado, una demostración de ser cristiano viejo, un permiso de la esposa -en caso de que el individuo que la solicitaba estuviese casado- y, solo en ocasiones y sin carácter obligatorio, alguna correspondencia privada como demostración de tener en Ultramar alguien que les esperaba.

Las licencias podían ser individuales, a nombre de una única persona, o colectivas, incluyendo a varios individuos: como normal general, miembros de una misma familia que se desplazaban juntos, o determinados cargos que llevaban consigo a un séquito de sirvientes. Durante el siglo XVII fueron muy numerosas los permisos colectivos, especialmente durante las tres primeras décadas: de un total de 17.637 contabilizadas para todo el periodo, 6.945 tenían dicha característica.

¿Cómo figuraban las mujeres en ellas? ¿podían ser titulares y viajar en solitario o solo insertas en estos grupos familiares? Normalmente el sexo femenino viajó dentro de colectivos, en ocasiones figurando en la licencia su nombre completo y en otras simplemente refiriéndose a ellas como hijas, sobrinas, esposas, etc; sin embargo, también hubo muchas en las que, pese a viajar como grupo, encabezaban la autorización, al pasar llevando consigo a personas dependientes. Así lo haría Jerónima Rodríguez, vecina de Sanlúcar de Barrameda, en su traslado en 1608 a México acompañada por su madre, su hermano y siete hijos, pidiendo permiso para “que en compañía de María de Medina, su madre, y de Juan de Aguilar, su hermano, pueda pasar a la Nueva España y llevar los dichos siete hijos” (Expediente de concesión de Jerónima Rodríguez, Sevilla, 1608. A.G.I., Indiferente, 2073, núm. 51).

Lo habitual era que las mujeres viajasen acompañadas, siendo constantes las recomendaciones para que así lo hicieran, debido a los peligros y problemas del viaje en solitario, como harían constar en sus solicitudes de paso; Isabel Pérez argumentaba su condición femenina, que conllevaba necesidad de protección y ayuda, para que le permitiesen partir junto a su yerno con destino a Nueva España “y llevar persona que les haga compañía y les cobre su hacienda por ser mujer y niños” (Expediente de concesión de Isabel Pérez, Sevilla en 1600. A.G.I., Indiferente, 2070, núm. 15).

Pese a todo, encontramos quienes afrontaron la aventura en solitario; el 8.58% de las emigrantes durante el Seiscientos así lo hicieron, para lo que adquirieron licencias individuales. En la mayoría de los casos se trataba de solteras que figuraban como criadas, o jóvenes y viudas que pretendían reunirse con familiares establecidos previamente que deseaban favorecerlas; asimismo lo hicieron esposas sin hijos con la intención de retomar la vida marital. Para conseguir la ansiada licencia de embarque, las mujeres argumentaban su necesidad y pobreza, reiterando, además, el hecho de ser llamadas por personas que habían viajado previamente; como demostración adjuntaban las mencionadas “cartas de llamada”.

La participación del sexo femenino en el fenómeno migratorio a América durante el siglo XVII fue muy significativa, trasladándose 10.021 mujeres; en porcentajes, un 25.12% respecto al total de los desplazados durante la centuria. En cuanto a su estado civil, el 38,51% eran solteras, 55,08% casadas y 5,81% viudas, mientras que el 0,11% pasaron como religiosas. El origen mayoritario de las emigrantes fue el andaluz (34,12%) destacando las procedentes de Sevilla (2.893 viajeras), seguidas por las nacidas en Extremadura (7,96%). Respecto a los destinos, el más escogido fue el área formada por México y Centro América, y concretamente Nueva España.

¿Cuáles eran sus oficios o profesiones? Pocas los precisaban.  Quienes lo hicieron refirieron empleos en el servicio doméstico: criadas, amas, ayudantes de cámara, amas de cría o nodrizas, camareras, mozas de cámara, mujeres de gobierno y damas de compañía.

En síntesis, en el Seiscientos abundaron las mujeres desplazadas a Ultramar. Una presencia en conexión con los altos porcentajes de migración familiar, especialmente durante la primera mitad del siglo. Muchas familias se dirigieron a Indias con la esperanza de mejorar sus circunstancias vitales y, si contaban con hijas, con la intención de lograr un matrimonio adecuado esperando encontrar mejores expectativas en aquellas tierras.

 

Autora: Palmira García Hidalgo


Bibliografía

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GARCÍA HIDALGO, Palmira, La emigración española a América en el siglo XVII. Mujeres cruzando el Atlántico, Tesis doctoral inédita, Departamento de Historia, Geografía y Antropología, Universidad de Huelva, 2021.

MACÍAS DOMÍNGUEZ, Isabelo, La llamada del Nuevo Mundo: la emigración española a América (1701-1750), Sevilla, Universidad de Sevilla, Secretariado de Publicaciones, 1999.

MÁRQUEZ MACÍAS, Rosario, La emigración española a América, 1765-1824, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1995.

MAURA KING, Juan Francisco, Españolas de Ultramar en la historia y en la literatura: aventureras, madres, soldados, virreinas, gobernadoras, adelantadas, prostitutas, empresarias, monjas, escritoras, criadas y esclavas en la expansión ibérica ultramarina (siglos XV a XVII), Valencia, Universidad de Valencia, 2005.

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