Por moneda forera se conoce el derecho real instaurado durante la Baja Edad Media y cobrado durante casi toda la Edad Moderna por parte del monarca castellano a sus súbditos en concepto del uso que los mismos hacían de la moneda legal en curso. Sustentado en la regalía y, por tanto, monopolio de la acuñación de moneda por parte de la corona, el cobro de este derecho equivalía al arrendamiento de una propiedad privada: el rey ponía a disposición de la población la moneda salida de sus cecas a cambio de recibir una determinada cantidad de dinero por parte de cada vecino (cabeza de familia) usufructuario de dicho numerario. Durante la mayor parte de su periodo de recaudación (a partir de 1452, en el reinado de Juan II), el pago se llevó a cabo cada seis años y su valor se tasó en una blanca: moneda corriente de circulación desde el siglo XV equivalente a ocho maravedíes en Castilla, las Extremaduras y las fronteras y a seis en León.
El hecho de que la moneda fuera considerada propiedad del rey implicaba, no solo el derecho y exclusividad de su fabricación, sino también la capacidad de alterar su valor. Es por ello, explica Ramón Carande, que la aceptación del pago de esta contribución al monarca-propietario por parte de sus vasallos-usuarios desde principios del siglo XIII fue tomada como una forma de comprometer al fabricante con la estabilidad del valor de la moneda, disuadiéndole de la tentación de fortalecer su erario mediante el envilecimiento del metal, mala práctica que podía debilitar seriamente la economía de las ciudades castellano-leonesas en un momento de franco despegue comercial. De este modo, la moneda forera puede ser entendida, más que como una tasa, impuesto o derecho, como un acuerdo por el que, literalmente, se vendía la moneda a los súbditos por un tiempo de modo que ya no pudiera ser alterada por el monarca.
Desde finales del siglo XI, el incremento de la actividad bélica frente al islam obligó a los reyes castellanoleoneses a pedir un esfuerzo contributivo a sus reinos, en principio extraordinario, pero que acabaría por volverse ordinario o forero, como ocurrió con la institución del petium, documentado desde tiempos de Alfonso VII, rey de León entre 1126 y 1157. En este contexto surge la moneda forera, cuya primera noticia data de tiempos del rey Alfonso IX de León (1188-1230), quien vendió la regalía a las gentes de la tierra del Duero por siete años, recibiendo por compra de esta moneda sendos maravedís.
Desde ese momento se impone la renovación de dicha venta cada 7 años, que comienzan a contarse con cada nuevo reinado. Si bien desde mediados del siglo XV se pasa a recaudar de seis en seis años, lo cual generó las protestas de las Cortes y la justificación por parte del monarca de que el año de recaudación era asimismo el primero de la cuenta del siguiente periodo. En el siglo XVI el respeto a este acuerdo parece total, lo que sin duda contribuyó a la estabilidad de la moneda hispana, como consta por la documentación generada durante los ciclos recaudatorios, de los que en algunas ciudades como Sevilla se conservan los padrones que recogían la relación de los vecinos que debían pagarla con absoluta regularidad al menos para 1518, 1524, 1530, 1536, 1542, 1548, 1554, 1560, 1566 y 1572. Tras ir perdiendo importancia en el siglo XVII, con cada vez más municipios, individuos y corporaciones exentos de pago y la pérdida de la regularidad en la frecuencia de la recaudación, la moneda forera se suprime definitivamente en 1724.
La obtención por parte de la monarquía de un beneficio económico de la regalía de fabricar moneda está documentada en dicho periodo en otros reinos peninsulares, como el de Navarra, donde dicha práctica se conoce como monedaje, mediante el cual el monarca incluso databa la duración de su compromiso de no alterar la moneda en doce años.
Al no tratarse de un impuesto, sino del arrendamiento del propio numerario, del pago de la moneda forera no quedaron exentos, al menos en un principio, los estamentos privilegiados. Esto es corroborado por los padrones de moneda forera, que relacionan a todo el vecindario de las collaciones y barrios de aquellas ciudades en las que se elaboraron, con independencia de su adscripción pechera, noble o clerical, anotando al margen uno por uno los casos de franqueza, esto es, de exención del pago de un vecino debida a la concesión de cualquier tipo de privilegio real.
Hubo desde bien pronto excepciones que conllevaron la paulatina consideración de buena parte de la población como franca, a veces de manera colectiva, abarcando incluso a territorios enteros. Así ocurrió con los vecinos de las provincias vascas, de Galicia y de Asturias desde el comienzo, si bien estos dos últimos territorios perdieron tal privilegio en 1488 y 1494 respectivamente. Numerosas localidades y señoríos se fueron sumando a la nómina de espacios francos tras negociación directa con el monarca a lo largo de los aproximadamente 500 años de vigencia de este derecho. Tampoco pagaban la moneda forera los pobres (tasados en los padrones como aquellos cuyo patrimonio, exceptuando cama, ropa y armas, ascendía a menos de 120 maravedíes). Y pronto se empezó a incluir entre los exceptuados a los hidalgos y a los clérigos, aunque esto no ocurrió en todos los lugares de Castilla por igual, lo que muestra que dicha exención, cuando se logró, fue alcanzada de manera particular por parte del linaje, del colectivo o de la población en cuestión. Ya en el siglo XVII, Sebastián de Covarrubias define en su Suplemento al Tesoro de la Lengua Española o Castellana a la moneda forera como “un tributo que se paga al rey de siete en siete años, del cual están exemptos los hijosdalgo y los demás privilegiados”. Además de los anteriores, las anotaciones marginales de los padrones nos dan pistas de cómo en cada ciudad fueron quedando al margen del pago numerosos personajes relacionados con el poder real y el patriciado urbano a través de su ocupación, como podían ser los monederos, los escribanos, los correos del rey, los jurados o incluso los médicos.
El precio pagado por la moneda forera, que fue bajo desde el principio y tendió a depreciarse por su estabilidad nominal a lo largo de las décadas, junto a la progresiva ampliación del número de vecinos exentos de pago contribuyeron sin duda a la decadencia de un derecho real cuya recaudación sencillamente dejó de ser lucrativa para la corona en la mayor parte de los casos. Ya en el siglo XVI se advierte cómo el rey centra su interés en el cobro de esta regalía (cobro que generalmente se arrendó a particulares) en territorios con mucha población y ausencia de grandes bolsas de exenciones, como el reino de Sevilla (que abarcaba grosso modo las actuales provincias de Cádiz, Huelva y Sevilla). En este, el monarca obtenía la mayor de las recaudaciones de entre los 40 distritos en los que se dividía el territorio castellano, concentrando hasta el 11% del importe total recaudado. Ello explica la importancia que la moneda forera mantuvo en Andalucía en la Edad Moderna, superior a la del resto de territorios hispanos, y el amplio bagaje documental y la calidad de este que nos ha legado la gestión de sus procesos recaudatorios. Principalmente, unos padrones de vecinos que suponen una herramienta demográfica de primer orden para el conocimiento de la sociedad andaluza en tiempos preestadísticos.
Autor: Juan Manuel Castillo Rubio
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