Con el concepto de «milicia territorial» atendemos tanto a los proyectos de milicia general que tuvieron lugar a lo largo de los siglos XVI y XVII como a los de milicia provincial del XVIII. El objetivo que perseguía la milicia territorial era obtener el beneficio que ya brindaban las milicias locales de lugares fronterizos y costeros: un ejército en el interior peninsular a un bajo coste para las arcas reales. Partimos de un contexto en el que el grueso del ejército profesional de la Monarquía se empeñaba fuera de las fronteras de Castilla. Si bien las guardas viejas de Castilla se concibieron como un ejército profesional permanente para la defensa del territorio peninsular, acabaron como un recurso auxiliar centrado en territorios fronterizos. De esta manera, quedaba un contraste notable entre una fuerte militarización fronteriza y un interior prácticamente desmilitarizado.

El primer intento de implantación de una milicia general en Castilla tuvo lugar en 1516, cuando el cardenal Cisneros aspiró a movilizar 31800 efectivos. El alistamiento era voluntario y para enganchar hombres al servicio se introdujeron incentivos como la concesión de privilegios y exenciones fiscales, una dinámica que se usará en los sucesivos proyectos planteados en época de los Austrias. No obstante, fracasó tanto por el rechazo de las oligarquías urbanas a armar a la población, temiendo abusos por parte de los milicianos, como por la fuerte oposición de la nobleza ante lo que percibió como una iniciativa que contrarrestaría su poder. A lo largo del Quinientos se intentó replantear en varias ocasiones introduciendo alicientes para la cooperación de las oligarquías locales, como un mayor grado de control del reclutamiento, la proposición de una terna para el nombramiento de capitanes y la elección de suboficiales. Los intentos no prosperaron por las resistencias en las ciudades y por el poco empeño que se ponía en que saliesen adelante desde la Corona, pues pasado el episodio de peligro que había reavivado el debate el proyecto volvía a quedar paralizado. A pesar de las quejas emitidas desde Andalucía, la predisposición a servir era mayor que en el interior de Castilla. La mayoría se concentraban en ciudades de la costa, donde ya disponían de un sistema defensivo que comprendía sus milicias locales, aunque también desde el interior, en ciudades como Úbeda, se temía por el futuro de una institución que pudiese radicalizar las banderías aristocráticas.

Cuando el proyecto de 1609 se puso en marcha fue con unas características muy parecidas a las que se pusieron sobre la mesa en 1598. El nuevo sistema convivía con las milicias locales, con diferencias importantes como tener una referencia jurídica genérica y ser un servicio militar organizado en el que se practicaban adiestramientos periódicos. Se estableció un sistema de reclutamiento voluntario y se homogeneizó el control de una institución tan dispersa e influenciada por la vida local a través de la figura de los sargentos mayores de milicias, que, como responsables de cada uno de los 21 distritos en los que se dividió Castilla, eran el nexo de unión con el Consejo de Guerra. Andalucía tuvo un papel muy relevante en el proyecto. Córdoba y Jaén eran partidos puros de milicia general del interior, mientras que en Granada se respetaron las milicias locales de su sistema defensivo y la milicia general operó en poblaciones más alejadas de la costa.

Para enganchar a los milicianos se usaron las preeminencias prometidas en 1598. Algunas suponían quedar libres de alojar a la tropa, la permisión de llevar armas, no poder ser encarcelados por deudas contraídas durante el servicio, derecho a una pensión y retiro ventajoso tras 20 años de servicio continuado, etc. Aunque las instrucciones fueron iguales para todos los partidos, la interpretación dada en cada uno a ciertos aspectos y la falta de una respuesta contundente desde la Corona permitieron que aflorasen ciertas desigualdades. A pesar de que los cabildos elegían una terna para la selección de capitanes –que aprovecharían para sí, sus familiares o clientes–, las relaciones entre los sargentos mayores de milicias, el corregidor y la regiduría no solían ser buenas, y para la puesta en marcha de la milicia era fundamental la cooperación de la elite local en los alistamientos y adiestramientos. Hubo lugares de gran potencial demográfico, como Bailén o Torredonjimeno, que no colaboraron de ninguna manera con la milicia.

El objetivo era alistar al menos un 10% de la población, pero no era fácil completar el cupo con el paso de los meses cuando muchos milicianos quedaban decepcionados y renunciaban. La raíz de su decepción tenía distintos orígenes. Algunos lo estaban por las precauciones del cabildo para repartir armas de fuego, otros por no sentir el ambiente castrense que algunos sargentos mayores prometían. Se hace preciso destacar que, dentro de la tónica general, hubo partidos y localidades donde las muestras de soldados sí evidencian continuidad y un buen estado de la milicia. Por ejemplo, la de 1632 en el partido de Jaén arrojó 1416 soldados de los 1976 totales.

Cabe también destacar que hubo casos en los que fue utilizada frente a motines populares. Por ejemplo, tenemos el caso de Motril en 1648, cuando la villa se amotinó frente a su corregidor por la falta de trigo y el propio cabildo solicitó la intervención del batallón de milicias de Granada.

Las ciudades protestaron enérgicamente contra la milicia general, pero la Corona no llegó a acabar con ella pues, aunque funcionase mal, seguía siendo una fuente de hombres armados a bajo coste. Los municipios cargaban con la mayoría de gastos de la milicia, que iban desde la compra de armas, el alojamiento, víveres, ayudas de costa a los oficiales y socorros cuando era movilizada.

Su final se precipitó con la entrada de Francia en la Guerra de 30 años. Felipe IV utilizó las milicias andaluzas hasta su desaparición en un contexto que distaba mucho de las necesidades defensivas planteadas en 1609. Así, su desgaste fue progresivo y muy notable cuando se empeñaron en el frente catalán en años sucesivos con resultados nada positivos. El desánimo de los milicianos era cada vez mayor sabiendo que año tras año servirían fuera de sus hogares, dejando desatendidos tanto sus oficios como sus familias. Este contexto planteó la disyuntiva de 1646, donde ante las necesidades militares se ofreció a las ciudades la posibilidad de financiar la guerra de Cataluña y Portugal con un pago económico en lugar de con hombres armados. Hubo varios intentos de reflotar el sistema hasta finales de siglo, donde destacamos los llevados a cabo por Carlos II, que, aunque fracasaron, fueron continuados por Felipe V.

El modelo que impulsó Felipe V en 1704 aspiraba a conseguir 50000 soldados en Castilla con un reclutamiento voluntario y unas preeminencias muy parecidas a las del siglo anterior, mientras que la oficialidad y otras ventajas recaían en una nobleza que también tenía que costear el equipamiento de la tropa. El principal motivo por el que la ordenanza no entró en vigor fue por el contexto bélico de la Guerra de Sucesión, que hacía muy difícil ponerla en práctica de manera paralela al uso de las milicias locales y disuadía de alistarse.

Se replanteó sin éxito desde 1719, hasta que en 1733 entró en vigor la ordenanza que creó las milicias provinciales. La milicia territorial pasó a tener una legislación más completa, dejó de ser concebida solo para la defensa peninsular y se proyectó su papel como reserva del ejército profesional. 33 regimientos (14 en Andalucía) de 700 efectivos debían ser reclutados por sorteo, lo que causó rechazo en ciudades privilegiadas, y adiestrarse trimestralmente. Los milicianos eran compensados económicamente durante los tres días que duraba el adiestramiento, mientras que el sargento mayor y sus ayudantes sí percibían salario regular. El armamento lo costeaba la Corona y el vestuario los pueblos de la provincia. Las bases sentadas en 1734 se modificaron con los años hasta que, en 1766, Carlos III promulgó el Reglamento de Milicias.

Se ampliaron hasta 42 los regimientos, pero en Andalucía cuatro fueron eliminados, lo que dejó una proporción más equilibrada que en la ordenanza anterior donde casi aportaba la mitad de regimientos. Para su exclusiva financiación se introdujo una imposición de dos reales sobre la fanega de sal. La periodicidad del adiestramiento disminuyó y quedó fijado como anual, durante 13 días, para que no se interrumpiesen repetidamente las labores productivas. En cuanto a su empleo, las milicias provinciales de Andalucía estuvieron activas en episodios como la Guerra de Sucesión Austriaca y jugaron un papel importante en la Guerra de los Siete Años, además de en distintos cercos y asedios a lo largo de la centuria. El calado de los conflictos y el cumplimiento del papel que se les había asignado llevó a valorar positivamente una institución que rendía así a bajo coste, aunque siempre tuvo sus detractores. Desaparecieron durante la Guerra de Independencia al ser declaradas tropas de línea en 1810. Cuando fueron reorganizadas en 1814 destacaron por su irregularidad hasta su definitiva disolución en 1867.

 

Autor: José Antonio Cano Arjona


Bibliografía

CONTRERAS GAY, José, Las milicias provinciales de la Corona de Castilla en la Edad Moderna (1598-1766), Granada, Tesis Doctoral inédita, 1992.

CONTRERAS GAY, José, Las milicias provinciales en el siglo XVIII. Estudio sobre los regimientos de Andalucía, Granada, Instituto de Estudios Almerienses, 1993.

JIMÉNEZ ESTRELLA, Antonio, “Las milicias en Castilla: evolución y proyección social de un modelo de defensa alternativo al ejército de los Austrias”, en RUIZ IBÁÑEZ (coord.), Las milicias del rey de España. Política, sociedad e identidad en las Monarquías Ibéricas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2009, pp. 72-103.

MARTÍNEZ RUIZ, Enrique, Los Soldados del Rey. Los soldados de la Monarquía Hispánica (1480-1700), Madrid, Actas, 2008.

THOMPSON, I.A.A., Guerra y decadencia. Gobierno y administración en la España de los Austrias, 1560-1620, Barcelona, Crítica, 1981.

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