La lucha de las grandes potencias por el control de los mares en la Edad Moderna, tanto comercial como militarmente, generó un enorme empuje en la actividad constructiva naval, fruto de ello fue la gran diversidad tipológica de naves que aparecieron en la época. En el caso de España la tradición constructiva de buques era importante desde tiempos medievales y fueron los astilleros de la cornisa cantábrica los que inicialmente tuvieron una mayor actividad, aunque a medida que avanzaban los siglos encontramos astilleros que van a tener su sede en las nuevas tierras americanas como los de Guayaquil o, más tardíamente, los de la Habana, entre otros. Estos buques, sobre todo los destinados a la Flota de Indias y a la Armada, ya en época Moderna, gozaban de un detalle identificativo en sus proas: una figura llamada mascarón, que ejercía de emblema y de talismán.

Este figurón se usó desde tiempos muy remotos, teniendo un origen prácticamente desconocido, pues fueron muchas las culturas y civilizaciones que usaron esta ornamenta para fines diversos en sus barcos. Los griegos, por ejemplo, adornaban sus proas con imágenes de sus dioses y diosas veneradas, sobre todo diosas, pues el vocablo “barco” o “nave de mar” en griego clásico es femenino, literalmente la traducción griega de barco es βάρκα; también eran adornadas las proas con hermosos animales, pues era habitual que al botarse el barco se celebrara un ritual en el que se sacrificaba un animal cornudo para con su sangre rociar la proa de la nave, y esto derivó en tallar la cabeza del animal sacrificado y colocarlo en la proa, todo ello con un motivo siempre apotropaico. La referencia más antigua que existe sobre un mascarón de proa son Las Argonáuticas de Apolonio de Rodas, de época helenística, que nos describe el madero parlante de Dodona que llevaba la nave Argo en su expedición a la Cólquide. Los egipcios sin embargo llevaron en sus proas su emblema nacional: la flor de loto, y Roma tuvo naves con un cocodrilo adornando la proa o la cabeza de la diosa Minerva. En cambio, en las civilizaciones del noroeste europeo, los vikingos presumían de una cabeza de serpiente o monstruo marino como mascarón, cuya función era amedrantar al enemigo y proteger la nave de posibles enfrentamientos y problemas, con esa imagen propia de la serpiente de Midgard, conocida como Ragnarok, que ronda la tierra hasta el día de la batalla del fin del mundo según la mitología nórdica.

A grandes rasgos podemos clasificar el uso de estas figuras en cuatro posibles funciones:

  • Un carácter puramente apotropaico para otorgar buenos augurios y bendecir así a la nave y a su tripulación en todas sus travesías, por lo que, a lo largo de la Edad Moderna, nos vamos a encontrar con mascarones con formas de vírgenes, de santos, de cristos, y de ángeles.
  • Un carácter ofensivo que se relaciona con conflictos bélicos, ataques, e invasiones cuya función ejercida sería la de amedrantar e intimidar al enemigo.
  • Una tercera función sería la mera identificación de la nación a la que pertenece la nave, como fue, por ejemplo, el famoso león rampante que van a lucir las naves de la Real Armada española a partir del siglo XVIII. Cabe destacar que, siendo este figurón característico de España, nos vamos a encontrar con esta misma escultura en las proas de las embarcaciones del resto de Armadas o buques reales de las diversas naciones que conforman Europa, desde la francesa, inglesa u holandesa hasta la danesa.
  • Y una última función u objetivo sería simplemente la de adornar y decorar la nave, hecho que atiende a la moda y los estilos vigentes de la época.

Por lo general,  el mascarón de proa hacía referencia al nombre del navío, por lo que no resulta difícil para un historiador imaginar qué tipo de mascarón adornaba a las proas de los navíos castellanos desde la Edad Media, dado el marcado catolicismo que caracterizó a los territorios de la corona castellano-aragonesa: figuras de santos, de patrones, de vírgenes o de ángeles, vinculados en su mayoría con sociedades y pueblos marineros, y que cumplían una función protectora frente a los azotes de la peligrosa mar. Aunque en la Modernidad y fruto del Renacimiento, van a aparecer mascarones de dioses romanos como es el caso de la galera La Real, en tiempos de Felipe II, capitaneada por Don Juan de Austria, y que en el extremo de su espolón lucía un dorado Neptuno en posición de ataque elevando su tridente y sentado sobre un delfín, he aquí un ejemplo de un uso del figurón con fines ofensivos. Sin embargo, durante casi todo el siglo XVIII, tanto España como otras potencias marítimas europeas, lucieron en sus buques de guerra y navíos Reales un mascarón cuya figura se correspondía con un león rampante, acechando con sus garras, y coronado. En el caso de España, como en el resto de potencias, ello respondía a unas Reales Ordenanzas Navales determinadas, dictadas para que todos los buques de Estado lucieran el mismo emblema y fuesen reconocidos, pero existieron excepciones, como la del navío Santísima Trinidad, construido en el astillero de La Habana y que tuvo por mascarón original la figura del arcángel San Miguel portando un casco, una espada y un escudo como significado de la eterna victoria del bien sobre el mal. Otras excepciones fueron los casos de la fragata Diana, cuyo mascarón representaba a una Diana cazadora, propia de la mitología griega, tallada en marfil; o del navío de línea español llamado Montañés, el cual reflejaba en su mascaron un hombre con atributos propios de los montañeses. El Santísima Trinidad fue reparado en los astilleros gaditanos de La Carraca en el año de 1769 pero desconocemos si en esta reparación se procedió a cambiar su mascarón original por el león rampante.

Durante la segunda mitad del siglo XVIII, los mascarones de proa clásicos fueron sustituidos paulatinamente por los blasones heráldicos de los soberanos, es decir, un escudo por mascarón que representaba a cada Casa Real o nación a la que perteneciese el navío. Esto se traduce en una escultura de menores proporciones que los grandes figurones, tallada en madera y también policromada, barnizada, o pintada íntegramente en dorado.

El material usado para la talla de estas esculturas era la madera de pino y de roble que por sus cualidades resistían mejor los embistes de la mar, la sequedad y decoloración del sol, y el paso del tiempo. También existieron mascarones tallados en marfil, ya así se evitaba la podredumbre. De marfil, por ejemplo, era el mascarón de la fragata Diana, antes mencionada, o el mascarón del navío español Neptuno, que era, como su propio nombre indica, un dios Neptuno semidesnudo, de pie sobre un monstruo marino, y alzando su característico tridente. Este marfil provenía de elefante, de orca, de cachalote, de morsa, de hipopótamo, o de jabalí verrugoso, aunque también es posible que hubiese mascarones elaborados con material óseo o incluso conchas. Con respecto a la pintura aplicada a los mascarones, éstos eran polícromos, pero en los buques de Estado se estableció que el león rampante debía pintarse por entero de color dorado cada dos años.

La llegada del siglo XIX supuso cambios drásticos tanto en la manera de pilotar una embarcación como en las formas y estructura de las mismas. La razón de ello es bien conocida: la aplicación de la máquina de vapor a la navegación. En un periodo inicial, existieron embarcaciones fluviales a vapor que portaban esta figura pero los cambios en la morfología de las naves hicieron que éste dejase de usarse ya que fueron desapareciendo las proas de violín y los baupreses.

 

Autora: Lydia Pastrana Jiménez


Bibliografía

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