Mª Magdalena Carrillo de Albornoz y Antich, II Duquesa de Montemar era sevillana y aunque gran parte de su vida estuvo viviendo en tierras andaluzas fue en Madrid, ciudad en la que establecería su residencia años después, donde llegó a jugar un papel muy significativo en la sociedad de la época poniendo las bases de una Asociación de Caridad con el fin de proporcionar ayuda a las presas de las cárceles madrileñas. Su filiación paterna determinó su nacimiento en el Viso del Alcor el 27 de octubre de 1707, donde estaba instalada su familia en razón del cargo desempeñado por su padre, a la sazón coronel jefe del Regimiento de Caballería del Ejército de Andalucía. Fue la tercera hija de Joseph Carrillo de Albornoz y Montiel y de su esposa Isabel Francisca de Antich y Antich (1680-?).
Pertenecía a una familia nobiliaria donde tradicionalmente los personajes masculinos habían desempeñado importantes tareas militares para la Monarquía. Su abuelo, José Carrillo de Albornoz, I Conde de Montemar, había cumplido destinos militares en Flandes, Italia y norte de África. Su padre, Joseph Carrillo de Albornoz y Montiel (1735-1747), siguiendo esos pasos, había llegado a desempeñar numerosos cargos militares logrando una brillante carrera hasta llegar a Capitán General y Mariscal de campo de los reales ejércitos. Su destacado papel en tierras italianas durante las campañas realizadas en el curso de la Guerra de Sucesión polaca, obtuvo los éxitos militares que permitieron la reconquista española de Nápoles y la entronización del infante don Carlos al frente del reino, lo que le hicieron merecedor del título ducal de Montemar, concedido por Felipe V en el año 1735, con la Grandeza de España de primera clase. En años sucesivos siguió desempeñando importantes cargos al servicio de la monarquía, asumiendo la titularidad de la Secretaría de Guerra entre 1737 y 1741 en que se le ordenó tomar bajo su mando el ejército que se disponía a intervenir en Italia en la Guerra de Sucesión de Austria; los reveses militares que sufrieron sus tropas durante esas campañas provocaron su caída y alejamiento del poder, encontrando refugio en su encomienda de Moratalla. Magdalena fue testigo del ostracismo en que transcurrió su vida desde entonces, hasta su fallecimiento en 1747, sin haber recibido en su funeral los honores militares que le correspondían; no obstante, gracias a la rehabilitación de que fue objeto por parte de Carlos III Magdalena pudo trasladar sus restos a la capilla de San Joaquín, situada en la Basílica del Pilar de Zaragoza, donde ostentaba el patronato desde febrero de 1761, según reza la escritura de fundación.
El 31 de agosto de 1729, cuando tenía veintidós años, contrajo matrimonio en la Puebla de Cazalla con José Lorenzo Dávila y Tello de Guzmán (1710-1750) III conde de Valhermoso, Teniente General de los reales ejércitos y Caballero de Calatrava, miembro de una familia que también había obtenido el título nobiliario en 1738 como concesión directa de Felipe V, aportando una dote de 220.000 reales. Fruto del matrimonio fueron un hijo, que falleció prematuramente, y dos hijas. María Josefa (1730-1785), heredera de los títulos familiares, III duquesa de Montemar y IV condesa de Valhermoso, casada con Joaquín Lorenzo Ponce de León y Baeza (1731-1807), VII marqués de Castro-monte VI marqués del Águila, IX marqués de Montemayor y IV conde de Garcíez. La otra hija, María Francisca ( ¿?-1808), contrajo matrimonio en el año 1753 con Alonso Ignacio Verdugo y Castilla Ursúa Lasso de la Vega (1706-1767), III conde de Torrepalma al que sobrevivió, y en segundas nupcias con su primo Antonio Buenaventura Ricardos Carrillo de Albornoz (1727-1794), conde de Truillas. Ambas estuvieron siempre muy unidas a su madre; de hecho, María Francisca, siguiendo sus pasos, tendría una participación muy activa en la Asociación de Caridad.
Para entender la actividad pública desarrollada por Magdalena hay que tener en cuenta dos rasgos de su personalidad que la definen: por un lado, su profunda religiosidad que se plasmaría en una conducta orientada a la ayuda a los necesitados y, por otro, su solidaridad y empatía por las mujeres, sobre todo por las que se encontraban en situaciones de vulnerabilidad a causa de la pobreza u otras circunstancias que les había conducido a la marginación y la delincuencia. Buena prueba de su sensibilidad hacia los desvalidos de cualquier tipo fue su ingreso en septiembre de 1747, junto a su hija María Francisca, en la Congregación de Esclavos y Esclavas de San José, fundada en el madrileño Convento de Agonizantes, de padres clérigos regulares. Este convento había sido erigido hacia 1720 por el Marqués de Santiago, Francisco Rodríguez de los Ríos, con el objetivo de ofrecer auxilios espirituales a los enfermos del Hospital General. Su experiencia en dicha congregación debió mostrarle la realidad en que discurría la vida de mucha gente, especialmente la de las mujeres pobres y privadas de libertad, hasta el punto de volcarse en su ayuda tratando de aliviar tan adversas condiciones de vida, y comenzar sus visitas a las presas de la Galera.
En efecto, comprobar la realidad de las duras y lastimosas condiciones en que se hallaban las mencionadas presas, sometidas a cepos, grillos y otros castigos físicos si no observaban el comportamiento adecuado; observar su falta de limpieza, andando todo el día desaseadas y andrajosas; constatar las graves carencias que tenían tanto en la alimentación y la higiene como en la ropa y en el mobiliario; su hacinamiento en cuartos insalubres, sin que se tuviera en cuenta la diferencia de edad, el estado civil ni la categoría de los delitos y/o pecados cometidos, hirieron su sensibilidad, llevándole a tomar una iniciativa al respecto. De esta manera, a mediados de los ochenta, con el firme propósito de aliviar sus vidas, se puso en contacto con el presbítero del Oratorio del Salvador, Pedro Joseph Portillo rogándole que les hiciera misiones religiosas a fin de consolarlas espiritualmente y aliviarlas en su desgracia, iniciando una costumbre que sería bien acogida por las galerianas. Sin embargo, Magdalena se percató muy pronto de la complejidad del problema y de que iniciativas individuales como la suya eran claramente insuficientes.
Así fue como empezó a pensar en crear una organización que trabajara de forma sistemática con las presas, que contara con una serie de personas que estuvieran dispuestas a ofrecer su ayuda, su tiempo y su dinero, y que pudiera obtener fondos económicos suficientes para acometer los gastos necesarios. Su primer paso consistió en contactar con “algunas señoras distinguidas por su virtud y circunstancias” que comenzaron a visitar asiduamente la Galera con el fin de enseñar a las reclusas a leer y realizar algunas labores manuales, así como a inspirarles “el amor a la virtud y al honesto trabajo”, observando que “el origen de su desgracia había sido la ociosidad y la miseria”. El siguiente paso fue elevar al conde de Floridablanca una solicitud oficial, acompañada de muestras de labores e hilazas elaboradas por las reclusas, donde se explicaba la situación en que se hallaban las mujeres recluidas en los distintos establecimientos de la Corte así como la conveniencia de crear una Asociación orientada a paliar las tristes condiciones en que se hallaban. La solicitud incluía también un borrador de las Constituciones donde se exponían los objetivos: “cuidar de las pobres de la Galera instruyéndolas en las obligaciones Cristianas, y en aquellas labores que en adelante puedan hacerles subsistir; el ir a las cárceles, entrar en aquellas tristes habitaciones en donde yacen otras miserables a quienes la justicia tiene encerradas interim se le sustancian sus causas; el consolar a las unas y a las otras, y aliviarlas su miseria suministrándoles trabajo con que ganen para socorrer su necesidad y desnudez”, y “reformar las mujeres malas inspirándolas el aborrecimiento al vicio, y el amor al trabajo honesto, haciéndolas así útiles al Estado”.
En efecto, el 22 de febrero de 1788 se aprobaba oficialmente la Asociación de Caridad establecida en esta Corte por varias señoras para el cuidado y asistencia de las pobres de la galera, Cárcel de Corte y de la Villa, dotándose de sus correspondientes Estatutos que fueron aprobados el 7 de mayo de ese mismo año comenzando su andadura con nueve mujeres, teniendo en ella un papel relevante su hija la condesa de Trullás. Su muerte, acaecida en noviembre de 1790 le impidió presenciar los logros conseguidos por la asociación por la que tanto había luchado.
En sus disposiciones testamentarias había expresado su voluntad de ser enterrada con el hábito de Nuestra Señora del Carmen en la bóveda de la iglesia del Convento de Capuchinos de la Paciencia de Madrid hasta que su cadáver pudiera ser trasladado a la capilla de San Joaquín del Pilar de Zaragoza, donde estaba enterrado su padre. A pesar de los numerosos títulos nobiliarios que poseía dejó estipulado que su entierro debía hacerse pobremente, sin pompa ni novenario, con la celebración de cuerpo presente por su alma e intención y cuatrocientas misas rezadas. Las mandas forzosas las dejaba para la redención de cautivos, los Santos Lugares y los hospitales General y de la Pasión de la Corte, de los que siempre había sido benefactora.
Autora: Gloria Ángeles Franco Rubio
Fuentes
Archivo Histórico Nacional. Consejos. Libro de Gobierno 1378.
Archivo Histórico Nacional. Consejos. Libro de Gobierno 1379.
Archivo Histórico Nacional. Consejos. Legajo 1501, Exp. 33.
Archivo Histórico Nobleza. BAENA, C.77, D. 36-38.
Archivo Histórico Nobleza. BAENA, C.364. D.42-60 y D.110.
Archivo Histórico de Protocolos Notariales. T. 24835, folios 529-532.
Bibliografía
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