La Inquisición fue instaurada en España en 1478, con la bula pontificia de Sixto IV, siendo su objetivo prioritario la persecución de los judaizantes. Con el paso del tiempo sus funciones se fueron ampliando, afectando, como es sabido, a toda clase de desviación en la fe y a los delitos considerados atroces y enormes. Entre ellos, los más comunes, la bigamia, la sodomía y la solicitación en el confesionario, pero también la hechicería, la blasfemia o la brujería.
Esta institución, como no podía ser de otra manera, fue traslada también a los territorios americanos, aunque presentando algunas características particulares como consecuencia de las distintas dinámicas existentes en la zona. Los principales tribunales del Nuevo Mundo, los de México y Perú, fueron creados en 1570 a través de una cédula real emitida por Felipe II. Su funcionalidad en el continente estaría clara: preservar la pureza de una fe cristiana que acababa de ser introducida, siendo unos de sus principales cometidos los islamizantes, judaizantes y herejes; de hecho, aquel que no fuese cristiano viejo no tenía permitido el paso a las colonias.
La práctica inquisitorial novohispana no tenía jurisdicción para actuar sobre los indígenas, siendo los españoles, criollos, mestizos y mulatos objeto de su competencia. De ahí la relevancia de las castas. Con el tiempo, la expansión lógica del mestizaje incrementó la competencia del tribunal. Gran importancia tendría, además, su actuación respecto al sexo femenino, ya que no solo se buscaba mantener la ortodoxia católica; también se trataba de salvaguardar un determinado orden social, razón por la cual en los territorios americanos el control de las mujeres fue considerado más necesario, incluso, que en la Península.
Un acercamiento al tema de las mujeres y la Inquisición novohispana nos lleva a presentarlas en dos frentes: bien en su papel de testigos, bien en el de acusadas del propio tribunal. En cuanto a la primera circunstancia, se vieron involucradas, especialmente, en las acusaciones donde sus testimonios fuesen básicos, como ocurría con los casos de solicitación en el confesonario, aunque no escasearon las ocasiones en las que sus testificaciones fueron desestimadas pues, a pesar del deber de delación, su palabra solía tener menos valor que la del varón -recordemos que eran consideradas inferiores- y más si quien las desacreditaba, para su propia defensa, era el sacerdote confesor: los inquisidores tendían a creer en su palabra.
Pese a la supremacía del sexo masculino en el número de procesados por el Santo Oficio, la relevancia del género femenino se fue haciendo patente con el paso de los siglos; en la Península, mujeres ilusas, alumbradas o visionarias. En América, los delitos relacionados con temas de supersticiones cometidos por mujeres presentaron algunas características particulares respecto a los de la Península, ya que en ellos influyeron las tradiciones indígenas y su conocimiento sobre las hierbas medicinales.
Para conocer las relaciones entre el sexo femenino y la Inquisición en Nueva España son fundamentales las fuentes conservadas en el fondo de la Inquisición del Archivo General de la Nación de México, donde se custodia multitud de procedimientos inquisitoriales relacionados con el tribunal novohispano. Si bien es cierto que no todos los procesos se encuentran completos, hallamos datos de interés referentes a tipos de acusaciones, número de testigos o tiempos de carcelería.
Fueron numerosas las mujeres españolas juzgadas por el tribunal novohispano; así, no pocas se vieron involucradas en los procesos inquisitoriales; en realidad, en ellas recaía una doble “vigilancia”: la que afectaba a su propia condición de mujeres y la relacionada con sus delitos de fe. Ahora bien ¿cometieron o participaron en estos delitos? Sus motivos pudieron ser muy variados, predominando quienes lo hicieron en base a las circunstancias o el fracaso que rodeara su estancia en las colonias, al buscar alternativas vitales que desembocaron, inevitablemente, en este tipo de actuaciones; como ejemplo, la venta de remedios, milagros o hechizos -una forma de ganarse la vida- las convertía en hechiceras; una actividad común, teniendo en cuenta además que sus servicios podrían ser muy solicitados al tratarse de una sociedad en esencia supersticiosa.
La variedad delictiva era amplia: hechicería, bigamia, supersticiones, brujería, ilusionismo, idolatría, blasfemia, curandería, proposiciones o “embustería”, entre otras causas. Los procedimientos más numerosos fueron los referidos a los tres primeros delitos mencionados; las bígamas, por ejemplo, incrementaron su papel a lo largo de los siglos, casi siempre como alternativa de subsistencia al ser abandonadas por los cónyuges, contrayendo segundas nupcias, haciéndose pasar, obviamente por solteras o viudas. En territorios tan amplios, en los que el control eclesiástico se hacía difícil, la bigamia fue recurso exitoso, siendo los procesos la punta de iceberg de un fenómeno que debió ser más abundante; pero también la huida de las mujeres, ante situaciones de malos tratos propició un nuevo comienzo en otros espacios, a la busca de la figura masculina que la mantuviese y amparase. A lo largo del siglo XVII, las españolas acusadas de este delito en Nueva España constituyeron un porcentaje del 9% respecto al total de los procesos incoados contra ellas por distintos motivos.
En menor proporción, fueron acusadas por blasfemias o hechos heréticos: dudar de los misterios de la Santa Fe, por ejemplo, o extraer la sagrada forma tras la comunión, entre otras manifestaciones de rechazo a la eucaristía. Tales conductas e ideas fueron especialmente perseguidas, ante la necesidad de afianzar una evangelización que todavía se mostraba frágil. Del mismo modo, encontramos mujeres acusadas de judaizantes, al observar en ellas comportamientos no habituales entre los católicos. Posiblemente en relación con la inmigración de portugueses en los tiempos de unión de las monarquías.
No solo las españolas fueron juzgadas por el tribunal novohispano, también portuguesas o inglesas. Sirvan de ilustración los casos de María Francisca de Not y de María de la Concepción. En el primero de ellos se trataba de una viuda inglesa apresada por luterana, cuya práctica procedía de la fe familiar; su sentencia condenatoria recordaba las penas usuales. Entre ellas, la abjuración de levi: “abjura formalmente de todos los errores de la secta lutherana que ha seguido, y los reconoce como herrores abominables, y abraza, quiere y recive la Santísima Fe Católica” (Proceso de reconciliación de María Francisca Not, 1750. Archivo General de la Nación de México, Inquisición, vol. 932, expediente 39 y 46). La segunda, natural de Portugal, y gitana, había sido acusada en 1668 por practicar la brujería y hechicería (Proceso contra María de la Concepción por brujería y hechicería, 1668. Archivo General de la Nación de México, Inquisición, vol. 1502).
Todas estas actividades que llevaron a las mujeres a ser juzgadas por la Inquisición nos permiten visualizarlas en la esfera pública, algo nada sencillo si tenemos en cuenta las funciones y los espacios reservados para ellas durante la Edad Moderna. Sus prácticas, lógicamente, estuvieron constantemente perseguidas por tratarse de elementos que podían desestabilizar el orden y las ideas establecidas.
Autora: Palmira García Hidalgo
Bibliografía
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