Por milicia concejil o local entendemos a aquella fuerza que, sin ser profesional y con un mayor o menor grado de adiestramiento, es llevada a participar en acciones militares tanto ofensivas como defensivas. Provenían de una misma jurisdicción y, sin ser esa su ocupación principal, tomaban las armas por un tiempo determinado, volviendo a sus labores habituales cuando finalizase el servicio. Si bien sus características más elementales quedaron ya estipuladas desde las Siete Partidas, encontramos distintas especificidades en estas formaciones en función de su lugar de origen. El motivo de lo anterior radica en dos aspectos: la desigualdad entre ciudades en el Antiguo Régimen en función de sus privilegios y la capacidad de negociación de su cabildo con la Corona u otras instituciones a las que quedase supeditado en materia militar. Además, en Andalucía podemos distinguir entre dos modelos de milicias locales: las del litoral y las del interior.

Las milicias costeras tenían su razón de ser en las necesidades defensivas frente a los asaltos de pequeñas flotas o de ataques más contundentes, como los de Cádiz en 1596 o 1625. Con una finalidad exclusivamente defensiva, partían de la idea de que los naturales tenían que ocuparse de la defensa de su propio territorio. Repartidas por todo el limes marítimo, eran movilizadas ante peligro de rebato costero y, aunque gozaban de cierta autonomía, lo habitual era que fueran coordinadas por el capitán general del reino de Granada o el capitán general de Costas de Andalucía. Por otro lado, las milicias del interior se ubicaban en ciudades alejadas de la costa. Algunas, como las de Granada o Sevilla, debían su existencia tanto a su potencial demográfico como al hecho de ser ciudades cabeza de partido y su relativa proximidad a la costa. En el caso de los reinos de Jaén y de Córdoba, prestaban servicio en condiciones muy concretas por su tradición militar y la debida obediencia al capitán general –que a menudo se reiteraba en sendas cédulas reales enviadas a sus concejos–. En estos casos, sus milicias no solo participaron en acciones defensivas, sino que en episodios como la Revuelta Mudéjar, la Jornada de Mazalquivir o la Guerra de la Alpujarra fueron movilizadas para presentar batalla o cerrar el cerco de una plaza. No obstante, lo más frecuente era que fuesen enviadas como socorro por peligro de rebato costero.

A diferencia de lo que ocurrió con la milicia general o las milicias provinciales, no tendremos un cuerpo legislativo que dé uniformidad a las distintas compañías que se formaron a lo largo de toda la Edad Moderna. Su tamaño era desigual y el número de vecinos no siempre fue un factor determinante para estipular con cuántos milicianos tenía una ciudad la obligación de servir. En este sentido, mientras que en la costa todos los naturales hábiles tenían la obligación de tomar las armas, para las milicias del interior podemos hablar de servicios en función de la costumbre, y es que, a pesar del crecimiento demográfico que buena parte de las ciudades andaluzas experimentaron en el Quinientos, sus milicias locales siguieron aportando un número similar de soldados a los que enviaban a principios de siglo (salvo excepciones como la Guerra de la Alpujarra). Mientras ciudades como Sevilla o Granada podían aportar varias compañías de soldados, otras más pequeñas fijaron su contribución en una sola compañía de 50 o 100 milicianos. Aunque pueda parecernos una cifra pequeña, suponían un importante añadido a la guarnición de un punto estratégico que estuviese en peligro para colaborar en su defensa.

Cuando salían fuera de su ciudad de origen percibían un socorro, que les era entregado de manera irregular, para sustentarse mientras durase el servicio; un tiempo en el que desatendían sus labores en el campo, negocios, etc. Además, dado que la mayoría de acciones eran defensivas, tampoco existía el incentivo del botín de guerra para alistar aventureros.

En cuanto a los dirigentes de estas milicias, los regidores no solían perder la oportunidad de ponerse al frente de sus compañías como capitanes. Más allá del pago económico que recibiesen, perseguían el prestigio que otorgaba el cargo y aprovechaban la oportunidad de marcar la diferencia no solo frente al común de los vecinos, sino ante otros hidalgos que podían ser llamados a combatir como un caballero más junto al resto de los pecheros.

La formación y el reclutamiento de la milicia concejil comenzaba desde que se recibía la alerta de peligro. No podemos hablar de un único modelo dada la espontaneidad de su formación y el funcionamiento heterogéneo a lo largo de las villas y ciudades. Ni el grado de control que ejercían las autoridades locales sobre su milicia era igual ni lo eran aspectos como la voluntariedad u obligatoriedad del mismo. Tanto para las milicias del interior como para las del litoral el aviso solía provenir de la autoridad militar competente (capitán general). Una vez recibido, en cabildo se designaban algunos regidores y jurados como comisarios encargados de constituir la milicia de la ciudad y gestionarla. Era habitual que el alguacil y un escribano asistiesen a estos comisarios en sus tareas, que iban desde la organización de un alarde, si el tiempo de respuesta lo permitía, hasta su disolución.

El alarde permitía evaluar el estado en el que se encontraban los milicianos, entregar armas y comprobar su estado. En las milicias del interior, si no se elegía a los vecinos mejor preparados en función del alarde, lo frecuente era reclutarlos por parroquias o sortear el servicio. En todos estos casos encontraremos resistencias a formar parte de la milicia. Si bien en la costa el objetivo de defender sus hogares influía en la disposición de los vecinos para tomar las armas, en el interior se percibía como un auténtico impuesto de sangre el tener que dejar las labores habituales, armarse y recorrer largas distancias. Algunas formas de resistencia eran no presentarse a los alardes, esconderse, la deserción –el día de salida de la compañía, por el camino o en su destino– o el intento de quedar eximidos por haber servido recientemente, privilegio, pobreza, enfermedad, etc. En casos en los que la milicia se enfrentaba a un verdadero peligro, como la Guerra de la Alpujarra, incluso dentro de la regiduría hallamos casos manifiestos de resistencia para no servir como capitanes de la milicia local.

La financiación de la milicia, desde los socorros para la manutención de la compañía hasta la compra de armas y su mantenimiento, corrían a cargo de la población de origen. A lo largo de la Edad Moderna hubo varios mecanismos para afrontar estos gastos, devenidos de negociaciones de la elite local con los capitanes generales o el propio monarca, que intentaban mantener el equilibrio entre minimizar los gastos y la prestación de un servicio eficaz. Algunas de estas negociaciones se materializaron en la concesión de nuevos impuestos, la reducción de hombres con los que se debía servir o del tiempo de servicio e incluso el pago a las milicias del interior. Ante casos apremiantes, se buscaba que la milicia saliese socorrida de la ciudad de origen y no era extraño recurrir a prestamistas.

Tanto los socorros como las pagas mencionadas se recibían de manera irregular y la dotación teórica casi siempre sobrepasaba el numerario real que recibían los milicianos. Lo anterior se debía tanto a las deserciones acaecidas durante el servicio como a que se incumplía el plazo de los pagos y no se ponían al día más adelante. Ello redundaba en que algunos milicianos llegaban a endeudarse para poder mantenerse.

La milicia concejil estuvo activa en Andalucía durante los siglos XVI, XVII y buena parte del XVIII. Su papel en la defensa de la costa, salvo en asaltos de gran envergadura como los de 1596, 1625 o 1704, en plena Guerra de Sucesión, radicó sobre todo en una labor disuasoria de las pequeñas escuadras del corso.  A lo largo de su existencia rodearon a la institución distintos debates sobre la idoneidad de su existencia. Desde luego, el aspecto que salía a colación con más frecuencia era el temor por el peligro que podía suponer armar al pueblo, algo que siempre argüían los detractores de la milicia. Quienes confiaban en su valor como un recurso eficaz, o al menos económico, intentaron paliar esta crítica mediante medidas de mayor control sobre las armas que se entregaban o la proposición de nuevos proyectos que diesen una vuelta de tuerca al modelo.

Tras la Guerra de Sucesión y el descenso de la actividad bélica solo quedaron activas las milicias locales de Cádiz y de la costa del reino de Granada. Estas milicias pervivieron incluso tras la creación de las milicias provinciales de 1734, pero vieron su fin con la creación de las milicias urbanas en el reinado de Carlos III, cuando quedó desmantelado el sistema defensivo tradicional de la red de vigías, atajadores, etc. La milicia urbana tenía como objetivo reforzar la defensa de la costa y de las fronteras peninsulares, se constituía con voluntarios y, desde 1767, sus milicianos quedaban exentos del sorteo de las milicias provinciales.

 

Autor: José Antonio Cano Arjona


Bibliografía

CANO ARJONA, José Antonio, Las milicias locales del reino de Jaén en el siglo XVI: Úbeda, Baeza, Jaén y Alcalá la Real, Granada, Trabajo de Fin de Máster inédito, 2020.

CONTRERAS GAY, José, Las milicias provinciales en el Siglo XVIII. Estudio sobre los regimientos de Andalucía, Granada, Instituto de Estudios Almerienses, 1993.

JIMÉNEZ ESTRELLA, Antonio, “Las milicias en Castilla: evolución y proyección social de un modelo de defensa alternativo al ejército de los Austrias”, en RUIZ IBÁÑEZ (coord.), Las milicias del rey de España. Política, sociedad e identidad en las Monarquías Ibéricas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2009, pp. 72-103

JIMÉNEZ ESTRELLA, Antonio, Poder, ejército y gobierno en el siglo XVI. La Capitanía General del Reino de Granada y sus agentes, Granada, Universidad de Granada, 2004.

TEJADO BORJA, Rafael, “Guerra y milicias en el Siglo de las Luces”, en Cuadernos dieciochistas, 21, 2020, pp. 197-233

Visual Portfolio, Posts & Image Gallery para WordPress