Como es sabido, la Inquisición fue un tribunal de fe y costumbres creado por los Reyes Católicos en 1478 siendo Papa Sixto IV para vigilar la pureza de la religión católica, deviniendo pronto en un instrumento poderoso de la monarquía para el ejercicio de su autoridad, y como tal actuaría hasta su disolución en 1834, al contar con la interesante virtualidad de comprender a todos los súbditos bajo su jurisdicción. Superando el antecedente medieval de la Inquisición pontificia, la española de la época moderna –el Santo Oficio- fue un medio más para que los monarcas lograran su máximo religioso sin hueco para las disidencias que amenazaran la estabilidad y la salud del cuerpo social, mostrando así un carácter más nacional y civil que su predecesora.

Creada en la creciente hostilidad contra los judíos de la España bajomedieval, su historia reproduce de alguna forma los tres focos principales de su interés a lo largo del Antiguo Régimen, desde los conversos –inicialmente y en los primeros tiempos, de los que se desconfía y se duda de la pureza de su conversión, de musulmanes y, sobre todo, de judíos, que considera por ello judaizantes- y los herejes, por el luteranismo y el alumbradismo, del Quinientos, a los lectores peligrosos del Setecientos, pasando por los seguidores del maligno y sus artes en la hechicería y brujería del Seiscientos. Contó para su vigilancia y erradicación con un corpus bien engrasado al que dirigía el Consejo de la Santa, General y Suprema Inquisición –la Suprema-, presidido por el Inquisidor General, del que dependían los diversos tribunales existentes en toda la geografía española y americana, creados paulatina y progresivamente desde comienzos del siglo XVI y que en su momento de máximo esplendor y apogeo serían los de Sevilla, Córdoba, Granada, Cuenca, Toledo, Madrid, Valladolid, Llerena, Santiago, Logroño, Murcia, Valencia, Zaragoza, Canarias y Barcelona, esto es, en todos los reinos de la monarquía. En cada uno de dichos tribunales podían hallarse uno, dos o tres inquisidores nombrados por el Inquisidor General, fiscal, notario, secretario, calificadores, consultores, alguacil y otro personal subalterno; a los que se sumaban los indispensables familiares de la institución, seglares o eclesiásticos –estos casi siempre en el medio rural-, “ojos y oídos” del tribunal al que prestaban su ayuda en cuantos cometidos les encomendaba.

Teóricamente sostenida por la Corona a nivel económico, en la práctica procuró autofinanciarse recurriendo a multas, confiscaciones o inversiones pensando en lograr interesantes rendimientos, lo que no consiguió porque la Inquisición siempre tuvo sus cuentas en precario por su elevado número de gastos –empleados de los tribunales, alto coste de procesos y autos de fe, abono del tercio real a las haciendas real o señorial, según correspondiese-, pero situación que compensó con su fuerte y rápida ascensión social por la generalizada solicitud de estatutos de limpieza de sangre para el ingreso en muchas y muy diversas entidades de la España moderna. También siempre estuvo detalladamente regulado el proceso inquisitorial, la actuación de los tribunales inquisidores, así como el auto de fe, la demostración pública más impresionante del poder inquisitorial y modo de reparar la majestad divina lesionada por el mal y el pecado.

Estamos, pues, ante una institución amplia y profundamente estudiada y conocida por la historiografía especializada, su origen, organización y funcionamiento, trayectoria, incluso su influencia en el desarrollo del pensamiento en España, lo que ha generado posiciones a favor y en contra, si bien últimamente las posiciones son más ponderadas y buscadoras del equilibrio ecuánime. Por ello, siempre supone un revulsivo, un soplo de aire fresco, encontrar un cierto cambio de perspectiva en su exploración, que persigue invertir el clásico planteamiento del estudio institucional –o socio-institucional- y ubicar a la Inquisición en el discurrir diario de la sociedad moderna –en este caso, la cordobesa del Antiguo Régimen-, o al manejo de interesantes conceptos que permitan entender mejor sus acciones y atribuciones en aquel ámbito, como “sociedad del control”, en vez de su habitual interpretación como “control de la sociedad”. Tal propuesta de inversión y de renovadora mirada inspira las líneas que siguen.

La Inquisición surge en Córdoba en 1482, un año antes que en Jaén y solo cuatro después de la ya indicada fecha de su fundación general, y en plena ofensiva ortodoxa y antisemita. Diez años después su tribunal ya integra los territorios recién conquistados de Málaga y Granada, aunque esta situación se modificó hacia 1526 cuando el tribunal inquisitorial de Granada se consolida también en los territorios de los obispados de Almería, Guadix, Málaga y las abadías de Antequera y Baza, y Jaén desaparece como distrito para unirse al de Córdoba. En 1533 el tribunal cordobés del Santo Oficio, a cuyo mantenimiento se aplica una de las veinte canonjías catedralicias, cedió la vicaría de Beas al de Murcia, para ceñirse al obispado de Córdoba –salvo el condado de Belalcázar, que permaneció sometido al tribunal de Llerena en Extremadura-, Jaén y el arcedianato de Écija, quedando así definitivamente conformado hasta su extinción, siendo uno de los tres distritos inquisitoriales de todo el territorio andaluz junto a los de Sevilla y Granada.

Como en todos los casos, las intensas muestras de fervor piadoso de los cordobeses en los primeros siglos modernos en modo alguno impidieron posturas peligrosas y/o heterodoxas; disidencia religiosa que debía corregir el tribunal cordobés del Santo Oficio, como ha demostrado la voluminosa investigación de sus autos de fe y relaciones de causas efectuada por Gracia Boix, sin duda pionero en la indagación de la Inquisición cordobesa y también uno de sus mejores conocedores, entre otros más jóvenes estudiosos, sobre todo en los últimos años. Por ellos sabemos que, frente a las acusaciones de carácter doctrinal, también en Córdoba abundaron los procesos incoados por blasfemia, bigamia, brujería y otros delitos de costumbres; que varios casos fueron de alumbrados y un reducido número de luteranos; y que especialmente sobresalieron los condenados por prácticas islámicas y los seguidores de la ley mosaica o judaizantes, ratificando así el comportamiento general. Los detenidos por luteranismo se reclutan entre los extranjeros, sobre todo, franceses y algunos italianos. Así, León de Cerdonius, ermitaño en el pago de la Albaida, es testificado por un compañero suyo de simpatizar con las proposiciones de Lutero; el calabrés Andrés Palopo ingresa en la cárcel cordobesa del Santo Oficio por hablar públicamente en la ciudad contra la virginidad de María, el poder del Papa y el estado de clérigos y frailes, aunque se sobreseyó su causa por razones mentales determinándose su reclusión final en la casa de los locos. También se enjuiciaron falsos conversos, y así son procesados por diversos delitos doscientos diecinueve moriscos avecindados en la jurisdicción territorial de tribunal cordobés, destacando cuantitativamente los residentes en la sede del distrito y otras localidades donde esta minoría tenía efectivos humanos importantes como Baeza, Écija, Jaén o Priego de Córdoba. En cuanto a las causas, más de las dos terceras partes son acusados de realizar prácticas islámicas como ablución ritual, oración y ayuno del Ramadán, pilares básicos del credo mahometano, a los que también se sumaron los judaizantes. Sociológicamente, las sentencias del alto tribunal van desde las élites –eclesiásticos, jurados, comendadores- al tercer estado de “hombres medianos” y gente menuda, como rezan las fuentes, vinculada al terciario –médicos y escribanos, por ejemplo- y, sobre todo, al secundario con la presencia de diferentes profesionales del artesanado urbano.

Por último, la dinámica de la Inquisición cordobesa tampoco es una excepción al modelo general, por lo que la reproduce prácticamente en todas sus fases y contenidos antes indicados.

Y así, en el periodo de mayor e intensa represión que camina entre las dos últimas décadas del siglo XV y los primeros sesenta años del XVI y que marcó definitivamente la imagen y el miedo a la Inquisición en la vida cotidiana de la ciudad, los primeros años de su historia en Córdoba, cuando el terror y el recuerdo se impusieron más, son los del ejercicio del inquisidor Diego Rodríguez Lucero, entre 1500 y 1506, con sus primeras y obsesivas pesquisas para identificar quiénes eran los conversos judaizantes. Estas acciones acabaron con un multitudinario auto de fe en 1504, estremecedor y seguramente uno de los más crueles de toda la historia de la institución inquisitorial por su dureza y número de condenados, y sin duda está en la base del motín popular que estalló contra la Inquisición dos años más tarde, encabezado por caballeros principales, al parecer, instigado por distintos eclesiásticos y apoyado en las duras palabras pronunciadas ante Fernando el Católico por el representante de Córdoba Gonzalo de Ayora denunciando todo tipo de noticias sobre las amenazas, tormentos y falsos testimonios que utilizó Lucero para las masivas detenciones y procesamientos de cordobeses; y que provocó, a la postre, la imputación de Lucero el 17 de octubre de 1507.

Prácticamente mediado el Quinientos uno de los procesos de mayor impacto fue el seguido contra la religiosa clarisa sor Magdalena de la Cruz, profesa en el convento cordobés de Santa Isabel de los Ángeles, una vez desenmascarada su falsa santidad, que había encontrado amplio eco por los prodigios que se le atribuían y que incluso justificaron que le enviaran desde la corte las ropitas de cristianar del futuro Felipe II; su proceso terminó, en el auto de fe de 1546, con su destierro a otro convento de Andújar y tomar pan y agua el resto de sus días.

En el último tercio del Quinientos, de nuevo llega el turno para los falsos conversos, islamizantes, berberiscos y judaizantes, concretamente en los autos de 1595 y 1597 para los seguidores de la ley mosaica de Aguilar de la Frontera, Cabra, Lucena, Écija o Córdoba, por las diligentes pesquisas, unos años antes, del inquisidor Alonso Ximénez de Reinoso en Écija. Estos procesos se dan prácticamente la mano con los enjuiciamientos a Leonor Rodríguez, “la Camacha”, por bruja y hechicera en 1572, causa similar –junto a embustera y alumbrada- por la que también será condenada en 1642 la soltera María Jiménez.

Reaparecen procesos contra judaizantes en 1655, sobre todo oriundos de Portugal o descendientes directos de familias lusitanas; para ir decayendo claramente la acción del tribunal cordobés en la centuria ilustrada, donde solo constan dos autos de fe diferentes, y uno solo propiamente dicho en el Ochocientos, concretamente en 1805, pues la documentación de los primeros años de esta centuria es de tipo administrativo. Claramente la institución inquisitorial cordobesa caminaba hacia su extinción, perdiendo, literalmente, “hasta sus papeles” con el saqueo de las tropas napoleónicas a su tribunal el 7 de junio de 1808; dos años después marca su principio del fin el expurgo de su archivo, realizado por el canónigo Manuel Mª. de Arjona y el abate Manuel Marchena como miembros de una comisión creada para liquidar ordenadamente el patrimonio del Santo Oficio cordobés.

Se cerraba así una página de la historia de la Inquisición cordobesa como sucedería en otros lugares. Pero la mirada innovadora del historiador a su funcionamiento también descubre las causas de su largo mantenimiento en la importante presencia y acción de colaboradores y cómplices infiltrados en lo más granado de la élite social cordobesa, urbana y rural, siendo especialmente interesante en la última el peso de lo clerical, lo que también explica la importancia de las familiaturas y la inflación de su número, que superó ampliamente el máximo de cuarenta que correspondían a Córdoba. O el éxito de las complicidades cotidianas entre intelectuales y libreros con inquisidores y calificadores para que sus obras fueran aprobadas y circularan, como hizo, a principios del Seiscientos, el canónigo e inquisidor de Córdoba Cristóbal de Mesa Cortés con un sermón del jesuita y también canónigo, como su censor, y además consultor del Santo Oficio cordobés y sevillano, Álvaro Pizaño de Palacios; o con la aprobación, en Córdoba, de la obra sobre los santos ecijanos del también jesuita Martín de Roa, por Baltasar de Castro, canónigo y calificador del Santo Oficio y que reconocía a Roa como “maestro mío”, palabras con lo que, en esas “censuras negociadas” en palabras del profesor Peña, está dicho todo.

 

Autora: María Soledad Gómez Navarro


Bibliografía

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GÓMEZ NAVARRO, Mª. Solead, “Personal del Santo Oficio en la provincia de Córdoba: Modos de vida y mentalidad”, en CORTÉS PEÑA, Antonio Luis y LÓPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Miguel Luis (eds.), Estudios sobre iglesia y sociedad en Andalucía en la Edad Moderna, Granada, Universidad (Seminario “Estudios sobre Iglesia y Sociedad”), 1999, pp. 51-57.

GRACIA BOIX, Rafael, Autos de fe y causas de la Inquisición de Córdoba, Córdoba, Diputación Provincial, 1983.

GRACIA BOIX, Rafael, Colección de documentos para la historia de la Inquisición de Córdoba, Córdoba, Monte de Piedad y Caja de Ahorros, 1982.

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