José Francisco López-Caamaño y García Pérez fue el nombre de este célebre capuchino, nació en Ubrique, Cádiz, en 1743 y fallecido en Ronda, Málaga, en 1801. Hijo de un modesto oficial de origen gallego, administrador de los duques de Arcos, le inculcó la afición castrense y un cierto conocimiento de las ordenanzas, frente al borroso recuerdo de su madre, fallecida cuando tenía nueve años. Estudió gramática en Grazalema, donde se trasladó con su padre, ingresando en el convento de los dominicos de Ronda, donde prosiguió su formación. Ya en 1757 ingresó en el noviciado capuchino, profesando dos años más tarde y siendo ordenado sacerdote, en Carmona, a los 23 años. Regular estudiante, fue destinado a Ubrique, donde permaneció siete años, tomando el nombre por el que sería conocido y adoptando los signos externos propios del instituto al que pertenecía: la larga barba, las sandalias, el hábito usado de estameña marrón, con capucha larga unida al hábito. Según la leyenda, la Virgen se le apareció, vestida de pastora, ordenándole que propagara su devoción, bajo la advocación de Divina Pastora de las ánimas.

La predicación se convirtió pronto en su actividad más específica, participando en misiones populares, junto a otros predicadores, recorriendo los pueblos de Andalucía para evangelizar a los fieles, lo que hacía tanto en iglesias como en un púlpito improvisado, en la plaza. Fue un maestro de la técnica de la misión, con una retórica dirigida a conmover, acompañada de una serie de resortes, dirigidos a excitar el sentimiento de culpa de los creyentes hasta la apoteosis del “asalto general”, que suponía la aceptación de las prácticas y doctrinas de las que se habían apartado o que cumplían sólo formalmente. Todo ello acompañado de otras celebraciones como las Cuarenta Horas, el vía Crucis, el rosario de la Aurora, con cánticos y demostraciones, en las que la doctrina quedaba supeditada a las prácticas colectivas y el culto exterior.

A partir de 1774 conocemos mejor su vida, gracias a su correspondencia con el P. González, religioso mínimo célebre también por su predicación y, a partir de estas cartas, cabe hacer una aproximación a la geografía de sus misiones y el público que lo escuchaba. También queda constancia de la “opinión de santidad “que le rodeó y que fue transformando sus cualidades intelectuales, medianas, ya que, según confesión propia, en su juventud era “incapaz de leer en castellano sin fastidio mío y de quien me oía”, mientras que, más tarde, “leí con bastante perfección”. La “ciencia infusa”, así, se incorporó a su personalidad, lo mismo que su oposición frontal a las ideas del siglo, y el deseo de hacerles “guerra abierta”.

Todos los testimonios coinciden en señalar que, en su oratoria, más importante que lo que decía era la forma en que lo hacía, valiéndose de distintos recursos. Fr. Diego José, en torno a 1771 inició sus misiones itinerantes dirigidas a la reforma de las costumbres, responsabilizando, desde fechas tempranas, a los libros y las comedias de la corrupción del siglo y de los “innumerables pecados mortales” que se cometían. Su voluntad de acercamiento al pueblo, le llevó a criticar los abusos de las autoridades, los escándalos de “las personas de alcurnia” y a “denunciar a escribanos administradores de rentas y abastos” como “verdaderos estafadores”. Pero no solo quería reformar a las clases populares, sino al clero, y buscar apoyos en estratos sociales superiores, convencido de que, sin ellos, sería difícil promover reformas. De ahí que sus predicaciones levantaran polémicas y, algunos clérigos, denunciaban su escasa instrucción, y su desobediencia a las autoridades, eclesiásticas y civiles, por no insistir en la falta de libertad de la iglesia española.

En poco más de diez años, no hubo población importante que no escuchase su voz y que no solicitase que se le concedieran honores y nombramientos, ya fuera de calificador del Santo Oficio, examinador sinodal o canónigo honorario. Incluso la Universidad de Granada le confirió, en 1779, los grados de maestro en Artes y Doctor en Teología y Cánones. En 1783 fue presentado a la familia real y a la corte en Aranjuez y, meses después, Madrid le escuchó con entusiasmo, interviniendo en algunos “casos” escandalosos y en pleitos de nulidad matrimonial. Incluso se habló de concederle una mitra, a lo que Carlos III no se mostró dispuesto. Al parecer, tanto el rey como su entorno, quedaron al margen de su influencia, y sus denuncias llegaron a molestar a algunos de sus iniciales patrocinadores. Lo cual no le impidió emprender dos largos viajes: el primero, en 1786, desde Ronda hasta Barcelona, predicando a la ida por Castilla la Nueva y Aragón, y volviendo por todo Levante, hasta Andalucía; el segundo, en 1794, por Extremadura y Portugal, hasta Galicia y Asturias, regresando por León y Salamanca, en el que, al parecer, su éxito fue menor. Ya en junio de 1795 llegó a su lugar de origen, limitando sus desplazamientos a Andalucía. Desarrolló una gran actividad durante la epidemia de 1800, muriendo víctima del vomito negro en Ronda, el 24 de mayo de 1801, a los 58 años.

A lo largo de su vida activa, Fray Diego, mantuvo muchos conflictos con el poder. El más conocido tuvo que ver con su ofensiva contra el teatro, frente al cual volvió a esgrimir las antiguas descalificaciones y condenas morales. En medio de estas diatribas, la conversión de M. Antonia Vallejo, la Caramba, nacida en Motril en 1750 y muerta en Madrid en 1787, tuvo gran repercusión, así como su muerte ejemplar, a los 36 años. Más importancia tuvieron sus denuncias y críticas a la acción del gobierno, que llegaron al Consejo de Castilla. Especial repercusión tuvo el sermón pronunciado el viernes santo en Sevilla, contra los derechos del rey, sobre el cual Campomanes mandó formar un expediente y poner en marcha una discreta investigación, Pero el apoyo del provincial de los capuchinos de Andalucía, el arzobispo de Sevilla y el propio confesor del rey, impidió la formación de una causa.

Lo mismo pasó con sus intervenciones en el seminario de San Carlos de Zaragoza, en 1786, dirigidas al clero, y en contra de Lorenzo Normante y Carcavilla, abogado eminente y titular de la Cátedra de Economía Civil creada por la Real Sociedad Económica de Amigos del País Aragonés, en las que denunció a la Inquisición algunos de las contenidos de sus Proposiciones de economía civil y comercio y espíritu del sr. Melón (Zaragoza 1785 y 1786), relativas a la licitud de la usura y la utilidad del lujo, así como proponiendo retrasar la edad de la profesión religiosa a los 24 años, por los perjuicios que causaba al Estado el celibato eclesiástico. Para resolver el tema se formó una comisión, compuesta por tres teólogos que declaró que la doctrina de las obras de Normante era “sana y católica” y nunca debió ser delatado públicamente, acusando al arzobispo de Zaragoza y a otros eclesiásticos de incitar al P. Cádiz.

Fray Diego, que siempre manifestó un profundo respeto por la Inquisición, y recurrió a ella en defensa de la ortodoxia, también fue denunciado ante ese tribunal, unas veces por recomendar y usar de prácticas supersticiosas, otras por imprimir impresos sin licencia e, incluso, por el contenido, supuestamente herético, de algunas de sus obras. Los dictámenes dieron la razón a sus acusadores, pero salvando la buena intención del fraile, aconsejándole una mayor moderación. Para defenderse escribió dos Memoriales al Inquisidor, pero su muerte dejó el expediente sin resolver.

El capuchino dejó un gran número de obras impresas, novenas, cartas, poemas, preces de distinto tipo, muchas inéditas, publicadas a su muerte por otro capuchino, Fray Pablo de Sevilla. El grupo más numeroso fueron sus sermones, de los que se conservan unos 3000, casi siempre redactados a posteriori o utilizados como punto de partida de otras pláticas. Según uno de sus biógrafos, eran los mismos que predicaba en sus misiones, ajustándolo en sus distintas partes a las reglas de la disertación oral. Más elaborados eran sus panegíricos y oraciones fúnebres, en los que los difuntos se convierten en verdaderos modelos morales. Sus escritos circularon durante su vida, aislados o encuadernados en piezas, como en 1792. Ya en 1796, se publicó en Madrid, una colección de sus obras en cinco volúmenes.

Solo una obra consiguió trasmitir a sus lectores el poder de sugestión del P. Cádiz: El soldado católico en guerra de religión (Barcelona, Écija, 1794), escrito con ocasión de la guerra contra la Convención, entre 1793 y 1795. Se trata de una carta familiar dirigida a su sobrino, seguida de dos instrucciones: la primera sobre el modo de preparase para salir a luchar contra los enemigos de Dios, la Iglesia y el Estado; la segunda, dedicada a desgranar los “motivos y modos de combatir, legítimamente, un soldado católico en guerra de religión, como la librada contra Francia”. En ambas usa de la autoridad de Zevallos en sus alusiones a “los libertinos y filósofos materialistas del siglo” y algunas divagaciones históricas que se apartan del estilo habitual. La exposición se mueve entre dos extremos, la satanización del enemigo francés y la predicación de la violencia, justificada bíblicamente por la necesidad de exterminarla. El hecho de que llamara a la reconciliación de los intereses de la iglesia y el estado por obra de la revolución, habla de una cierta evolución en el pensamiento del capuchino. Circuló entonces, pero, sobre todo, de 1808 a 1814, durante la guerra de la Independencia. Hubo otras cartas parecidas que circularon manuscritas, hasta 1813-14: una dirigida al P. Eleta, de 1784, y un Memorial al rey nuestro Señor sobre los medios espirituales para el buen éxito de esta campaña contra la sedicente Asamblea de Francia, de 1794, en la que pide terminar con la “relaxación del reino” y con “las sediciosas y fatales doctrinas de nuestro desgraciado siglo”.

Fray Diego encarnó un prototipo tradicional de predicador misionero, anti intelectual e intransigente en materias de doctrina y moral. Aferrado a la retórica tardo barroca que parodió el P. Isla, su palabra, en la coyuntura revolucionaria, sirvió al absolutismo que antes había combatido. De ahí su decepción ante las medidas desamortizadoras de Soler o el decreto de Urquijo de 10 de septiembre de 1799.

El Papa León XIII lo beatificó en 1894 y, en Cádiz, el Obispo promovió su devoción transformando su casa en una capilla, finalizada en 1910, sede actual de la Hermandad del Prendimiento. No es el único monumento y capilla que se le ha dedicado, en Cádiz se conserva, en la parroquia de San Antonio, una silla de madera que usaba para predicar desde la torre. Allí, en la catedral, hay una capilla dedicada a Fray Diego José, con su imagen, obra de Diego García Alonso (1890). Lo mismo que en la capilla del Sagrario de la basílica de la Hermandad de Jesús del Gran Poder de Sevilla, ya de 1967.

 

Autora: María Victoria López-Cordón Cortezo


Fuentes

DIEGO JOSÉ DE CADÍZ, Beato, El soldado católico en guerra de religión: carta instructiva ascético histórico política, en que se propone a un soldado católico la necesidad de prepararse…, Écija, 1794. En Biblioteca Nacional de España, U/9867 (14).

Bibliografía

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DURÁN LÓPEZ, Fernando, Tres autobiografías religiosas españolas del siglo XVIII: Sor Gertrudis Pérez Muñoz, Fray Diego José de Cádiz y José Higueras, Cádiz, Universidad de Cádiz, 2003, pp. 71-120.

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DURÁN LÓPEZ, Fernando, “Respuesta de Fray Diego de Cádiz al regidor de una de las ciudades españolas en torno a la licitud literaria de las comedias”, en Draco. Revista de literatura española, 3-4, 1991-1992, pp. 207-253.

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