No sería arriesgado afirmar que el galeón ha trascendido a su propia época como uno de los símbolos por excelencia del poder imperial español y su proyección marítima. Sobre este tipo naval, y más específicamente sobre lo que conocemos como galeón de la plata, recayó la carga pesada de proteger los convoyes comerciales que salvaban la derrota transoceánica a las Indias y la salvaguarda de las remesas de plata procedentes de las minas americanas. Debido a ello, el historiador Fernando Serrano Mangas, de manera muy ilustrativa, equiparaba estos galeones con las cámaras acorazadas o cajas fuertes encargadas de custodiar un tesoro. No sólo con eso, el galeón nos sugiere una realidad poliédrica, compleja, con múltiples dimensiones asociadas que rompe los estrechos límites de los estudios militares navales y nos pone en comunión con una serie de conceptos más amplios: el galeón como agente de la primera globalización, como transmisor de saberes, asimismo, como la obra humana más sofisticada y compleja jamás creada por el ingenio humano hasta entonces.
Por lo que hace a los orígenes del galeón, habría que buscarlos en la segunda mitad del siglo XVI, que en el caso particular de la Monarquía Hispánica se corresponde con el reinado de Felipe II, una época en la que se asumieron crecientes desafíos militares en el frente atlántico. Aquella época, además, fue testigo de una serie de transformaciones de gran calado e impacto duradero en la constitución y diseño de los tipos navales de alto bordo que se utilizaban en la navegación atlántica europea, lo que venía impuesto por la progresiva incorporación de la artillería a las guerras navales. Los parámetros generales preexistentes, más o menos fijos, que sirvieron de base para las innovaciones de diseño conducentes al galeón se habían heredado de la tradición marinera del Atlántico europeo y eran identificables en tipos más avanzados, tales como la carabela, la carraca y la galizabra, que habían probado sus aptitudes tanto para el combate como para el comercio.
Los primeros ensayos de prototipos en los años cincuenta y sesenta evolucionaron en la década de los setenta a unas formas más conducentes a los futuros galeones. Estas unidades ya contaban con el aparejo habitual compuesto de botalón y los palos trinquete, mayor y mesana, que a su vez incorporaría masteleros (en disposición vertical) y perchas o vergas (en horizontal), lo que conduciría a una creciente complejidad y un mayor desarrollo de la arboladura que favoreciese un aprovechamiento más eficaz de los vientos. Junto a ello -y precisamente conectado con ello-, nos incumbe reparar en la otra transformación: el alargamiento paulatino de la eslora de los barcos en relación con su manga. Para las décadas de 1570-1580, tales transformaciones ya estarían prácticamente del todo asentadas, si bien -y como es lo habitual en los procesos históricos de lenta maduración- convivieron diseños navales más arcaicos con otros más vanguardistas. No obstante, téngase presente que, por muy sofisticados que fuesen estos primeros galeones, la construcción naval de finales del siglo XVI todavía se regía por preceptos tradicionales algo rupestres, heredados de la experiencia acumulada. Acaso sin la decidida política de fomento naval impulsada por Felipe II no hubiese sido posible atestiguar una evolución tan precoz en los medios defensivos navales.
Hacia el año 1600 podemos datar los inicios de la plenitud morfológica del galeón, que se presentaba a los ojos humanos como la culminación de un arduo proceso de ensayo y error, inherente a las ciencias aplicadas, en pos del barco ideal que mejor atendiese los requerimientos de la Monarquía Hispánica: el difícil equilibrio entre resistencia, fuerza artillera y capacidad de carga, sin sacrificar demasiado las aptitudes marineras. El corolario lógico de dicho proceso fue un barco reforzado, sólido y polivalente, dotado de gran capacidad de carga -300-500 toneladas de arqueo- y a un mismo tiempo apto para la defensa ya que su elevada popa lo hacía más fácilmente defendible frente a los abordajes. Asimismo, estos barcos contaban con una potente batería artillera, que hasta la década de los cuarenta del siglo XVII alinearía unas 20-22 piezas de bronce en los galeones ordinarios, y que en los galeones capitana y almiranta ascendería a 24-26 cañones. A partir de los cuarenta, los galeones ordinarios verían su porte artillero acrecentado a 26-30 piezas, que en el caso de las capitana y almiranta sería superior, de 34-40 cañones, mayoritariamente de bronce.
Los diseños navales de los galeones tuvieron que adaptarse a la variedad de escenarios en los que se necesitaba que operasen las formaciones navales de la Monarquía Hispánica. Fue por ello que la administración de Felipe II evaluó detenidamente esta realidad y actuó acorde a las exigencias que cada realidad geográfica imponía. Así, a partir de un mismo módulo inicial, a finales del siglo XVI, se concibieron dos diseños que, poco a poco, se irían separando y especializando para la función y el teatro de operaciones que se les asignarían. He aquí donde cabe apreciar la diferenciación entre el galeón de la plata o de la Carrera de las Indias, de un lado, y el galeón de la Armada Real del Mar Océano, del otro. Puesto que los fines de ambas formaciones diferían y sus áreas de operaciones presentaban condiciones climatológicas muy dispares, es lógico que también los galeones viesen sus diseños modificados ad hoc. La Armada de la Carrera de las Indias velaba por la seguridad de los convoyes comerciales que atravesaban el Atlántico hasta los puertos americanos, mientras que la Armada del Mar Océano se ocupaba básicamente de combatir en la fachada atlántica peninsular y defender la ruta marítima que conducía a Flandes. En los momentos de escasez de barcos y penurias económicas, cada vez más habituales a partir de la década de 1630, no hubo escrúpulos en transferir barcos de una formación a otra conforme lo dictase la necesidad más inmediata.
Los galeones integrados en la formación europea presentaban un diseño más estilizado, o más afragatado, si se prefiere el término; esto es, líneas más finas en progresivo detrimento de las superestructuras (castillos de proa y popa), mayor longitud de eslora y quilla en relación con la manga y menor calado. Era un galeón más ofensivo, pensado para combatir. En cambio, los galeones integrados en la Carrera de las Indias solían caracterizarse por sus formas más redondeadas y cortas, así como el mayor grosor y fortaleza de sus maderas, el reforzamiento de las estructuras internas del casco y las frecuentes labores de carenado y mantenimiento. Poseía una filosofía militar radicalmente defensiva. Además, en el teatro caribeño intervenía un factor determinante para la especialización de estos diseños náuticos: el teredo navalis, un molusco vermiforme y xilófago que se adhiere a la madera sumergida, perforándola y corroyéndola. Por ese motivo, los galeones de la plata precisaban de un carenado más completo que contemplaba una labor de gran especialización: el emplomado y remozado de la obra viva.
Este trabajo era de una altísima exigencia técnica y coste económico, dado que obligaba a inspeccionar el casco para su práctica renovación, lo que se traducía en 40 días de trabajo intenso para unos 90 operarios. En las ocasiones en que el carenado se complementaba con el revestimiento y emplomado del casco, se disparaban los costes. Hacia la década de 1640, una carena sin emplomar para un galeón de la plata de 600 toneladas podía costar hasta 62.366 reales, entre las pagas de los trabajadores y el coste de los materiales; con el emplomado podía ascender a 77.166 reales. Aunque los galeones se construían en los astilleros que salpicaban la costa cantábrica, estos trabajos de mantenimiento y apresto tenían lugar en la bahía de Cádiz, en la villa de Puerto Real, donde en los caños de Sancti-Petri se emplazaba el Real Carenero de Puente Zuazo desde el siglo XV, así como en el caño del Trocadero. Dentro del circuito urbano de la bahía esta ciudad ese había ido especializando como carenero, lo que se explicaba por la fácil disponibilidad de los materiales y operarios especializados.
Durante la primera mitad del siglo XVII, el tonelaje medio de los galeones de la plata no hizo sino ir en aumento, si bien se consideraba óptimo que estuviese dentro de la horquilla de las 450-600 toneladas; para los años cincuenta, los inferiores a las 400 toneladas serían cada vez más descartados para servir como galeones de la plata. En promedio, siguieron presentado un tonelaje medio inferior a sus homólogos del Mar Océano, lo que puede deberse al hecho de que tenían que superar la barra de arena de Sanlúcar y remontar el Guadalquivir hasta Sevilla; a efectos prácticos, sin embargo, una confluencia de factores propiciaría el traslado a la bahía de Cádiz de la cabecera donde se aprestaban los galeones. Lo que sí se mantuvo inalterable en la primera mitad del siglo XVII fue el prestigio del galeón de la plata, justificado por las virtudes ya referidas. En el combate naval de Cabañas (en las cercanías de La Habana), que tuvo lugar el 31 de agosto de 1638, los galeones de Tierra Firme de Carlos de Ibarra se impusieron a la formación naval del neerlandés Cornelis Joll, pese a la desventaja numérica existente: 7 naves españolas frente a 17 neerlandesas.
Sin embargo, como toda gloria es finita, también a los galeones de la plata les terminó llegando su irremisible final, coincidente con la crisis de mediados de siglo que convulsionó a la propia Monarquía Hispánica internamente. A partir de los años cuarenta, y especialmente a raíz de las derrotas sufridas ante los neerlandeses, se evidenciaban los primeros síntomas de la obsolescencia que aquejaría a los galeones de la plata a partir de la década siguiente, cuando el mito de la invencibilidad de estos barcos quedase completamente superado. Los esfuerzos del general Francisco Díaz Pimienta en 1645 por dar con un diseño innovador que respondiese a los nuevos desafíos que imponían los más precoces antecesores de los futuros navíos de línea, aunque encomiables, no prosperaron. Los enfrentamientos navales en que se vieron envueltos los galeones de Indias durante la década de los cincuenta, que se saldaron con derrotas ante los ingleses en Cádiz (1656) y Tenerife (1657), confirmaron que las aptitudes combativas de estas unidades navales habían periclitado. Los cambios introducidos a lo largo de la segunda mitad de siglo, como la eliminación gradual de las superestructuras y la adopción de una silueta más estilizada, confirmarían la lenta pero inexorable evolución a los modernos navíos de línea, que ya desde los años sesenta predominaban en las grandes marinas europeas de la época.
Autor: Francisco de Asís Amor Martín
Bibliografía
CASADO SOTO, José Luis, “La invención del galeón oceánico de guerra español”, en RIBOT GARCÍA, Luis Antonio y ROSA, Luigi de (dirs.), Naves, puertos e itinerarios marítimos en la Época Moderna, Madrid, Actas, 2003, pp. 37-69.
HORMAECHEA ARENAZA, Cayetano, RIVERO VAQUERO, Isidro José, DERQUI CIVERA, Manuel José Gregorio, Los galeones españoles del siglo XVII, Barcelona, Associació d’Amics del Museu Marítim de Barcelona, 2012, 2 vols.
PHILLIPS, Carla Rahn, Six Galleons for the King of Spain: Imperial Defense in the Early Modern Seventeenth Century, Baltimore, John Hopkins University Press, 1986.
SERRANO MANGAS, Fernando, “Realidad, ensayos y condicionamientos de la industria de construcción naval vasca durante el siglo XVII en la Carrera de Indias”, en Itsas Memoria. Revista de Estudios Marítimos del País Vasco, 2, 1998, pp. 223-236.
SERRANO MANGAS, Fernando, Los galeones de la Carrera de Indias, 1650-1700, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos – CSIC, 1985.
SERRANO MANGAS, Fernando, Armadas y flotas de la plata, Madrid, Banco de España, 1989.