El Colegio cordobés de Santa Catalina fue el decano de la Provincia de Andalucía de la Compañía de Jesús. Fundado en 1553, fue auspiciado por el padre Antonio de Córdoba –que había renunciado a la posibilidad de ser cardenal para hacerse jesuita– y por su madre, Catalina Fernández de Córdoba, marquesa propietaria de Priego, protectora de Juan de Ávila y apasionada benefactora de la Compañía. Madre e hijo escribieron a Ignacio de Loyola ofreciendo, para facilitar la pretendida fundación, las rentas de una canonjía y una dignidad que el noble jesuita tenía en la ciudad. Entre tanto, la marquesa negoció por su cuenta el apoyo del Ayuntamiento cordobés al proyecto, el cual se tradujo en la concesión de una renta de 600.000 maravedís y de 6.000 ducados para la futura fundación. La marquesa logró interesar en su pretensión también al deán Juan de Córdoba, abad y señor de las villas de Rute y Zambra, quien ofreció las llamadas Casas del Agua, valoradas en cerca de 30.000 ducados, siendo por ello reconocido más adelante como fundador del Colegio. Mientras se hacía efectiva la donación y se construían sus dependencias, la marquesa cedió temporalmente unas casas que tenía en la ciudad a los jesuitas, que se trasladaron a su sede definitiva en junio de 1555, siendo primer rector de Santa Catalina el padre Antonio de Córdoba.

La flamante fundación de los jesuitas atravesó dificultades en los primeros momentos de su andadura. En primer lugar, por la falta de suficientes maestros y confesores formados. En segundo, por sufrir la enemistad del obispo Bernardo de Fresneda, enfrentado a la forma de confesar de los jesuitas y molesto por el creciente predicamento de la Orden en la ciudad. Por último, el Colegio cordobés tenía que enfrentarse a las habladurías, que señalaban el origen converso de buena parte de sus operarios, lo que disuadía de entrar en la Compañía a la nobleza cordobesa. Una situación que podría explicarse, al menos en parte, por el hecho de que muchos discípulos de Juan de Ávila –entre los que existía un fuerte elemento converso– hubieran entrado en la Compañía. De hecho, el propio maestro Ávila no llegó a ingresar en la Orden, como era su deseo, al considerar el gobierno romano de los jesuitas que sus orígenes conversos eran peligrosamente notados. Pudo también contribuir a esta reputación la creciente fama del jesuita cordobés Francisco de Toledo –creado cardenal en 1593–, que descendía de cristianos nuevos y que contaba entre sus antepasados cercanos a varios procesados y quemados por judaizantes. 

El Colegio de Córdoba fue el primero en albergar el noviciado de Andalucía. Inauguró su labor docente poco después de ser fundado, momento en el que contaba con cuatro clases de Gramática y una de Retórica. Comenzó a impartir lecciones de un modo algo precario, disponiendo luego el visitador Jerónimo Nadal que su sistema de estudios y el modo de enseñar de los jesuitas cordobeses pasasen a ajustarse con mayor exactitud a lo que se practicaba en el Colegio Romano. Encuadrándose, por tanto, en los esquemas previstos por la Ratio Studiorum de la Compañía de Jesús, que desarrollaba un programa educativo que adaptaba el diseño de estudios clásicos ideado por el Humanismo renacentista. Pronto, el Colegio enseñaba lecciones de Filosofía y Lógica, empezando a impartir Teología en 1559. En 1554 habitaban el colegio 8 sacerdotes y 10 hermanos; en 1591 el colegio contaba ya con 66 jesuitas, de los que 22 eran sacerdotes –7 de ellos dedicados a la docencia–, 26 hermanos escolares y 18 hermanos coadjutores. Entre los jesuitas célebres que habitaron el Colegio de Santa Catalina durante su existencia destacaron el padre Martín de Roa, historiador de su Orden y autor de escritos sobre los santos cordobeses; el padre malagueño Luis de Medina, martirizado en las islas Marianas en 1670, que había vivido en el Colegio cordobés; o el padre ecijano Juan de Santiago, que vivió en el Colegio entre 1719 y 1762, discípulo del padre Manuel Padial y famoso por sus penitencias y su trabajo en cárceles y hospitales y en diversas misiones.

En 1563 el colegio cordobés tenía 650 alumnos, número que se incrementó hasta llegar a los 800, viéndose obligados los jesuitas a no admitir más al resultar insuficientes las aulas de que disponían. Pese a lo dicho, en 1588 el colegio alcanzó los 1.000 alumnos. Respecto al alumnado, se puede destacar que Luis de Góngora fue uno de sus estudiantes más ilustres, señalando diversos autores la posibilidad de que también lo hubiera sido, en algún momento, Miguel de Cervantes. El Colegio de Santa Catalina pronto se hizo acreedor de fama respecto a los estudios que impartía, contando con dos cátedras de Teología, una de Moral, otra de Sagrada Escritura, otra de Filosofía y cuatro de Artes. Pudo, incluso, haber sido el germen de una Universidad, pero los celos del resto de órdenes religiosas frustraron el proyecto, definitivamente abandonado en 1567. Pese a ello, en 1586 los jesuitas consideraban que el seminario de Córdoba en nada era inferior a los muy afamados de Salamanca y Alcalá. Las actividades docentes de los jesuitas de Santa Catalina se extendían también al vecino Colegio de Nuestra Señora de la Asunción, fundado por Pedro López de Alba –antiguo médico de Carlos V– como escuela para niños pobres que quisieran ser sacerdotes. Sus alumnos acudían al cercano Colegio de la Compañía para recibir las clases impartidas por los jesuitas, que entraron a formar parte de sus órganos de gobierno por deseo testamentario del fundador y que asumieron completamente su dirección a partir de 1725.

El Colegio de Santa Catalina, como es natural, era un importante centro de espiritualidad, destacando como lugar de culto, predicación y administración de sacramentos, sobre todo de la confesión. Como los demás colegios de la Compañía, se ocupó continuamente de atender las necesidades de las zonas rurales cercanas, que siempre adolecían de carencias espirituales y doctrinales. En este sentido, las misiones populares organizadas por el Colegio fueron muchas desde sus inicios. Un verdadero hito lo constituyó el año 1598, cuando los padres cordobeses misionaron en setenta pueblos de la diócesis. Tampoco faltaron problemas en lo que a disciplina eclesiástica se refiere. Como muestra, en 1627 el obispo Cristóbal de Lobera y Torres dispuso que ningún religioso predicara ni confesara en la diócesis sin haber presentado antes una licencia que aprobara el prelado. Los jesuitas del Colegio de Santa Catalina fueron los únicos que obedecieron, granjeándose con ello la animadversión de los demás eclesiásticos de la ciudad, que los consideraron traidores al estamento, procediendo a interrumpir sus comunicaciones con los padres de la Compañía, no invitándoles a actos que se celebraban en sus conventos y no admitiendo las invitaciones que les fuesen hechas por los jesuitas. Igualmente, dejaron de comprar libros de autores jesuitas y procedieron a no defender en sus cátedras las opiniones de la Compañía. Roma finalmente dio la razón al prelado cordobés, debiendo deponer su actitud hostil los eclesiásticos de la diócesis. En el año 1641 el colegio adquirió fama por su celebración de la Cuaresma, en la que los miembros de la Congregación de María Santísima tomaron disciplina todos los días.

Respecto a la situación económica, el Colegio de Santa Catalina dio sus primeros pasos en una situación de cierta estrechez, derivada especialmente de los gastos de construcción de sus instalaciones. En 1569 se encontraba ya bastante endeudado, debiendo una cifra cercana a los 5.000 ducados por causa, además, de su ambición de establecer una casa profesa. A principios del siglo XVII la mala situación económica del Colegio forzó a los jesuitas a abordar negocios en demasía, criando ganado para ponerlo públicamente a la venta y haciéndose acreedores, con ello, de la antipatía de tratantes y eclesiásticos, que vieron disminuir sus ganancias y diezmos. Ya en el siglo XVIII, el Catastro de Ensenada nos presenta la hacienda de San Sebastián, la gran propiedad del Colegio, como una finca en plena explotación sin apenas tierras sin aprovechar. Los jesuitas cordobeses, como sucedía en otros colegios andaluces, producían principalmente aceites y vinos, que comercializaban directamente en los mercados de Córdoba. Tras la expulsión de los jesuitas en 1767, Pablo de Olavide solicitó la incorporación de la hacienda de San Sebastián a los terrenos que debían incluirse en el proceso de colonización de Sierra Morena, dividiéndola en pequeñas parcelas a repartir entre los colonos de las Nuevas Poblaciones. Su propuesta fue aceptada, lo que explica que la antigua finca de los jesuitas no saliera a subasta pública como las demás propiedades rústicas de la Compañía de Jesús.  

En lo que concierne a los aspectos artísticos y patrimoniales, las obras del Colegio comenzaron en 1554, culminándose en 1604. Lo que subiste de esa época es un magnífico testimonio del clasicismo que impregnaba la arquitectura en la Andalucía occidental en los años centrales del Quinientos, manifestando la impronta de la fuerte personalidad artística del arquitecto Hernán Ruiz el Joven. Los edificios de Santa Catalina fueron prácticamente reedificados a partir de 1701, de lo que son buena muestra el patio principal y la escalera imperial, que adoptan la estética del Barroco. La iglesia, por su parte, fue construida entre 1564 y 1589, sirviendo de modelo a los templos posteriores de la Anunciación en Sevilla y la Encarnación en Marchena, trazados ambos por el padre Bartolomé de Bustamante. Bendecido solemnemente por el obispo Francisco Pacheco de Córdoba en 1589, el templo cordobés de la Compañía tiene planta de cruz latina, cubierta por bóvedas vaídas decoradas con casetones, mientras que los brazos del crucero y el presbiterio se cubren con bóvedas de cañón, quedando al centro la cúpula, construida sobre pechinas y culminada con una linterna. La portada principal fue diseñada por Francisco de Villalpando. En 1723 se planteó la realización de un nuevo retablo mayor que se ajustara más a los gustos de la época, siendo finalmente diseñado por Teodosio Sánchez de Rueda. Tras la expulsión de los jesuitas, la iglesia de Santa Catalina se convirtió en la parroquia del Salvador y Santo Domingo de Silos, nombre que mantiene en la actualidad. Durante sus 214 años de existencia, el Colegio cordobés de los jesuitas fue atesorando una importante selección de pinturas de diverso valor –conservándose un inventario aproximado de las mismas– así como gran cantidad de joyas y ornamentos litúrgicos, resultado de las limosnas, legados y donaciones de multitud de particulares. Después de 1767, se dispuso que sus cuadros y ornamentos se repartieran entre las parroquias más pobres y necesitadas, surtiendo además a las iglesias recién levantadas en las Nuevas Poblaciones. Con ello, se disgregó y descontextualizó el destacado patrimonio del Colegio.

Capítulo aparte merece la espléndida biblioteca del Colegio de Santa Catalina, que era considerada una de las más importantes de toda España en el momento en que se produjo la expulsión de los jesuitas por Carlos III. Habitualmente, las bibliotecas de los domicilios de la Compañía se solían clasificar en tres tipos: grandes (con más de 6.000 volúmenes); medianas (entre 2.000 y 6.000 volúmenes) y pequeñas (con apenas 2.000 volúmenes). De acuerdo con los inventarios que se conservan, la biblioteca del Colegio de Córdoba podía incluirse en el grupo de las bibliotecas grandes, al contar con 6.854 obras y 10.213 volúmenes.

 

Autor: Julián José Lozano Navarro


Bibliografía

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VÁZQUEZ LESMES, Rafael, “Extrañamiento de los jesuitas y desamortización de sus temporalidades en Córdoba (1767-1769)”, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2011.

 

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