La platería de Andalucía constituye un capítulo fundamental de la española, incluso de la europea, dada la cantidad de obra que representa –incluso a pesar de las muchas pérdidas habidas–, pero sobre todo por su nivel artístico. Ciertamente, tal importancia del arte de la platería no extraña en una tierra en la que las artes, sean la arquitectura, la escultura, la pintura o las distintas artes suntuarias, han tenido un gran desarrollo y valor con figuras y escuelas de primer orden.
Es evidente que esta importancia de la platería andaluza exige la consideración de varias circunstancias, desde lo histórico o la propia significación territorial hasta la profesión, sus obradores y artistas o la clientela y sus encargos. Una larga tradición histórica está detrás de este desarrollo, tan rica también como la de la propia tierra. Su secuencia se remonta a la Edad Media, aunque su verdadero apogeo se da entre los siglos XVI y XVIII, y proseguirá hasta el presente, sobre todo gracias a la actividad en torno a la Semana Santa, que en la actualidad garantiza esa perpetuación. No menos importancia tienen las circunstancias del territorio, incluso el hecho de haberse convertido en la puerta de América, en el puente entre dos mundos, su tráfico y sus riquezas, incluida la plata. Un vasto territorio de tierras ricas, de ciudades populosas y grandes pueblos, donde han prosperado la agricultura, las manufacturas y el comercio. Y con tales actividades el arte, que se ha visto favorecido asimismo por el carácter de capitales episcopales y catedralicias de un buen número de ciudades. Precisamente, en estas ciudades y alrededor de las catedrales y de la administración diocesana se establecieron los principales obradores de platería, que fueron centros de gran actividad y trabajo, integrados por un buen número de artífices, cuya actividad se dedicó mayormente a atender la demanda del culto. Catedrales, parroquias, conventos y cofradías fueron clientes fijos, sin olvidar el papel de clérigos de relevancia, entre obispos y canónigos, que por su alto rango se convirtieron en promotores de muchas obras, sobresaliendo personalidades como el cardenal Delgado y Venegas. De ello deriva el predominio de la platería religiosa, que se prodigó durante siglos.
Ciertamente, destaca este protagonismo de la platería religiosa, que proporciona el capítulo más brillante con obras de gran relevancia como las magnas custodias procesionales, que se cuentan entre las mejores de España, o esos espectaculares montajes destinados a solemnidades y fiestas extraordinarias, que tienen su mejor ejemplo en el trono eucarístico de la Catedral de Sevilla, ejemplo a su vez de lo que puede considerarse una platería monumental. Sin embargo, no sólo debe tenerse en cuenta este predominio de lo religioso, pues también hubo una importante platería civil. Por supuesto, la aristocracia promovió el encargo suntuario, caso de vajillas o de otros enseres semejantes para sus palacios, aunque también las instituciones públicas, particularmente los ayuntamientos, propiciaron una platería propia de su rango y función, entre las típicas mazas o los recipientes para las votaciones, además de las piezas dedicadas al servicio de sus capillas.
Al mismo nivel de estas obras están los maestros que las crearon, abundando grandes figuras, de relieve y prestigio, cuya producción se llevó incluso fuera de la región, alcanzando tierras americanas, caso de la custodia procesional de la Catedral Primada de Santo Domingo. No obstante, también se recibieron maestros y obras de otros lugares. En efecto, los Arfe, establecidos en León y Valladolid, se ocuparon de obras fundamentales del patrimonio andaluz. Y de otro lado, piezas tan extraordinarias como la famosa custodia del Millón de la Catedral de Cádiz o la del Corpus de la Catedral de Guadix proceden de Madrid y de Salamanca. Sin olvidar lo que se trajo de fuera de la Península, empezando por el legado americano o desde Italia.
Una etapa fundamental de la platería en Andalucía se inaugura a principios del siglo XVI, cuando el alemán Enrique de Arfe se encarga de hacer la custodia de la Catedral de Córdoba, tan monumental y original con su estructura abierta, aunque todavía conforme al gótico final, de ricas y complejas formas. Una contribución de tal envergadura tuvo sus consecuencias, pues fue una gran oportunidad para el desarrollo y la renovación de la platería andaluza, que bien encarna un importante colaborador de Arfe en esa custodia, Juan Ruiz, llamado el Vandalino. Representa un primer jalón de la platería renacentista, al compás de lo que la escuela de Enrique de Arfe dejó en otros lugares de España, con el hijo de ese Arfe, Antonio, o Francisco Becerril en Cuenca. Así lo testimonia su custodia de la Catedral de Jaén, en la que destacan sus torrecillas de los ángulos y sus balaustres. Vinculado a Córdoba desde sus orígenes, acabó estableciéndose en Sevilla, donde hizo la referida custodia de la Catedral de Santo Domingo. Interesa resaltar todos esos vínculos con esas distintas ciudades, Córdoba, Jaén y Sevilla, pues de este modo se fecundan tres importantes obradores de la platería andaluza del siglo XVI. Córdoba ya se constituye en un centro con activos plateros, como los varios miembros de la familia Fernández Rubio o Rodrigo de León, una figura esencial en el último tercio de la centuria, cuya contribución a la catedral revela toda su grandeza, en especial los portapaces donados por el duque de Segorbe, que denotan un noble clasicismo y particular riqueza de esmaltes. Jaén también es en este tiempo un obrador relevante, en consonancia con la etapa de esplendor que conoce esta tierra y sus principales ciudades. Un platero importante es Francisco Muñiz, a juzgar por su custodia de Huéscar (Granada). Sin embargo, la gran figura es Francisco Merino, que en el último tercio del siglo desempeñó un papel fundamental, incluso fuera de su tierra. En realidad, se estableció en Toledo, donde hizo gran carrera, aunque retornó a Jaén cuando era ya un platero consagrado y desde aquí atendió diversos encargos para distintos puntos de Andalucía, señaladamente la cruz patriarcal de la Catedral de Sevilla, ejemplo anticipador del estilo purista y geométrico, muestra además de una gran cultura artística, remitiendo a la arquitectura de Miguel Ángel.
El Quinientos marca una etapa de particular apogeo para la platería en Sevilla, dada la grandeza y el carácter cosmopolita de esta ciudad, gran urbe entre Europa y América. Y su catedral no sólo era espejo de sus grandezas históricas sino que también se convirtió en institución para relevantes personajes y eruditos. Evidentemente, la ciudad y su catedral precisaron de grandes encargos de platería. Estas posibilidades explican el traslado del Vandalino de Córdoba a Sevilla, pero asimismo la presencia de otros plateros señalados. Para la catedral trabajaron los Ballesteros, dejando en ella una obra muy significativa y de gran valor, que permite contemplar la evolución desde un primer Renacimiento, caracterizado por el uso de balaustres –portapaces de la Ascensión y de la Asunción, de Hernando Ballesteros el Viejo–, hasta otro más maduro, en el que el ornato se hace más geométrico y abstracto –jarras de óleos, de Hernando Ballesteros el Mozo–. La década de los años 80 señala el máximo esplendor. Es entonces cuando Merino realiza la cruz patriarcal, pero también cuando Juan de Arfe lleva a cabo la gran custodia procesional del Corpus Christi, de tan magnífica arquitectura que no deja de evocar el templete de Bramante en San Pietro in Montorio, de Roma; clasicismo y riqueza dan las notas principales y se ponen al servicio de la exaltación religiosa, según convenía a la incipiente implantación de la Contrarreforma. Otra figura que protagoniza la última parte del siglo XVI es Francisco Alfaro, quien tuvo un gran obrador desde el que atendió los encargos de distintas poblaciones del arzobispado, entre ellos las custodias de Carmona, Écija y Marchena, que representan bien su estilo clasicista-manierista, cuya erudición artística queda bien reflejada en los elementos procedentes de la arquitectura de Hernán Ruiz II –remate de la Giralda– o de la escultura de Miguel Ángel –sepulcros Médicis–. Para la Catedral de Sevilla ejecutó una obra excepcional, el sagrario del altar mayor, cuyas columnas salomónicas lo convierten en la imagen del Templo de Salomón.
Granada, tras la toma de los Reyes Católicos, se convierte en una ciudad emblemática, símbolo del triunfo cristiano y de la gloria de la monarquía. Ello se escenifica a través del arte y, por supuesto, de la platería. La necesidad del adecuado ajuar para el nuevo culto católico contribuyó a la formación de un obrador, que también atendió a otros grandes templos de la Andalucía Oriental, señaladamente a Guadix y Almería. Así se advierte con la aportación de Cristóbal de Rivas, que dejo obras relevantes, como la llamada Cruz del Cabildo de la Catedral Guadix, de 1581. En Málaga, también tras la conquista, surgió un obrador propio, al que se asociaron maestros de la importancia de Gregorio de Frías, que hizo las andas para el Corpus.
En el siglo XVII, a pesar de que el panorama resulta distinto al de la centuria anterior, circunstancias como el pleno desarrollo de la Contrarreforma y el auge religioso con los conventos, las cofradías, etc. harán que la platería siga siendo muy importante y se mantenga un alto nivel de la misma. Durante buena parte de la centuria predomina el estilo purista de carácter geométrico. En Córdoba ese estilo se manifiesta muy bien con su decoración de gallones o listones y sus espejos ovales, frecuentemente con esmaltes. Esto es lo que ofrecen sucesivos maestros desde los inicios mismos de la centuria, como Pedro Sánchez de Luque que trabajó tanto para las grandes parroquias del obispado como para la catedral, para la que hizo la importante cruz del obispo Mardones.
En Granada el estilo purista tiene rasgos distintivos con sus volutas, asitas y otros elementos semejantes que enriquecen los perfiles de las piezas, tal como deja ver el relicario de San Cecilio de la Catedral de Granada o la custodia portátil de la parroquia de la Encarnación de Motril. Un hecho singular da especial relieve a la platería granadina del Seiscientos y a su avance hacia lo barroco; se trata de la presencia de Alonso Cano en la catedral y de su aportación a la platería de la misma. En efecto, se le atribuye con fundamento la traza del arca eucarística del Jueves Santo –característica del artista por su forma arquitectónica y decoración, así como por los niños que le sirven de base–, realizada por el platero catedralicio Diego Cervantes Pacheco, quien a su vez se ocupó de las magnas lámparas de la capilla mayor, también con dibujo de Alonso Cano, que alcanzó a dotarlas de particular originalidad y mérito.
Avanzado el siglo XVII, en su segunda mitad, la platería se hace decididamente barroca. En Cádiz, su custodia procesional, debida al platero Antonio Suárez, muestra un curioso juego de soportes a diferente escala y gran riqueza decorativa que denotan su carácter barroco. Éste se acrecentó con los añadidos dieciochescos, el paso procesional y los faroles, que remiten a los plateros Juan Pastor y Sebastián de Alcaide. En Sevilla, que sigue siendo un destacado obrador de platería, se alcanza la plenitud barroca con artistas como Diego de León y Cristóbal Sánchez de la Rosa, que trabajaron en la custodia de la Magdalena, la cual comparte muchos rasgos con la de Cádiz, aunque se distingue de ella por incorporar columnas salomónicas, por lo que su efecto resulta mucho más barroco. La custodia fue terminada por Juan Laureano de Pina, que cabe considerar la gran figura de la platería sevillana entre el siglo XVII y XVIII. Su nombre se vincula a importantes obras catedralicias, como el trono eucarístico de las Octavas y el sepulcro de San Fernando, en la Capilla Real.
El siglo XVIII constituye otra etapa de esplendor, gracias a la prosperidad de la centuria, entre la riqueza agrícola y algunas manufacturas, y a una Contrarreforma retardada que justifican tal esplendor de la platería, que en sí misma adquiere gran vistosidad y elegancia, destacando la fase rococó a partir de los mediados del siglo, coincidiendo con el tiempo de economía más pujante. De esta manera se revitalizan los viejos obradores, al tiempo que prosperan otros, incluso en poblaciones pequeñas. En Granada siguen los plateros de cierto prestigio, como Salvador de Argüeta o Francisco Franco de Sarabia. Jaén conoce una etapa brillante con los distintos miembros de la familia Guzmán, muy activos, que además abarcan otros lugares, como Granada. También es brillante el panorama de Málaga, que incluso llegó a tener peculiaridades propias en cálices y copones, que se hacen con base bulbosa de planta ondulante y nudo periforme, todo ello con acanaladuras o gallones. Algunos de este tipo se conocen en la producción de José Peralta, uno de los principales maestros del obrador malagueño en el apogeo de la última parte de la centuria. Málaga se reforzó a su vez con otro importante centro de platería, Antequera, que ahora se desarrolla con notables maestros, empezando por Gaspar Núñez de Castro que en los principios de la centuria se ocupó de la custodia de Baeza, realizada a la manera de la de Juan de Arfe para la Catedral de Sevilla.
En Sevilla prosiguió su obrador como uno de los centros importantes de la platería andaluza como bien testimonian sus grandes maestros y su relevante producción. Así pueden citarse notables plateros como Manuel Guerrero, que intervino en el trono catedralicio de las Octavas, iniciado por su tío Juan Laureano de Pina, o Tomás Sánchez Reciente, autor del retablo de plata del Señor de la Pasión, en la iglesia del Salvador, originariamente destinado a la Encarnación, antiguo templo de los jesuitas. Desde luego, estas obras dan perfecta idea de la magnitud de las realizaciones sevillanas. Se pueden sumar otros maestros, caso de José Alexandre y Ezquerra, Blas de Amat o Juan Bautista Zuloaga, que protagonizan un importante capítulo de la platería rococó.
Pero la platería andaluza del siglo XVIII es sobre todo cordobesa, una centuria con una gran actividad en la construcción y reforma de edificios religiosos, que a su vez se llenan de retablos y renuevan sus ajuares. Este protagonismo de lo religioso está en relación con otra importante circunstancia: Córdoba es una ciudad eclesiástica con muchas parroquias, numerosos conventos y, sobre todo, la catedral. Precisamente, el clero catedralicio tendrá su papel en el desarrollo de la platería, con sus donaciones y encargos. Además, debe añadirse que algunos de los miembros son promovidos a algunos obispados y con este nuevo rango patrocinan obras de platería que siguen encomendando a los conocidos maestros cordobeses. De esta manera se alcanza una particular difusión, en la que también colaboran los plateros que actúan de agentes comerciales y recorren muchos territorios con sus ventas y su asistencia a las ferias. Tampoco debe olvidarse el reconocimiento de la calidad y del valor artístico de la platería cordobesa, el cual fue suficiente para su desarrollo y difusión. Así, se creó un gran obrador, atendido por numerosos plateros, que destacaron a lo largo de todo el siglo. Entre ellos figuran Bernabé García de los Reyes, contando su producción con magníficas custodias procesionales, como la de Espejo, en la que también interviene Tomás Jerónimo de Pedraxas, artífice que a su vez destacó como tracista de arquitectura, incluso se le ha atribuido la definitiva configuración de la Sacristía de la Cartuja de Granada. Pero el siglo XVIII cordobés es fundamentalmente el siglo de Damián de Castro, que como ninguno encarna el genuino rococó cordobés con sus diseños arquitectónicos y ornamentales de sinuosa configuración y gran riqueza decorativa de rocallas, a lo que Castro une un de despliegue de esculturas, frecuentemente de pequeño tamaño, que con el contraste de escalas que representan hacen más grandiosa la obra de platería. Su arte, con todas esas características, se manifiesta en plenitud en el arca eucarística de Jueves Santo de la Catedral de Córdoba. Pero este protagonismo del gran maestro no debe ensombrecer otras figuras que como él brillaron en la segunda mitad de la centuria, sobre todo Antonio de Santa Cruz y Zaldúa.
Autores: Ignacio José García Zapata y Jesús Rivas Carmona
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