Este curioso título responde a una situación muy peculiar que afectaba a todas las mujeres cordobesas de los siglos modernos, aunque, en especial, a casadas y viudas. El indudable impulso historiográfico que en los últimos tiempos está tomando el estudio del trabajo femenino no lo es, empero, tanto en una derivación del mismo, menos conocida, efectivamente, cual es la implicación de aquél con la familia, y, en concreto, la cuestión de las llamadas “costumbres holgazanas” cordobesas. Esa relación especial entre familia y trabajo femenino –o hacienda posible generada por el trabajo, doméstico y sobre todo extradométisco, de las mujeres- es la privación de los gananciales para las cordobesas de, sobre todo, Córdoba capital, y también de algunas localidades de su reino durante los siglos modernos; aunque todo arranca de ese indicado fruto del trabajo –femenino en este caso- que es la posible acumulación de patrimonio, pues la mujer ha trabajo siempre, en y fuera de casa, y, por tanto, siempre ha generado beneficio, que será más o menos valorable, en tanto que el primero rara vez se monetariza, pero que obviamente produce, o ayuda a producir, hacienda y patrimonio familiar.

Sabemos del trabajo doméstico de las mujeres del Antiguo Régimen –aun prolongado en la tierra, si ésta era la base de la economía familiar, al entenderse como una extensión del mismo trabajo doméstico-, por, entre otros muchos testimonios, el del mismo fray Luis de León cuando en La perfecta casada hace del “oficio simple y doméstico”, como lo tilda y califica, el centro y destino de la vida privada de las mujeres y el contenido de su aculturación con las hijas. También que desempeñaban trabajo extradoméstico, pese a no ser socialmente aceptado y contar con fuertes restricciones en la práctica, en los sectores secundario y, sobre todo, terciario –en el comercio al por menor; como parteras, comadronas y nodrizas; y, sobre todo, como sirvientas y criadas, entre otras actividades-, como demuestra el catastro de Ensenada, donde las encontramos, en la localidad cordobesa de Torremilano, con molinos harineros –los que tienen las viudas María del Olmo y Juana de Pedrajas, que les producen, entre especie y dinero, doscientos treinta reales de vellón, respectivamente-, o, en la misma villa, con tienda de especiería y todo género de semillas secas, como posee María Urbano Borrego. En la de Villafranca, regentando un beaterio “para enseñar [a] niñas la doctrina cristiana, leer, coser y bordar”. En Villanueva de Córdoba, donde la viuda Francisca Ulloa es “mercadera de por menor en paños, lienzo, mercería y bujón (sic)”, con una utilidad anual de mil cien reales de vellón. O en la misma Córdoba capital, donde doña Juana Cabezón regenta una tienda de paños y lienzos, como la soltera doña María Rabé, o la viuda Catalina Vázquez,  –en este caso, de seda y tejidos-, y de la primera materia, Beatriz Camacho, doña Catalina de Castro, la viuda doña Francisca López, doña Francisca Núñez, doña Juana de Luque, doña María de Mesa y Fiterso, la viuda María Meléndez, o doña María de Escobar; otras son vendedoras de buhonería y especiería, de ropas hechas y de cera labrada, o mercaderas de lino e hilo fabricado; tienen estanco de lutos –como doña Josefa de Molina- o son arrendadoras de jabón blando; e incluso, una, doña Ana de Galves, es boticaria, siempre con diferentes cuantías de utilidad anual en cada caso. Por tanto, ante la posible acumulación de patrimonio familiar como consecuencia del trabajo, doméstico y por supuesto extradoméstico, de las mujeres, es fácil colegir su relación e implicación con la familia, por la antedicha situación de que las cordobesas estaban privadas de los gananciales. Veamos, pues, ya en qué consiste esta cuestión y su desenlace.

Cuenta la leyenda que estando la reina Isabel la Católica en Córdoba, en una de sus varias visitas durante la guerra de Granada, le llamó la atención las muchas mujeres que frente a palacio estaban dos o tres horas esperando a ver si se asomaba, sin dedicarse a cosa alguna; y preguntando si le ayudaban a sus maridos a sostener las cargas de la familia, hubieron de contestarle que no, cuando dijo: “Pues si no ayudan a ganarlo, tampoco deben disfrutar de ello”, y las privó del derecho a los bienes gananciales por muerte de sus maridos. De ahí que muchas fueran a casarse a la inmediata aldea de Alcolea para poder usar de aquel derecho. Pero siendo muy dudoso el origen jurídico de esta costumbre –desde luego parece claro que no es atribuible a Isabel I, como asigna la tradición popular, porque no se ha localizado documento alguno con tal norma, aunque sí existe algún consenso en atribuir tal práctica consuetudinaria a una expresión o reata del derecho musulmán, como sostienen desde Pérez de Villar Herranz a Gómez Alfaro, pasando por Fernández de Castillejo, Muñoz Vázquez, De la Riva Lara, o Valverde Madrid, y que sin duda repercute al fuero del baylío o régimen respectivo al régimen económico del matrimonio y a su posterior distribución-, lo más importante aquí es la solución a esta injusta circunstancia de las mujeres cordobesas.

A este propósito, todo se precipita a fines del Setecientos, cuando, de nuevo según el erudito posterior Ramírez de Arellano, el cordobés José Fernández, conocido como “Carnerero” por su trabajo con esas reses, siendo muy pobre, se casó en Córdoba con una mujer tan cuidadosa de su casa, que ayudaba a su marido a agenciar lo que podía; llegando entre ambos juntar tan gran fortuna, que el buen esposo deploraba pasase a sus hijos, sin que su compañera fuese dueña de lo que realmente había ganado, y que para vivir de ello tendría que hacerlo por la voluntad y como favor de aquellos. Pero este rico cordobés, pese a su poca instrucción, acudió a Carlos III –aunque bien podría haber sido Carlos IV por lo que luego diré-, haciéndole presente su situación y la injusticia con que obró la reina Isabel I, logrando que se alzara su prohibición, como, efectivamente, sucedió en una real pragmática inserta en la Novísima Recopilación, según ahora veremos. Sin embargo, lo altamente significativo de esta noticia, sea más o menos cierta, es que, también en este asunto, la realidad, las situaciones “de hecho”, a veces preceden a las de “derecho”, dirigiéndose a justificar la necesidad de cambiar la prohibición de que las mujeres cordobesas disfrutasen de gananciales, por su decidida, probada y sobrada colaboración a mantener y engrandecer el haber familiar.

Es lo que, efectivamente, sabemos que sucede desde, al menos, 1770, cuando algunos esposos compensan la ayuda de la esposa con la cuarta marital, o el quinto de sus bienes, reconocen la aportación de su trabajo al caudal familiar, o su contribución y valía en la conducción y gestión de los negocios familiares; o, directamente, solicitan, una década después, que se les adjudiquen gananciales, cuando todavía no está aprobada la antedicha normativa que abolía la prohibición en contrario, pues, aunque expresan que lo hacen sin estar obligados legalmente a ellos, quieren que así sea al confesar que la esposa les ha ayudado grandemente a reunir el patrimonio conseguido cuando el esposo testa. Lo primero, es lo que hicieron en sus documentos de última voluntad Pedro Ranchal; don Juan Fernández de Castro –cuya fábrica de hilos se ha sostenido con el caudal y bienes dotales de su esposa-; Francisco José de Montes –a cuya esposa remite para que ofrezca razón del trato para vender vinos que tienen-; José Ortega y Castro y Juan de Mora; Manuel Castillo y Barrera, quien desea que se le pague a su esposa, pese a que matrimonió sin dote, lo que él ha percibido “en su nombre” por herencia de sus suegros; Pablo Lozano, quien declara que desde hace doce años ha tenido el cuidado de sembrar anualmente un  pegujar –o pequeña porción de terreno- de trigo, a beneficio de su esposa y con cuya utilidad ha labrado una casa en la villa cordobesa de Guadalcázar para aquélla y su hijo; el platero don Nicolás de Baena y Moya, quien manda a su esposa algún dinero, ropa y cosas personales “para que se pueda mantener con decencia”; don Diego del Castillo, quien desea que de su botica se encargue en lo sucesivo su esposa, ayudándole en ello el mayor de sus hijos, como hasta ahora ha hecho; o Patricio de Quexar, quien lega a su esposa su dote y remanente del quinto, o bien, en su lugar, la cuarta marital “para que se mantenga con decencia, vista su notoria pobreza”. La segunda decisión, esto es, mandar expresamente la mitad de los gananciales a la esposa, aun cuando aún en 1780 estaba la prohibición contraria en Córdoba, es lo que determinó el bujalanceño corredor de paños y propietario rural don José Antonio de Oruetta y Valle en su testamento otorgado aquel año. El caldo de cultivo para abolirla y normalizar la recepción de esos gananciales para las mujeres cordobesas estaba, pues, preparado.

En este sentido será decisiva la acción del diputado del común don Blas Manuel de Codes en mayo de 1789 al elevar un memorial al Consejo de Castilla en el que solicita la anulación de la “ley, costumbre o estilo” vigente en Córdoba que impedía a las mujeres casadas participar en los bienes gananciales. Como ya indiqué, seguía afirmando haber resultado inútiles las pesquisas realizadas para hallar base legal a la discriminación sufrida por las cordobesas respecto de las demás mujeres castellanas, suponiendo que pudiera haberse derivado históricamente del hecho de que siendo un tiempo Córdoba frontera de moros y estando mayoritariamente poblada por gente de armas, todas las ganancias matrimoniales fueron generalmente reputadas castrenses –exclusivas, por tanto, de los maridos, según las leyes del Fuero Real, recogidas luego en la Nueva y en la Novísima Recopilación-, y justificando que para obviar las consecuencias de aquella vieja práctica discriminatoria, muchos padres casaban a sus hijas fuera de Córdoba, como asimismo señalé; o de que aun, más recientemente, se generalizara la firma de capitulaciones prematrimoniales, al menos en algunos grupos de cierta notoriedad social.

El inicio del expediente recibe posteriormente un triple apoyo. Por un lado, los miembros del cabildo civil remiten un informe pidiendo asimismo la derogación al monarca, argumentando que “la tradición y vulgaridad de que por ser éstas ociosas y poco aplicadas al trabajo, se les excluiría de dicha partición, era una ofensa notoria al sexo, honor y aplicación de las muchas mujeres casadas que por público constaba y se tenían positivas noticias del esmero y afanes con que habían sabido aumentar sus casas, dotes y patrimonios particulares”; y continuando, en esa misma línea y dirección, que “lo que producía” tal situación “eran disensiones continuas entre los matrimonios, sustracciones ilícitas y los arbitrios mañosos de que cada uno de los cónyuges usaban para aumentar sus respectivos propios caudales, descuidando el acrecentamiento de los gananciales comunes, que si fuesen partibles, pondrían igual atención para multiplicarlos”. Por otro lado, el conde de Floridablanca también recibe una representación del presbítero cordobés don José Francisco Camacho, suscribiendo asimismo la necesidad de derogar las “costumbres holgazanas”, sosteniendo la ya consabida inexistencia de documento normativo firmado por la reina Isabel prohibiendo los gananciales para las cordobesas, y la indiscutible diligencia de éstas, sobre todo, en el gremio de linería, donde su producción ascendía a treinta mil arrobas anuales. Y la instancia del labrador Juan Fernández, finalmente, en 1796, al alcalde mayor de Córdoba, don Luis de Herrera, pidiendo que no se obstaculizara su deseo de legar a su esposa la mitad de los gananciales, justificando su demanda en que la considerable ampliación de su patrimonio se ha debido a que aquélla “ha influido más que yo, o al menos igualmente, en el adelanto de mi caudal”, y apoyándola, además, en el caso del hortelano Juan Pérez de Escobar que dejó testamentariamente a su esposa la mitad de los gananciales, como también hizo el ya citado Oruetta, sin que nadie lo estorbara, ni siquiera el curador designado para velar por los intereses de su hijo menor y heredero.

Llevada la cuestión a la Real Chancillería de Granada los magistrados retrasan su informe hasta el once de mayo de 1791, sobre todo por la cierta disparidad entrevista en las respectivas respuestas de Ayuntamiento y corregidor, porque el primero partía del mantenimiento de las costumbres holgazanas, si bien admitía las posibles ventajas de su abolición si sirviera para estimular en las mujeres “una verdadera aplicación y trabajo económico en sus casas y familias”; y el segundo, claramente advertía de los perjuicios de una práctica “tan contraria a la naturaleza de toda sociedad civil y legal, en la que los frutos que rendían los patrimonios de la compañía y la industria de ambos socios, se aplican sólo a uno de ellos”. En todo caso, no se ejercían en todo el reino de Córdoba y, además, muchas personas obviaban sus efectos celebrando capitulaciones matrimoniales, como ya sabemos; por lo que la costumbre se presentaba “notoriamente dañosa a las gentes pobres de dicha ciudad, porque la advertencia y sagacidad de los ricos la desvanecen cuando pueden con un simple pacto que hacen al tiempo de las capitulaciones”. Por todo ello, defendiendo la conveniencia de una uniformidad jurídica, derogatoria de fueros particulares lesivos, la Chancillería suscribe la petición de Codes. Llegado a Madrid este informe positivo, los fiscales del Consejo el treinta y uno de octubre de 1799 remiten el expediente al Procurador General del Reino, don Manuel Antonio García Herreros. Este se pronuncia el cuatro de marzo de 1800, conviniendo, tras examinar los expedientes promovidos por Fernández y Codes y la respuesta favorable de Granada, en la justicia de unas pretensiones encaminadas “a que en la ciudad de Córdoba y todo su reino se guarden las leyes de Castilla en orden a que las mujeres adquieran la mitad de los bienes adquiridos durante el matrimonio”. Pone fin a todo el proceso la real cédula de veintiocho de mayo de 1801 por la que Carlos IV suprime esta secular costumbre, pues desde tal fecha “mandamos que la ley general de la participación de las ganancias en los matrimonios sea extensiva a las mujeres cordobesas”; especificándose, tres años después, que la cédula se aplicará no solo a los matrimonios contraídos después de la misma, sino también “a todos los matrimonios celebrados con anterioridad, siempre que subsistiesen en esa fecha”, es decir, que no estuviesen disueltos entonces, excluyéndose así testamentarías pendientes y otros distingos. Concluía así una injusticia inveterada hacia el trabajo femenino y sus efectos en las familias cordobesas.

 

Autora: María Soledad Gómez Navarro


Bibliografía

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