El concepto de forastero era una peculiaridad muy acusada en épocas en que las migraciones y las proyecciones socio-económicas no solían rebasar el nivel de lo comarcal o acaso lo regional. Se une a ello la configuración heterogénea de los territorios de la Monarquía hispánica, incluso los del interior de la península ibérica, esa “monarquía compuesta” -como la denominó John H. Elliott- no era sino una yuxtaposición de “países” de los que el monarca era su señor natural. De ahí que comunidades de foránea procedencia trataran de mantener sus vínculos identitarios y solidarios en base al paisanaje bajo fórmulas asociativas como las hermandades y cofradías. En este caso, excluimos las cofradías formadas por extranjeros, que más propiamente tratamos como cofradías nacionales.

En la historiografía indiana el término cofradía “de naturales” ha adquirido pleno desarrollo como expresión de una sociedad multigrupal inserta en un proceso evangelizador, realidad que se traduce perfectamente en el ámbito de las cofradías y hermandades, pues se crearon para españoles y para indios (cofradías de naturales propiamente dichas), a las que se sumaron las de negros, mestizos y mulatos. En este sentido, el término se superpone a la conceptualización de las cofradías étnicas.

Sin embargo, en el ámbito estrictamente español, las cofradías “de naturales” pueden considerarse como corporaciones grupales integradas por miembros oriundos -nacidos o descendientes- de un territorio completo (reino o provincia) de los que componían la Monarquía Católica. La expresión cofradía grupal no es una tautología. Toda cofradía es un grupo, pero en el origen la denominada grupal existe otro vínculo preexistente sobre el que se basa la fundación de la cofradía: en este caso es el de compartir un mismo lugar de nacimiento, la misma patria, atendiendo a la acepción que entonces tenía esta palabra, la de tierra natal, más coincidente hoy con el término “patria chica”, y por eso se titulaban con el nombre de patrones de clara resonancia regional, de modo que aunaban a sus miembros por las vías del culto y la caridad, de la devoción y de la fiesta. La salvación de las almas, trasfondo ineludible de la realidad cofrade, alumbraba también en estos casos las prestaciones funerarias a los hermanos, en orden al mejor destino del cuerpo y del alma. Desde luego, la labor asistencial se hace primordial en estas modalidades confraternales grupales. En todos esos actos mostraron su imagen comunitaria con una indudable proyección social y, por lo general, con un decidido poder de representación.

Así, en Madrid hubo cofradías de naturales de Navarra (San Fermín, fundada en 1684), que marcó un hito en la extensión de esta modalidad, de vascos (San Ignacio), de riojanos (Valvanera, la que llegó a presidir el mismo marqués de la Ensenada), de castellanos y leoneses (Santo Toribio), de aragoneses (Virgen del Pilar), de catalanes (Montserrat), de gallegos (Santiago), de asturianos (Covadonga), de valencianos (Virgen de los Desamparados), de montañeses (Nuestra de la Bien Aparecida), de andaluces y murcianos (San Fernando), e incluso de indianos (Nuestra Señora de Guadalupe), por no mencionar a menor escala las de burgaleses, conquenses, seguntinos, manchegos, toledanos, y aun madrileños. De este modo reinos y provincias se hallaban presentes -mejor que representados- en la corte; se requieren estudios más profundos para calibrar su alcance real, su fortaleza institucional y su presencia ceremonial. Y en Andalucía, aunque poco conocidas en general, las hubo, si bien debe señalarse que la gran mayoría de estas cofradías, abiertas, admitían a gentes de la más diversa procedencia, lo que era en sí mismo un cauce esencial de integración.

La cofradía en sí, y más aún el hospital que algunas mantenían (muestra de la actividad asistencial destinada a sus asociados), eran puntos de referencia para estos colectivos y los puestos directivos por lo general se reservaron a las elites de esos grupos (en muchos casos burgueses o altos funcionarios, y, en suma, grupos oligárquicos), como ha señalado Elena Sánchez de Madariaga. Además, presentan diversos niveles de “identidad nacional”, tal era la complejidad de Monarquía hispánica. Encarnan así un potencial simbólico nada desdeñable, como proyección de una patria común, y más en el mundo de la corte y especialmente en una época de creciente centralización como fue la borbónica, señal de que, en palabras de Alberto Angulo, “las unidades jurisdiccionales, políticas, económicas y culturales del tiempo de los Habsburgo seguían buscando su hueco en el corazón del Imperio”.

Y, como no fueron flor de un día, mantuvieron a lo largo del tiempo la vinculación entre oriundos de segunda o tercera generación, que mantenían señas de identidad bien definidas a través de las expresiones de la religiosidad popular, por no mencionar la protección regia a la que casi todas estas hermandades aspiraban, de modo que esta forma privilegiada de visibilidad interesaba tanto al colectivo que las fundó como al Estado. Aunque su capacidad de influencia política debió ser limitada, al parecer de Bernardo J. García, muestran un cierto espíritu de emulación: “Surgieron de las necesidades de segregación o diferenciación entre los miembros de una determinada nación para gestionar de manera más autónoma los recursos asistenciales de su comunidad nacional, para atender en su lengua y con los suyos sus oficios religiosos y las devociones que les eran propias, y para reforzar su identidad pública frente a otras naciones ofreciendo una presencia más distinguida”.

Consta la existencia ya en la Sevilla medieval de hermandades de aragoneses, puestos bajo el amparo de Nuestra Señora del Pilar, que poseía un hospital propio, o de catalanes, que rendía culto y veneración a Nuestra Señora de las Mercedes (más tarde a la Virgen de Montserrat). Con el tiempo, las cofradías del Pilar y de Montserrat, entre otras contadas advocaciones, obtuvieron el privilegio de pedir limosna en todo el territorio de la Monarquía hispánica, a la vez que extendían entre los benefactores sus abundantes gracias espirituales, lo que sin duda contribuyó a extender esas devociones por territorio andaluz.

Siempre proclive a acoger propuestas confraternales diversas, el convento de San Francisco Casa Grande de Sevilla albergó a las cofradías de burgaleses (Concepción de María, 1522), de vizcaínos (Nuestra Señora de la Piedad, 1540) y de castellanos (San Antonio, 1563); por lo general, las compusieron comerciantes. En Cádiz cabe destacar la cofradía de la Humildad y Paciencia, de cargadores de Indias vascos (1621). Una hermandad de riojanos de Nuestra Señora de Valvanera se constata en el monasterio hispalense de San Benito (1725). Los vascos sevillanos se sirvieron de su cofradía y capilla para la defensa de sus derechos comerciales, en concreto respecto a la exportación de hierro, como consta en 1701, de modo que tales corporaciones reforzaban “la salvaguarda de unos privilegios que mejoraban su posición social y política en las tierras de origen y acogida”, en acertada expresión de Alberto Angulo. Fue, sin duda, la de los vizcaínos en Sevilla una hermandad rica e influyente.

En el caso granadino se constata la presencia de una cofradía penitencial, la de Nuestra Señora de la Consolación, que en origen fue de “gallegos”, fundada en torno a 1678 en el convento Casa Grande de los franciscanos observantes, y otra con el título de Nuestra Señora de Covadonga, que conformaban los asturianos y montañeses en la parroquia de Santa María Magdalena.

Este último caso arroja luz sobre esta categoría confraternal, que tiene el valor añadido de la expansión de la devoción mariana y de la potencia simbólica de ciertas imágenes y advocaciones. Heredera lejana de una cofradía de Nuestra Señora y San Roque, establecida en una ermita propia poco después de la conquista del reino de Granada y formada por personas venidas de la cornisa cantábrica, los propios “montañeses” ampliaron la ermita, tras convertirse en parroquia, entre 1508 y 1520. Desde 1567 esa antigua hermandad se denominó de la Purificación y Ánimas, y ya acogió en su seno a trabajadores de la plaza de Bib-Rambla y de las alhóndigas Zaida y de Granos, sin perder la presencia de montañeses. Este colectivo era ya muy difuso en el siglo XVIII y, por lo general, desclasado. Así como las cofradías de vascos o vizcaínos defendían por doquier su estatus hidalgo, los montañeses y asturianos granadinos que conforman la hermandad de Covadonga desde 1702 reivindicaron ser herederos directos de aquella hermandad más antigua de la parroquia. Así se abrían hueco en la sociedad granadina, reforzando el simbolismo que ligaba a la Virgen de Covadonga y don Pelayo con la última tierra peninsular ganada por los reinos cristianos. En 1813 quedaban tan solo doce cofrades y desapareció hacia 1820. Como número máximo, 42 hermanos asistieron al cabildo de elecciones de 1703 y tan solo seis al de 1798. Su fiesta principal, mariana, varió a lo largo del tiempo: Candelaria, Asunción y finalmente Natividad.

Juan Sanz Sampelayo cifra en un 1,5% la presencia de inmigrantes procedentes del área cantábrica entre el conjunto de la inmigración oriunda del interior de la península soportada por la ciudad a lo largo del siglo XVIII, es decir unas 407 personas; por entonces, los inmigrantes gallegos representaban un 4,3% (1.155 personas).

Cabe mencionar que estas cofradías estuvieron en el ojo del huracán ilustrado, siendo célebre la exposición del conde de Aranda al Consejo de Castilla en 1773, discurso clave en el expediente general sobre las cofradías del reino, en el que señala: “las Congregaciones de Naturales, y las Provinciales que se llaman Nacionales, sostienen un espíritu de Partido, y conservan una Memoria que no conviene, donde solo ha de haver un Rey, una Ley, y una Grey, y son fanáticas en dispendios, obstentación, y parcialidad”. Ese era el “espíritu de cofradías” que había denunciado Olavide, una aberración para las mentes ilustradas transidas de un regalismo centralizador.

 

Autor: Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz


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