El cargo de capitán era fundamental en la estructura militar de la Monarquía Católica. Con similitudes y diferencias entre sí, estaba presente tanto en el ejército profesional como en las milicias, por lo que es importante no confundir al capitán de una compañía de milicias con el capitán del tercio ni con el de una compañía profesional ordinaria que sirviese en Andalucía.

Dada la heterogeneidad que caracterizaba las milicias locales, encontramos distintas particularidades en Andalucía en función de los privilegios de la ciudad que levantaba la milicia, de si se encontraba en la costa o en el interior y del interés de su cabildo en los asuntos militares. La irregularidad con la que se formaban las compañías de milicia local hacía que el cargo de capitán de compañía no fuese permanente, como lo era con la milicia territorial, sino que cuando llegaba el aviso de peligro y tenía que formarse la compañía se debatía en cabildo quién ostentaría dicho cargo.

Una vez designado, el capitán podía tomar parte en las labores de reclutamiento de la compañía o dejarlas en manos de un jurado. En cualquier caso, iba asistido por otra justicia local y un escribano. Era el principal responsable de su compañía desde que quedaba conformada y, si tenía que desplazarse para defender otro lugar que no fuese la propia ciudad, debía velar por mantenerla unida y evitar tanto las deserciones como los desórdenes durante el camino o cuando se aposentasen. Así, quedaba también encargado de entenderse con el gobierno de las ciudades por las que pasaba la compañía, para lo que disponía de un documento que exponía las circunstancias del servicio y la necesidad que tenían de ser asistidos.

Si la milicia local defendía su propio terruño era habitual que se organizase un alarde, donde el capitán tenía un puesto destacado frente a sus vecinos. En caso de que la milicia se hubiese desplazado, tampoco era extraño efectuar una muestra ante la autoridad militar en la ciudad de destino. En ambos casos quedaban a la espera de órdenes.

En la milicia local el cargo de capitán era codiciado por la regiduría. Las razones no eran únicamente de índole económica, pues el cargo no estaba mal pagado teniendo en cuenta que el peligro aparejado no solía ser elevado, sino que principalmente reportaba beneficios en términos de prestigio y superioridad social. La oligarquía local que dominaba el cabildo se reservaba el cargo de capitán para sí misma, sin orden expresa para hacerlo, al tener potestad para ello. Esto suponía prestar servicio como capitán y no como un caballero más, a diferencia de otros hidalgos que podían servir al lado de pecheros como los cuantiosos.

Este interés no se mantuvo constante a lo largo de tres siglos. En época de los Austrias hubo episodios concretos en los que la regiduría no tuvo interés en ocupar el cargo. En Jaén, durante la Guerra de la Alpujarra, el capitán y regidor Pedro Ponce volvió del frente a los pocos meses para no volver a capitanear la milicia local alegando enfermedad. Para el siglo xvii disponemos de un caso similar con la milicia de Sevilla, que tras ser utilizada para controlar la frontera con Portugal (1640-1642) tenía a varios capitanes desentendidos de sus compañías. Se trata de episodios en los que el riesgo de una guerra auténtica superaba los beneficios que preveían obtener. En este sentido, se hace preciso destacar las facilidades que, desde su posición, tenían para resistirse a prestar estos servicios incluso después de haberse comprometido a ello. Una situación muy diferente a la de los milicianos, para quienes la deserción suponía importantes penas que iban desde lo económico a pasar varios años en galeras.

En los planes de milicia general quedó claro desde un primer momento que los cabildos, como órgano cuya colaboración era indispensable para su puesta en marcha, no iban a perder la oportunidad de designar los mandos como venían haciendo con sus milicias locales. La Corona tuvo que ceder y dar más autonomía a la elite local para conseguir su colaboración. Así, el cabildo proponía una terna de candidatos al Consejo de Guerra y era el rey quien nombraba a uno de ellos como capitán tras una consulta. En la práctica no siempre se cumplió este sistema ni tampoco lo hicieron las premisas que el cabildo tenía que tener en cuenta para la proposición de esa terna, donde pesaron más los lazos familiares que la experiencia en el ámbito castrense. Para ser capitán se requería ser natural de la ciudad, hombre noble y notorio y contar con servicios previos al monarca o con parientes distinguidos en política o en el ejército. Así, estos requisitos se prestaban para que el cargo entrara dentro del reparto de influencias de la elite municipal. De esta manera, además de algunos soldados retirados que llegaban ennoblecidos a su tierra, encontramos como capitanes a los propios regidores, a miembros de su familia –no era extraña la patrimonialización del cargo– y clientela, que frecuentemente no habían desempeñado antes cargos militares.

La función del capitán era fundamental para el correcto funcionamiento de la milicia. En el escalafón se encontraba por encima del alférez y por debajo del sargento mayor, ante cuyas ausencias su responsabilidad aumentaba. Su desempeño era esencial no solo para la instrucción de las compañías, sino que los lazos directos que podían establecer los capitanes con los milicianos eran cruciales para que no mermase la compañía. Por ello, el hecho de que el cargo fuese ocupado por miembros del cabildo, en muchas ocasiones sin experiencia militar y que poco o ningún interés tenían en el adiestramiento de sus vecinos, tuvo mucho impacto en algunas ciudades.

El caso de Granada, uno de los mejor estudiados por Prieto Gutiérrez, refleja una evolución en la que el interés de los regidores por ocupar el cargo de capitán decae conforme avanza el siglo XVII, de manera que los capitanes cada vez pertenecen en mayor porcentaje a bajas categorías de la nobleza. De las causas que explican este fenómeno destaca su aportación sobre el cambio en la concepción de la milicia por parte de la oligarquía local, que veía cada vez más el modelo como una fuente de reclutamiento de hombres que como una fuente de honores, prestigio y privilegios. En este sentido, no conviene perder de vista ni los servicios de las milicias territoriales en el frente catalán ni la propia colaboración de los capitanes con los procesos de reclutamiento para el ejército profesional.

Tanto en el siglo XVII como en el XVIII, el hecho de que las sustituciones en el cargo se diesen por la muerte del titular sugiere que resultaba muy provechoso para quienes lo ostentaban. Tratándose de un puesto en el que el beneficio económico solo se producía cuando la compañía era movilizada y que ello solía venir acompañado de las quejas y alegaciones de enfermedad de los capitanes, se evidencia que las motivaciones para ser nombrado capitán estaban más ligadas al ámbito social y político.

Las reformas introducidas en el siglo XVIII no alteraron mucho las características fundamentales del capitán de milicias. A diferencia de puestos de la oficialidad en un escalafón superior, solo cobraron por su ejercicio cuando la milicia era movilizada. No obstante, eran los encargados de aprobar las sustituciones de los milicianos por muerte o enfermedad. El cargo seguía reservado a los naturales de las provincias, la nobleza autóctona y militares retirados, con la posibilidad de llegar a él por ascenso. De esta última vía se dan contados casos, ya que los alféreces se toparon con que el cargo estaba monopolizado por la oligarquía municipal que controlaba el cabildo y seguía obteniendo réditos de él. Asimismo, se aprovechó el puesto para colocar a familiares en puestos destacados y que así iniciasen la carrera militar dentro de la milicia provincial, una vía que era tan válida como el ejército profesional, pero menos peligrosa.

En 1737, Felipe V limitó las pretensiones honoríficas de los oficiales que desempeñaban empleos militares y políticos, de manera que los capitanes ya no quedaban distinguidos en la sesión del cabildo. Esto se sumó a la creciente aversión en los propios ayuntamientos por su absentismo y a la progresiva merma de la importancia del cabildo en las decisiones de la milicia, de manera que solo acabaron refrendando las medidas que nacían de los propios regimientos andaluces. Así, se produjo una paulatina profesionalización de los cuadros de mando a lo largo del Setecientos.

En las milicias urbanas de Andalucía en el siglo XVIII la oficialidad siguió proviniendo de la corporación municipal. Los aspirantes se postulaban y se debatía quién sería el elegido en la sesión. Como anteriormente, las decisiones no estaban exentas de presiones, negociaciones e intereses personales por beneficiar con el cargo a familiares y clientes.

 

Autor: José Antonio Cano Arjona


Documentos

  • Descripción de la entrada de Fernando de Aranda, regidor y capitán de la milicia local de Alcalá la Real, en Málaga, 1543 (AMAR, Legajo 145, pieza 7. Trascripción de José Antonio Cano Arjona):

«Yo, el liçençiado Nicolás Beltrán, alcalde mayor de Málaga, digo que el sábado a las quatro oras de la tarde en la plaça de la dicha çibdad vi entrar en ordenanza con su vandera y a tambor a Fernando de Aranda, capitán y regidor de Alcalá, con noventa y seys soldados armados de sus vallestas y arcabuzes a manera de guerra y dieron vuelta en la dicha plaça y se presentaron ante mí y yo como justicia les di la ynstruçión de lo que avían de velar e guardar y ellos así lo guardaron y velaron como cumple al servicio de su magestad y a la guarda e defensión desta çibdad. Fecho a veynte de noviembre de myll e quinientos y quarenta y tres años. El liçençiado Beltrán».

Bibliografía

CANO ARJONA, José Antonio, Las milicias locales del reino de Jaén en el siglo XVI: Úbeda, Baeza, Jaén y Alcalá la Real, Granada, Trabajo de Fin de Máster inédito, 2020.

CONTRERAS GAY, José, Las milicias provinciales de la Corona de Castilla en la Edad Moderna (1598-1766), Granada, Tesis Doctoral inédita, 1992.

CONTRERAS GAY, José, Las milicias provinciales en el Siglo XVIII. Estudio sobre los regimientos de Andalucía, Granada, Instituto de Estudios Almerienses, 1993.

CORONA MARZOL, María del Carmen, “Las milicias urbanas de la Baja Andalucía en el siglo XVIII”, en MARÍN MARINA, Ignacio, GALÁN DELGADO, José Juan y CASTAÑEDA DELGADO, Paulino (coords.), Milicia y Sociedad en la Baja Andalucía (siglos xviii y xix), Madrid, Deimos, 1999, pp. 377-390.

PEZZI CRISTÓBAL, Pilar, “La milicia local en la jurisdicción de Vélez-Málaga.: provisión de cargos y reparto de privilegios”, en Baética: Estudios de Historia Moderna y Contemporánea, 26, 2004, pp. 353-368.