Las capellanías fueron fundaciones perpetuas establecidas por una persona, generalmente acaudalada, a través de las cuales se vinculaban algunos de sus bienes patrimoniales para asegurar la manutención de uno o varios clérigos o el pago de una pensión a los mismos. Por su parte, estos clérigos quedaban obligados a cumplir de forma perpetua las mandas religiosas establecidas en la fundación, que pudieron ser la celebración de un cierto número de misas o de otros cultos, en una capilla determinada, por el alma del fundador o de su familia. En definitiva, una capellanía fue un contrato entre un fundador y la Iglesia, como garante del cumplimiento de sus intenciones, donde se dieron dos condiciones, por una parte, la necesidad de pedir por el alma de uno o varios individuos, y por otra, la posibilidad de poder renunciar a ciertos bienes que, de otro modo, irían a parar a los herederos o primogénitos.

Pese a que estas fundaciones son de origen medieval, fue en el Antiguo Régimen cuando experimentaron un mayor auge tanto en España, como en Portugal y América, circunstancia que se explica por el influjo de la cultura del Barroco, el énfasis de la muerte, el Purgatorio y la salvación del alma. No obstante, las capellanías establecidas en vida o por testamento, más allá de poseer una función religiosa o espiritual, sirvieron como instrumento de promoción social y de solidaridad familiar. En palabras de Pro Ruiz, las capellanías fueron una modalidad de propiedad vinculada, con la que los nobles atendían a las ramas secundarias de sus linajes que quedaban excluidas del mayorazgo. De este modo, la capellanía creaba un patrimonio vinculado e indisoluble que aseguraba el futuro de un segundo o tercer hijo. El derecho del patronato quedaría además adscrito a la línea principal de la familia, por lo que una vez que vacase la capellanía, el primogénito volvería a otorgarla a un pariente suyo. De este modo se desarrollaba la solidaridad de familia en torno al titular del mayorazgo o pater familias.

En consecuencia, la capellanía podría considerarse como un mayorazgo de proporción reducida que se desarrolló en un espectro social amplio. Sus fundadores respondieron a diversos perfiles sociales, procedentes de distintos ámbitos, que englobarían desde el espacio cortesano hasta el mundo rural. Hombres y mujeres, en matrimonio o en solitario, así como clérigos, hombres de armas, regidores, labradores, escribanos o nobles, entre otros, establecieron este tipo de fundaciones en virtud de la familia, su protección y pervivencia, aunque si se toma en cuenta la dotación de bienes raíces sobre las que se asentaban las capellanías, podemos hablar en líneas generales de perfiles pertenecientes a grupos intermedios y preminentes de la sociedad.

En cuanto a los tipos de capellanías, cabría distinguir entre la capellanía laical, que implicaba que los bienes dotales permanecieran en posesión del patrono, quien gestionaba la capellanía sin ser el propietario, con la obligación de entregar sus rentas al clérigo o capellán  encargado de decir las misas; y la capellanía eclesiástica o colativa, en la que las tierras y otros bienes pasaban a integrar el patrimonio de la Iglesia, un sistema de vinculación atractivo para las familias fundadoras, ya que implicaba una reducción de las cargas fiscales sobre esta parte del patrimonio. Esta última modalidad de capellanía eclesiástica o colativa funcionó como beneficio eclesiástico, que respondía a un nuevo modo de organización del patrimonio de la Iglesia: el sistema beneficial. Este sistema llevó consigo que los clérigos dispusieran de bienes y rentas asignadas para su sustento hasta su muerte. Para garantizar estas rentas, ya desde la Edad Media se creó dicho sistema que garantizaba, a la muerte del clérigo, que su patrimonio no pasara a la Iglesia, sino que fuera revertido a la familia para emplearse en otro pariente. Estas capellanías colativas fueron, por tanto, verdaderos beneficios eclesiásticos, mientras que las capellanías laicales tuvieron únicamente la obligación de sustentar a un clérigo para que dijera ciertas misas o realizara otros encargos de carácter religioso. No obstante, en ambos casos, estas fundaciones sirvieron como vía para evitar la enajenación del patrimonio y proteger la capellanía de la mala gestión de sus poseedores pues, en el caso de las capellanías eclesiásticas, se protegía el patrimonio de la Iglesia de la posible mala gestión del clero beneficial y, en el caso de las capellanías laicales, se protegía de las ramas secundarias de la familia, asegurándoles la perpetuidad de una renta procedente de bienes propios.

Ciertamente, en pocas ocasiones los bienes vinculados a estas fundaciones pueden equipararse a la importancia de aquellos vinculados en los mayorazgos, aunque tampoco podemos afirmar que en todos los casos el patrimonio medio de una capellanía fuese exiguo, pues las hubo que se crearon sobre un importante número de propiedades. Algunos ejemplos los tenemos en las capellanías establecidas en las poblaciones del norte del Reino de Granada, o en algunos territorios de Córdoba, donde ricos labradores locales, inmersos en procesos de ascenso social, fundaron capellanías valoradas en considerables cantidades de dinero. En estos casos, el objetivo sería asegurar una considerable renta al capellán, como base de sustento económico, y contar con respaldo suficiente para que pudiera ascender en la carrera eclesiástica. Asimismo, es reseñable que aunque los bienes iniciales no fuesen en principio muy gruesos, con el paso del tiempo y las estrategias del grupo familiar, el patrimonio se podría ir incrementando favoreciendo así el ascenso social. De este modo, pese a que una parte considerable de los capellanes pertenecieron a sectores medios que ingresaron en el clero secular y el bajo clero, esta posibilidad de acrecentamiento patrimonial podría tornarse en una buena oportunidad para promocionar. La capellanía se convirtió así en un medio de sustento, que posibilitó la obtención de un sueldo y el desempeño de una profesión remunerada, pero también pudo representar un trampolín social que permitió el acceso a puestos de poder local o eclesiástico.   

En toda fundación de capellanía se distinguieron dos figuras, la del patrón, persona que decidía y administraba la capellanía tras la muerte del fundador; y el capellán, clérigo que debía cumplir con las mandas vinculadas a la capellanía y con la condición sine qua non de estar tonsurado -haber obtenido el primero de los grados clericales- y contar con, al menos, catorce años de edad. Como afirmara Arturo Morgado, ignoramos en buena medida cuáles fueron los requisitos específicos exigidos al capellán, aunque todo apunta a que la jerarquía eclesiástica tuvo bastante poco que decir en la provisión de las capellanías, siempre que el propuesto por el patrón cumpliera con los requisitos exigidos, ya señalados. Por lo que respecta al patrón, estos ejercerían como titulares y protectores de la capellanía, debiendo velar por su buen funcionamiento. Estarían encargados además de nombrar capellanes y sacristanes, de acudir al culto, y de ejercer su derecho a enterrarse donde dispusiera la fundación. Habitualmente, los patronos fueron los primogénitos y cabezas de familia y ostentaron, junto a los patronatos de capellanías, otros vínculos como mayorazgos o señoríos. Por su parte, los capellanes fueron designados de forma premeditada respondiendo a una política familiar establecida que perseguía la protección de la familia, o bien, la ostentación social.

Sin duda, en el establecimiento de la capellanía, el fundador defendió ante todo los intereses del linaje, pues determinaron habitualmente que el patronazgo recayera en primera instancia en miembros del clan familiar, siguiendo el mismo orden sucesorio que el empleado para la constitución de los mayorazgos; y, en segundo término, establecieron en la mayor parte de las capellanías que estas fueran servidas ante todo por miembros del propio linaje fundador, llegándose incluso a penalizar con una mayor carga de misas a todos aquéllos que fuesen extraños al mismo. En este marco, cabe destacar también el fenómeno de las acumulaciones de capellanías en una sola persona, como consecuencia de estrategias familiares, que posibilitaron no solo el acopio de estas fundaciones, sino también la concentración de estos vínculos en un solo patrón o la suma de derechos en manos de los primogénitos de las grandes familias locales. Otras razones que explicarían la concentración de varias capellanías en manos del mismo capellán pudieron ser la disminución y pérdida de valor de la congrua de algunas de ellas, y la desigual representación de la proporción entre número de capellanes y cantidad de capellanías a asignar por un mismo patrón dentro de su parentela. En este último factor incidiría la concentración y unión de familias, mayorazgos y patronatos en una misma persona o rama de un linaje.

Encontramos también el efecto contrario, pues hubo determinados clérigos bien asentados en el estamento nobiliario que renunciarían a sus vínculos en favor de parientes más jóvenes y con menos fortuna para que pudieran sostenerse y emprender sus propios procesos de ascenso y consolidación, reforzando así el poder del grupo. Así, cuando la acumulación de capellanías hubiese procurado la consolidación económica del clérigo poseedor, éste podría renunciar a los cargos en los patronos para que nombraran, como nuevo titular de la capellanía, a quien le hiciera más falta.

Pese a que, como señaló Gonzalo J. Herreros, las capellanías sirvieron en ocasiones como redes clientelares, pues en algunos casos se comprueba que, cuándo la estirpe del fundador y los patrones no disponían de varones con que ocupar las funciones de capellán, se generaron grupos familiares ajenos que albergaron sucesivamente los puestos de capellán y que se convirtieron en clientes sociales de la familia que poseía el patronazgo, lo cierto es que casi siempre primó la descendencia de los fundadores o el parentesco colateral para que fueran los miembros del linaje quienes gozaran de estos vínculos. En consecuencia, podemos afirmar que la contribución de los laicos en las donaciones de capellanías y obras pías, así como en las fundaciones de capellanías fue muy importante, creando una estructura de apoyo y solidaridad mutua, intentando asegurar no solo el bienestar del fundador fallecido en el “más allá”, sino también el de su familia y allegados en la vida terrenal. La colaboración familiar fue evidente en la fundación de capellanías como muestra de solidaridad grupal, pero también fue un modo de distinción y ostentación de la clase dominante, confluyendo así en la fundación de estos vinculados tres tipos de necesidades fundamentales: la espiritual, la material y la social. Las capellanías aportaron numerosos beneficios a las familias que las fundaron, pues permitieron vincular patrimonio para los hijos segundones, sirvió de resorte para el mantenimiento de las relaciones clientelares con otras ramas colaterales del linaje y permitió a su vez colmar las aspiraciones espirituales y el ansia de memoria de quienes las crearon.

Tras el esplendor de estas fundaciones, en la segunda mitad del siglo XVIII comenzarían a aparecer una serie de medidas que las restringirían, hasta que, a comienzos del siglo XIX, concretamente en 1820, se terminaron prohibiendo.

 

Autora: María del Mar Felices de la Fuente


Bibliografía

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HERREROS MOYA, Gonzalo J., “Así en la tierra como en el cielo. Aproximación al estudio de las capellanías en la Edad Moderna: entre la trascendencia y la política familiar. El caso de Córdoba”, en Historia y Genealogía, 2, 2012, pp. 111-144.

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