Aunque, en principio, toda corporación o colegio de clérigos instituida por la autoridad eclesiástica y adscrita a determinada iglesia para promover el culto divino con los correspondientes beneficios anejos es denominada cabildo, los cabildos catedralicios no surgirán hasta el siglo XIII, correspondiendo uno a cada diócesis, siendo sus misiones conformar el núcleo principal de gobierno de la misma, la exaltación del culto católico por medio de su participación en las ceremonias litúrgicas de la catedral, y constituir el embrión de una serie de instituciones necesarias para el gobierno, administración, ejercicio de la justicia y actividades culturales de sus respectivos obispados. Durante el Antiguo Régimen encontraremos un cabildo catedralicio en cada diócesis andaluza, siendo éstos los de Cádiz, Málaga, Córdoba, Jaén, Guadix, Almería, Sevilla y Granada. En ciudades importantes que no constituían capitalidad de diócesis o en sedes suprimidas de gran valor histórico estuvieron presentes además los cabildos colegiales, entre ellos los del Salvador, Santa Fe y el Sacromonte en la diócesis de Granada, Úbeda, Baeza y Castellar de Santisteban en la de Jaén, Antequera y Ronda en la de Málaga, y Jerez de la Frontera, el Salvador, Osuna y Olivares en la de Sevilla.

El número de componentes de los cabildos era muy variado, dependiendo en buena medida de la capacidad económica de las respectivas diócesis. Si el cabildo hispalense contaba nada menos que con 10 dignidades, 40 canónigos y 40 raciones o medias, el muy cercano de Cádiz, por el contrario, solamente incluía entre sus efectivos a seis dignidades, diez canónigos y una docena de raciones o medias raciones. Si bien tan sólo los canónigos forman parte en sentido estricto de un cabildo, puesto que ellos suelen reunir las tres condiciones básicas de pertenencia al mismo (participación en el coro, en el gobierno del cabildo y en las retribuciones de la mesa capitular), una visión más generosa incluiría a los otros grupos, aunque en determinadas diócesis las prebendas inferiores y las dignidades carecían de derecho de voto en el cuerpo capitular.

Al frente del cabildo se sitúa el deán, como presidente y máxima figura del mismo. Arciprestes y arcedianos carecen en este período de funciones y atribuciones definidas, tratándose de una reliquia de aquellos tiempos en los que dichas prebendas estaban a cargo de las divisiones administrativas de las diócesis. El chantre está encargado de todo lo relativo al coro, el tesorero de las alhajas y vestimentas de la iglesia, el maestrescuela de la instrucción de los clérigos de coro. Junto a ellos, los canónigos de oficio, elegidos por oposición, desempeñan funciones muy bien definidas: el lectoral es maestro de gramática, el doctoral, asesor del cabildo en cuestiones jurídicas, el magistral está a cargo de la predicación, el penitenciario de oír en confesión a los miembros del cuerpo capitular. sin olvidar el variopinto elenco de oficios y empleados subalternos que contribuían por su parte a un mayor esplendor del culto catedralicio y que permitían a los capitulares el establecimiento de verdaderas clientelas.

La provisión de las prebendas catedralicias correspondía en un principio al papa, pero desde el siglo XIII los pontífices fueron cediendo sus derechos en favor de obispos y cabildos. Durante mucho tiempo los litigios y los pleitos existentes entre ambas instituciones fueron moneda común, ya que estos beneficios constituían un medio muy atractivo con el que contentar a pedigüeños de la recomendación y el favoritismo, agradecer favores recibidos, y colocar familiares y amigos deseosos del goce de una situación económica reposada (ni obispos ni cabildos fueron ajenos a las presiones y recomendaciones provenientes de personajes interesados en colocar a sus protegidos), por lo que en casi todas las diócesis acabaron implantándose concordias entre ambas partes que podían adoptar la forma de estatutos de alternando (obispo y cabildo elegían alternativamente al poseedor de la prebenda vacante) o por medio de elección simultánea. Desde 1418 comienzan a funcionar las reservas apostólicas, correspondiendo al papa los beneficios vacados en los meses apostólicos, cuando el beneficio había quedado vacante falleciendo el titular en la curia romana o siendo cardenal, o cuando el mismo había sido cubierto estando vacante la sede episcopal. Muchas prebendas, empero, se convirtieron en prácticamente hereditarias por medio de las permutas (cambio de un beneficio por otro), dimisiones (dejación de la prebenda disfrutada, que es puesta en manos de la autoridad competente), resignas (renuncia en beneficio de un tercero) y coadjutorías (los canónigos enfermos o ancianos pedían ser sustituidos en el coro por otras personas que tendrían derecho de sucesión cuando falleciesen). Solamente las canonjías de oficio (doctoral, lectoral, penitenciario y magistral) eran provistas por medio de oposición, y para acceder a las mismas era necesario ser licenciado, doctor o graduado en Teología, Cánones o Derecho. En muchas catedrales existe además como requisito obligatorio la limpieza de sangre, siendo los pioneros los cabildos de Sevilla (1515/1531) y Córdoba (1530).

El reclutamiento de los miembros de los cabildos catedralicios estuvo fuertemente determinado por las relaciones clientelares (era muy frecuente el apoyo prestado por los prelados a los miembros de su «familia») y familiares (como hemos señalado anteriormente, la existencia de permutas, dimisiones, resignas y coadjutorías permitía que muchas prebendas se convirtieran en prácticamente hereditarias), si bien estos linajes no se prolongan más allá de dos generaciones (tío-sobrino) en la mayor parte de los casos, siendo las razones para ello desde la falta de sucesión masculina en el linaje en cuestión, pasando por la carencia de hijos segundones susceptibles de ser destinados a la carrera eclesiástica, hasta la competencia ejercida por otras familias. En cualquier caso, todo ello provocará, al menos a tenor de los datos que obran en nuestro poder, que el nivel de endogamia geográfica existente en los cabildos catedrales fuese bastante fuerte, y solamente las canonjías de oficio, provistas, como hemos mencionado, por oposición, suelen escapar de este predominio de los elementos locales. Por lo que se refiere a su procedencia social, la vinculación con los notables locales y con los grupos mesonobiliarios es un hecho constatado universalmente.  

Los prebendados se caracterizaban por su buen nivel de vida, y era obligatorio proyectar ese status a la comunidad, no faltando en la documentación llamamientos, normativas y sanciones al respecto hechos por la institución a aquellos de sus miembros cuya imagen se percibiera como poco honesta, esto es, acorde a los criterios de distinción naturales a su status, reflejado en todos los aspectos de la vida cotidiana, con una casa provista de todas las comodidades y mobiliario adecuado en todas las habitaciones, cocina completa, despensa bien nutrida, y un amplio servicio doméstico en el que solemos encontrar ama de llaves, cocinera, criadas, lacayos, cochero y paje. Las rentas percibidas de la catedral y sus propiedades particulares le permitían sostener este tren de vida.

Ello contrastaba con la levedad de sus cargas, que se resumían en la obligación de asistir a los cabildos, donde se trataban todos aquellos asuntos que podían afectar a la vida interna del cuerpo capitular, y cumplir con la residencia, o asistencia a los divinos oficios celebrados en el coro, convertida en obligatoria por Trento (solamente eximían de su cumplimiento vacaciones, enfermedad, jubilación o el desempeño de alguna comisión concreta), aunque todavía en el siglo XVIII no era universal el respeto de la misma. Si bien los choques con los prelados (debido a la tendencia de los obispos postridentinos de recuperar los poderes perdidos en la Baja Edad Media a manos de los cabildos) y los cabildos municipales (por cuestiones honoríficas y de preeminencia en procesiones y celebraciones litúrgicas) fueron continuos, y persistieron aún en el siglo XVIII, lo más común era lo que se ha dado en llamar una «vida de canónigo», con escasas obligaciones litúrgicas y cultuales y una envidiable situación económica, lo que facilitaba las pretensiones eruditas e intelectuales de muchos prebendados.

En definitiva, no podemos en modo alguno subestimar la funcionalidad de unos cabildos que lograron mantener su prestigio social y su importancia económica a lo largo de los tiempos modernos. Conservaban la función de asesoramiento, consejo y colaboración con el obispo, de su seno salían los principales cargos de la curia eclesiástica y su actuación era fundamental en los períodos de sede vacante. Su papel de administración y cuidado de la Iglesia catedral era muy destacado, sobre todo si consideramos el valor simbólico que estos edificios adquirieron en el ámbito urbano, conformando también una forma de enlace con los poderes fácticos locales. Suponían en manos de la corona un número elevado de cargos administrativos muy codiciados. Pero muy pocas veces la condición de miembro de un cabildo fue un factor decisivo para una promoción posterior, y ser prebendado en las catedrales andaluzas fue en muchos casos una carrera autoconclusiva. Funcionaron más como reductos de poder local que como espacios insertos en la carrera eclesiástica, ya que ni estuvieron bien comunicados con los escalones inferiores del clero diocesano, ni con la esfera de las prelaturas.

 

Autor: Arturo Morgado García


Bibliografía

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MORGADO GARCÍA, Arturo, La diócesis de Cádiz: de Trento a la Desamortización, Cádiz, Universidad, 2008.

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