Poner fin a la patria potestad se impuso como un momento fundamental en la vida de cualquier persona, una inflexión en su trayectoria individual a partir de la cual continuó bajo unos condicionantes distintos, al menos, en lo que corresponde al ámbito legal. A partir de entonces, el hijo o la hija liberado asumió prerrogativas como sujeto autónomo en la gestión de su patrimonio o la comparecencia ante escribano público. Era, en última instancia, un proceso que incumbía al individuo y a la familia, pero también al conjunto de la comunidad en la que se ubicaron los agentes intervinientes.
Atendiendo prioritariamente a la ejecución de esta emancipación, podemos referenciar tres procedimientos diferentes reconocidos por la legislación castellana durante los períodos medievales y modernos. Uno de ellos fue la extralimitación de algunos padres, véase aquí el abandono o la prostitución de los hijos, lo que suponía la pérdida de la autoridad paterna. Por otra parte, la potestad llegaría a su fin cuando los vástagos alcanzasen la mayoría de edad, estipulada desde las Partidas alfonsinas y hasta la promulgación del Código Civil de 1889, en los 25 años, momento en el que muchos de los hombres y mujeres ya habían contraído primeras nupcias, asegurando este cambio de estado la consecución de la libertad paterna desde que así se estipulase en las leyes de Toro de 1505. Por último, existió una cuarta vía sobre la base de un acuerdo entre padre e hijo, procedimiento que debía ser realizado sobre cauces formales mediante la otorgación de un documento notarial: la carta de emancipación.
El comportamiento demográfico del Antiguo Régimen nos permite afirmar que el matrimonio fue un lugar recurrente en el curso vital de la mayoría de las personas, teniendo que ser comprendido como paso inicial y fundamental en la creación de la familia, entendida esta como célula primigenia de organización social. Por su parte, las edades de acceso a las nupcias variaron en función del contexto geográfico, pero también económico y social. Así, y aunque serían muchas las variables y excepciones que pueden citarse, para el caso de Andalucía, la pareja llegó al altar antes de alcanzar la mayoría de edad. Estos dos elementos -extensión de los casamientos y edad de acceso- explican que la mayor parte de la producción historiográfica se hayan centrado en la emancipación de los recién casados y, por extensión, en aquella documentación generada -partidas parroquiales, capitulaciones y escrituras de dote y capital-, ahondando en las cuantías del caudal iniciático o en las formas residenciales -patrilocal, matrilocal o neolocal-, entre otras cuestiones. Por el contrario, la poca representatividad de la soltería, y especialmente de la soltería laica frente a las carreras religiosas, hace que no contemos con trabajos que profundicen en la vía consensuada del proceso de emancipación, ni para el caso español ni para el andaluz.
Para el contexto castellano, la presencia de solteros fue minoritaria frente al de casados y viudos, con niveles inferiores al 10 % para finales del siglo XVIII. Una escasa representatividad que implica, de partida, los reducidos ejemplos de estas cartas de emancipación, por otro lado, escuetas en información y repetitivas en sus fórmulas escriturarias. De entre estas, se dejaba constancia de un procedimiento performativo por el cual el padre cogía al hijo del brazo para, posteriormente, soltarlo y apartarlo, acto simbólico que suponía el fin de la patria potestad. La concesión de esta merced respondía, del mismo modo, al reconocimiento del primero de las habilidades del segundo. Así lo hizo, por ejemplo, el padre del antequerano Juan Muñoz de Vergara, quien afirmaba que desde los 15 años “se aplicó al ejercicio de zapatero de obra prima y habiendo salido oficial puso tienda abierta por sí solo y a sus expensas y con su trabajo personal e industria”. También en Antequera, Alonso Gálvez exponía la “habilidad, inteligencia y destreza” de su primogénito en el manejo de la platería.
Pero, más allá de un simple cruce entre la legislación vigente y unas escrituras, como decimos, parcas, ha de avanzarse en la reconstrucción de las trayectorias vitales de estos emancipados. Para el caso andaluz, las conclusiones alcanzadas en el municipio de Antequera son altamente reveladoras. En primer lugar, no existe un vínculo directo entre la minoría de edad y la emancipación, siendo abundantes los casos en los que el procedimiento se realizó sobre mayores de 25 años. Esta primera contrariedad obliga a considerar el ciclo evolutivo del hogar y, por consiguiente, la situación familiar en su conjunto y no solo la estrictamente individual. Volviendo al ejemplo anterior, Gálvez emancipó a un hijo de 27 años, un hecho innecesario a vista de la normativa, si no fuera porque el propio padre se retiraba de la gestión del taller artesano. La salida de la patria potestad era, en última instancia, una reorganización de los roles en la casa-taller, siendo ahora su hijo quien se encargase del espacio económico y a quien se le reconocía, por tanto, los plenos derechos sobre las ganancias. Este hecho nos lleva a una segunda conclusión: los lazos de dependencia se extendieron en el tiempo, superando la propia mayoría de edad.
Por último, la emancipación en soltería no permite hablar exclusivamente de un celibato definitivo en términos demográficos, pero sí de la existencia de trayectorias diferenciales. En un porcentaje importante, estos hijos lograron casarse, sin embargo, la edad de acceso consignada para Antequera supera claramente los niveles medios manejados para nuestra región.
Autor: Francisco Hidalgo Fernández
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