Historia de la pronunciación
No cabe, pues, sino concebir el andaluz como la derivación del castellano que se implantó en el valle del Guadalquivir con la conquista de Fernando III. Pero, ¿desde cuándo, en qué condiciones y por qué motivos surgió esa nueva forma de castellano? La respuesta no es fácil. Implica, por supuesto, saber en qué consiste el andaluz hoy, y cuáles son los rasgos que lo distinguen dentro del español general. Porque ¿basta con que empiece a documentarse uno solo de los rasgos andaluces para que empecemos a hablar de la existencia del andaluz?
En este sentido, el lugar primordial lo ocupa un hecho fonético, lo que llamaremos el seseo-ceceo, o, en otras palabras, la confusión de los sonidos que acabarían originando las eses y cetas del español central y septentrional. Sobre él ha girado la mayor parte de la discusión sobre los orígenes históricos del andaluz. Y, sin embargo, no es el primer hecho documentado. El primero, como casi siempre, es el empleo de palabras más o menos específicas, a las que muy pronto se empieza a considerar propias de la región. Ya en la General Estoria reunida por los colaboradores de Alfonso X se habla de un tipo de pez de río, los mugles a que en el Andaluzia llaman aluures, es decir, los albures (vivos en las tabernas de Triana hasta no hace tanto). Mucho más tarde, a fines del XV, el Vocabulario del carmonense Rodrigo Fernández de Santaella (re-fundador de la Universidad hispalense) dará como usuales en Andalucía voces como almofia (escudilla), adecuxa (vaso pequeño), arrayán o xopaipa (hojuela), iniciando así la costumbre de dar como vocabulario más típico de Andalucía el originado en el árabe. De todos modos, noticias como estas, o como muchas otras que se podrían ir extrayendo de los viejos textos medievales andaluces, no bastarían para hablar de el andaluz: toda región, toda comarca, puede tener sus, pocas o muchas, palabras particulares, sin que ello nos obligue a hablar de un dialecto diferenciado.
El seseo-ceceo, en cambio, sí que puede suponer una diferencia estructural más honda, puesto que afecta al elenco de sonidos abstractos (fonemas, en terminología lingüística) con que cuenta un idioma; y ello tiene repercusiones innegables sobre las distinciones posibles de palabras
en un idioma. Como es bien sabido, el castellano antiguo tenía dos sonidos dentales, quizá africados, uno sordo (caçar y cenar), y otro sonoro (dezir y enzía); y otros dos alveolares, las eses, la sorda de ser y passar, y la
sonora de casa y rosa. Esos sonidos sonoros se perdieron, se ensordecieron, confundiéndose, pues, caçar y dezir, o decir, y passar, o pasar, y casa, respectivamente, en un proceso que duró desde los orígenes documentados del castellano (s. XII) hasta la 2a mitad del XVI. Pero a partir de ahí, las soluciones divergieron en el castellano de la Península: el del Centro y Norte mantuvo una pareja de sonidos, que le sirve para distinguir palabras (cazar y casar, rozar y rosal). No fue una solución sin excepciones: los viejos textos medievales están llenos de testimonios como Cecilia (Sicilia), çufrir, Çant Çalvador; la aragonesa Tarazona muestra en su fachada del XVII un hermoso Casas Concistoriales; y aún hoy acechar y asechar, acechanza y asechanza conviven en nuestros diccionarios. Pero al final la distinción triunfó, y dadas las relaciones de poder y de centralidad política y económica de los siglos XVI, XVII y XVIII se convirtió en rasgo del español común o estándar.
Pero en Andalucía las cosas fueron de otra manera. Aquí no solo se acompañó a Castilla en la igualación de sonidos sordos y sonoros, sino que se fue más allá al perder la distinción entre dentales y alveolares: eses y cetas perdieron así las bases para su diferenciación en buena parte de la región. El problema radica, sin embargo, en saber cómo, cuándo y por qué se dio esta situación.
El cuándo no es claro. Que en el siglo XV, en especial en su segunda mitad, el proceso estaba ya muy adelantado es cosa que hoy nadie discute. Lo que sí se discute, y mucho, es si el fenómeno puede fecharse antes. Los ejemplos son muy escasos, y además no siempre fáciles de interpretar: no olvidemos que el único modo que tenemos para saber si había seseo-ceceo en la Antigüedad es rastrear las faltas de ortografía, y estas no siempre pueden explicarse de modo lineal. Si alguien escribe esepción en 1300 ¿es porque ya seseaba? ¿o porque no había visto, ni oído, nunca esa palabra, y la escribía, porque se veía obligado a ello, como (mal) podía? No mucho más claros son los poquísimos ejemplos de que disponemos. Con el agravante de que la escritura bajo-medieval no distinguía bien las letras s y z (incluso llegó a usar un solo signo, una especie de sigma σ, para ambas), y de que confusiones así, ya lo hemos dicho, pueden hallarse un poco por todas partes. Los casos aumentan, sí, hacia mediados del XV, pero ¿porque entonces el fenómeno se pone en marcha? ¿o porque estaba ya tan extendido que hasta los conservadores notarios, tan atenidos a la tradición gráfica, no pueden escapar a él? Hay varias respuestas posibles, ninguna segura.
¿Dónde comenzó tal confusión? Quizá no tuviera un foco único, pero los estudios que tenemos parecen coincidir en situar el centro fundamental, no solo en su origen sino sobre todo en su formidable capacidad de difusión, en la ciudad de Sevilla. De esta se extendió rápidamente a su hinterland: las costas atlánticas, el Aljarafe, la campiña, la sierra. Entre mediados del XV y primeras décadas del XVI parece que la expansión del seseo-ceceo había alcanzado su difusión moderna. Y, con los trasvases de población de Córdoba, Jaén, Sevilla y Cádiz hacia los nuevos territorios incorporados de Granada, el fenómeno se instaló en la nueva Andalucía incorporada por los Reyes Católicos, al menos en la que se repobló desde la Andalucía del XIII. Y ese castellano ya diversificado es el que aprendieron algunos moriscos (la mayoría de estos, la que siguió en las Alpujarras o en los montes de Málaga, apenas se molestó en aprender castellano). En suma, no podemos precisar dónde estuvo el foco inicial, si es que hubo solo uno, pero lo que sí está claro es que el triunfo de este cambio lingüístico se debió a que desde muy pronto fue incorporado como rasgo urbano del habla de Sevilla, y esta, cabeza de la Frontera, de Andalucía, lo prestigió y lo expandió dentro de su área de influencia. No de toda: al alto Guadalquivir (Jaén) el cambio llegó con mucha menos fuerza; además, allí la vinculación eclesiástica a Toledo, y humana a la Mancha, hizo que la distinción de eses y cetas al modo castellano se mantuviera con fuerza. Tampoco los territorios del viejo reino granadino repoblados desde fuera de Andalucía (el Este de Granada, la mayor parte de Almería) aceptaron el fenómeno sevillano. La división de Andalucía entre la que distingue y la que confunde estos sonidos es, pues, muy antigua, viene ya desde los orígenes mismos del fenómeno.
No tenemos respuesta, sin embargo, para la pregunta acerca de la difusión social del cambio. El seseo-ceceo ¿afectaba por igual a todas las clases sociales, o se detenía en ciertos sectores de la población? Los datos de la época son algo contradictorios. Por un lado, casi todo parece indicar que desde muy pronto, desde el mismo s. XV, todos los segmentos sociales de los lugares donde el cambio existía se vieron afectados: hasta los notarios de la ciudad o los empleados al servicio de los Reyes, clase conservadora lingüísticamente donde las haya (aunque, quizá, no la más culta), habían incurrido en él. Cuando andaluces y no andaluces hablan de este cambio, no hacen distingos sociales, y lo atribuyen, casi todos, sin más a los sevillanos. Pero también hubo un erudito como el extremeño Arias Montano, según el cual, a su llegada a Sevilla, hacia 1540, casi nadie confundía, y veinte años después, apenas se hallaría un hombre culto que supiera distinguir esas letras. Apreciación exagerada, quizá, pero que parece ponernos ante una variación interna (distinguir/confundir) que posiblemente ha seguido hasta nuestros días, y que ha sido reavivada por la presión, ahora más difícil de ignorar, de la lengua estándar peninsular que, de forma consistente, practica la distinción. En todo caso, no olvidemos que el andaluz Nebrija, declaradamente andaluz por confesión propia, melancólico añorante, a ratos, de las cosas de su tierra, hombre que vivió en la época en que este cambio estaba en marcha, no hace la más mínima referencia al fenómeno ni en él puede detectarse. Para completar esta imagen, más variable de lo que algunos querrían, no olvidemos tampoco que una de las variantes del cambio, el ceceo, desde muy pronto quedó vinculado a los sectores sociales más bajos: gitanos, arrieros...
Ahora bien, ¿seseo o ceceo? ¿Cuál empezó antes, cómo fue el reparto de Andalucía entre estas dos variantes tan significativas hoy? Para empezar, hay que recordar que a los filólogos la dicotomía seseo vs. ceceo les dice muy poco, porque o se queda demasiado corta o porque dice demasiado. Explicaremos esta aparente paradoja. Que seseo y ceceo son etiquetas que no abarcan todas las posibilidades existentes en el habla andaluza es algo bien conocido para cualquier aficionado a la dialectología. Ni todos los seseos son iguales (el de Estepa es más parecido al de Córdoba que al de Sevilla) ni tampoco todos los ceceos (es mucho más plano y rotundo el ceceo gaditano o sanluqueño que el de Écija, o el de la Vega granadina que el de Ronda); pero, además, hay muchas variedades intermedias, así como muchos andaluces que mezclan uno y otro en su realización: ya lo observó uno de nuestros más venerables fonetistas, Tomás Navarro Tomás, a propósito del habla de Écija o de Osuna. Los redactores del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía inventaron unos veintitantos signos para recoger todas las variedades posibles en este campo en Andalucía. Pero también seseo vs. ceceo introduce una distinción excesiva: para un lingüista no se trata sino de variedades de lo mismo, muy llamativas en sus diferencias internas, sí, pero al fin y al cabo una misma y única realidad lingüística: la igualación en un sonido dental, de amplísimas posibilidades de realización, de lo que en otras variedades de español se trata de dos sonidos; sean como sean, las eses y cetas de seseantes y ceceantes andaluces son siempre dentales: como argumentó Rafael Lapesa, son herederas de los viejos sonidos medievales que originaron la ceta castellana y que en Andalucía ocuparon también el lugar de la ese (en Andalucía, según esta hipótesis, la ese de los seseantes no vendría, pues, de la ese medieval castellana, ni sería la ese que hoy pronuncian toledanos, madrileños o vallisoletanos: por extraño que parezca, la ese andaluza sería también de la familia de la ceta).
Planteada así la situación, la disyuntiva de saber si fue primero el seseo o el ceceo pierde mucho de su virulencia. Además, los gramáticos de los siglos XVI o XVII sólo hablan, para Andalucía, de ceceo (el ceceo de las damas sevillanas que hasta los hombres le imitan por dulce decía el extremeño, catedrático en Salamanca, Gonzalo Correas). Es posible que esta palabra, en aquellos tiempos, tuviera un sentido mucho más amplio que hoy (tampoco la ceta era entonces en Castilla lo que hoy), y recogiera, como quiere Lapesa, lo que hoy llamamos ceceo y lo que llamamos seseo. En cualquier caso, con los datos de que disponemos, es imposible decidir cuál de las variantes del fenómeno andaluz se dio primero, y si su distribución social en la historia fue la que hoy refleja la sociología lingüística. Todo parecería indicar que la modalidad seseante fue la primera en surgir (es, además, la más parecida a los viejos sonidos del castellano medieval), y por eso es la dominante en Sevilla y en las primeras reconquistas del XV (la de la comarca antequerana). Pero no mucho más tarde las variantes ceceantes debieron empezar a difundirse, y se asentaron pronto en el campo y en la costa. Quizá el reparto social no haya variado mucho desde los orígenes: donde la población rural era homogénea (Aljarafe) el ceceo no tuvo competencia; donde la estructura social era más compleja (la campiña) la variedad debe existir desde muy pronto. Pero no parece que se pueda solucionar esta cuestión, a no ser que aparezcan nuevos datos irrebatibles y claros (lo que, por cierto, no es de prever).
Extraido de: Rafael Cano Aguilar, "La historia del andaluz", en Actas de las Jornadas sobre "El habla andaluza. Historia, normas, usos", Ayuntamiento de Estepa, 2001, 33-57