Desde la constitución de la República el 14 de abril de 1931 las fuerzas de la reacción emprendieron una labor de desestabilización que impidiera la puesta en marcha de las grandes reformas que aquella se había propuesto en todos los ámbitos de la vida española: Reforma Agraria, laicidad del gobierno con separación Iglesia-Estado, reforma en profundidad del ejército, promoción de la educación, defensa de todas las libertades…
Pero estas reformas pretendidas por la República habían abocado en 1936 en una radicalización de las posturas que hicieron imposible el entendimiento. Es entonces y sólo entones, “cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba”, según propia confesión del periodista en el magnífico prólogo que precede a la obra, cuando el republicano convencido que era decide marcharse de España. Así se define en ese momento:
Antifascista y antirrevolucionario por temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes convicciones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución.
A partir de julio de 1936 había intentado una búsqueda de entente aceptando la dirección de su periódico (había ejercido de redactor jefe desde su creación), que fue confiscado por un consejo obrero de las juventudes socialistas cada vez más radicalizadas: una sede convertida en barricada, pistolas sobre la mesa de redacción, edifico destruido, calle intransitable y milicianos que acudían a la redacción desde el frente, proponiendo la confección de editoriales cada día más duros y violentos. Es entonces cuando la ausencia de la mínima cordura impulsa a Chaves Nogales a salir del país: “Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España”. Era en ese momento un joven periodista, director de un diario de centro, culto y conocedor del panorama político europeo, que disfrutaba de éxito profesional y que había estado muy cerca del gobierno, en un intento de realizar el sueño de progreso que, con grandes dificultades, intentaba llevar a buen puerto una joven y legalmente constituida Segunda República. Desde su instauración abogó por el diálogo y el entendimiento y rechazó los radicalismos de los grupos de izquierda que, a veces, y como pudo constatar en sus visitas a los tajos de trabajadores en distintas provincias, podían llegar a dejarse arrastrar por unas teorías libertarias procedentes de la propaganda rusa y no muy bien asimiladas en estas latitudes, la “revolución social” que se pretendía y que, saliéndose de sus límites, llegó a instaurar el miedo y la violencia.
Criticó duramente las acciones de los grupos extremistas, tanto fascistas como anarcosindicalistas: “Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario”, escribió. Su diario, el Ahora, que se declaró de centro, había manifestado ante los acontecimientos una cordura y una madurez poco frecuente en la prensa del momento, habiéndose declarado expresamente enemigo de extremismos de ambos signos. Había sido el diario oficioso del Gobierno y Manuel Azaña había confiado en su redactor jefe en sus más difíciles momentos. Pero su palabra no podía salir con la fluidez precisa y el prólogo es precisamente la explosión de la impotencia del periodista al no poder decir claramente lo que lleva dentro. Porque la complejidad de las situaciones que se viven sólo puede ser expresada como una fuerza desbocada desde una actitud solitaria: “su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiera”, concluye Daniel, trasunto de Chaves Nogales, en el relato noveno de A sangre y fuego. Es un moderado que, tras cinco meses de guerra, tiene que salir de España sin poder hacer frente por sí a los totalitarismos de ambos signos que en ese momento se enfrentan. Como intelectual es consciente del caos en que el país se había instalado sin ser capaces, los habitantes de ese país, de tener una actitud madura y medianamente clara ante la situación.
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