A veces, contadas veces, los sueños de científicos e ingenieros de materiales se hacen realidad. Durante mucho tiempo, los materiales poliméricos fueron considerados genuinamente aislantes, tanto desde el punto de vista eléctrico como térmico. Buena parte de nuestra tecnología eléctrica actual se basa en estas cualidades, que se unen a su ligereza, flexibilidad y elasticidad. Las vainas del cableado de nuestras casas, las cajas de conexiones, las bases de enchufes, clavijas y demás elementos eléctricos se han aprovechado de ellas. Para estas aplicaciones, la naturaleza térmicamente aislante de los materiales poliméricos no es un inconveniente, pues, si están bien diseñadas, las temperaturas alcanzadas nunca son tan elevadas que requieran una eficiente evacuación de calor.
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Científicos e ingenieros suelen considerar a las matemáticas como un mero instrumento, una herramienta extraordinariamente útil, indispensable en su quehacer diario. Aun siendo todo ello cierto, suele desdeñarse el indudable acierto que en ocasiones han conseguido las matemáticas prediciendo estructuras naturales, aún no descubiertas.
Tal fue el caso de los fullerenos. Estas moléculas de carbono deben su nombre al arquitecto-inventor estadounidense Richard Buckminster Fuller, inventor de la cúpula geodésica que recuerda al modelo de alambres de la buckybola o C60 (el fullereno más esférico posible). Sin deseos de entrar en polémica, bien es cierto que el mérito que se le reconoce a Fuller quizás esté injustificado: la forma externa de la buckybola corresponde a uno de los llamados «poliedros arquimedianos» ya descritos por el sabio Arquímedes de Siracusa, allá en el siglo III a.C. Siglos después, ya en el siglo XVII, el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler volvió a redescubrir ese poliedro en su famoso libro Harmonices Mundi (Las armonías del mundo). Así que, más honestamente, los fullerenos debieran haber sido llamados arquimedenos o keplerenos. Sea como sea, las matemáticas se adelantaron al descubrimiento de esas formas naturales.
El hormigón constituye un material de construcción ampliamente utilizado en la actualidad por su elevada resistencia, durabilidad y coste económico. Este material consiste fundamentalmente en una mezcla de cemento, áridos granulares, agua y, eventualmente, de otros aditivos. A pesar de su resistencia, la naturaleza frágil del cemento conlleva inevitablemente a la aparición de grietas en su superficie incluso al poco tiempo de construcción. Como consecuencia el agua se filtra a través de las grietas agrandándolas, comprometiendo la integridad de la estructura y reduciendo su durabilidad. Aunque las fisuras y grietas formadas se pueden sellar este trabajo puede resultar laborioso y costoso.
A este respecto el microbiólogo Henk Jonkers y el experto en materiales Erik Schlangen de la Universidad Tecnológica de Delft han encontrado una solución funcional a este inconveniente. La idea consiste en introducir en el cemento un microorganismo que pueda sobrevivir en su interior y con la capacidad de metabolizar carbonato cálcico (CaCO3) a partir de compuestos orgánicos. La clave de esta idea yace en ciertas bacterias del género bacillus, las cuales desarrollan una membrana protectora en ambientes hostiles como el cemento. De este modo, al ser inoculadas en el cemento quedan encapsuladas por dicha membrana lo que les permite sobrevivir durante largos periodos de tiempo. Al formarse grietas en el hormigón y entrar oxígeno, agua y otros elementos las bacterias brotarán de la membrana y comenzarán a alimentarse con lactato de calcio, el cual al combinase con iones de carbonato dan lugar a carbonato cálcico. De este modo, a medida que las bacterias vayan produciendo carbonato cálcico en torno suyo la grita se irá sellando.