La piedra de Pandora
Juan Manuel Montes y Fátima Ternero (14-06-2018)
«Toda energía es prestada; en algún momento tendrás que devolverla.»
«Avatar», 2009
En el ensayo anterior, nos lamentábamos de que la Naturaleza no nos hubiera brindado un mineral —una piedra— que fuera superconductor a temperatura ambiente. Pero, de haberlo hecho, ¿habríamos sabido reconocerlo? ¿Qué propiedades tendría? ¿Qué cualidades lo habrían hecho único?
En la película «Avatar», escrita y dirigida por James Cameron, como parte esencial del argumento, se nos presenta al elemento inobtenio (Unobtainium, en inglés), esto es, «que no se puede obtener», aludiendo, quizás, a la dificultad de su síntesis artificial. Según la película, este elemento puede extraerse de un mineral ficticio, que por semejanzas históricas bien podría llamarse «piedra de Pandora» o pandorita, que posee la extraordinaria cualidad de ser superconductora a temperatura ambiente. Esta es la razón por la cual los hombres se afanan por encontrar yacimientos de donde poder extraerla, porque, según se aduce en el filme, ese preciado mineral podría zanjar la eterna crisis energética que asfixia a la Tierra. No solo es un mineral muy valioso, sino también extraño y muy difícil de encontrar. Afortunadamente Pandora, una luna del planeta Polifemo, posee una ingente reserva de ese recurso. Desgraciadamente, Pandora no solo está muy alejada de la Tierra, sino que además posee una atmósfera altamente tóxica e inhóspita para los humanos, lo que complica enormemente la industria de minería y extracción de ese mineral. El propio nombre del planeta alude a un mito griego, el de «La caja de Pandora», a la sazón, una especie de tinaja que contenía todos los males del mundo. Hoy en día, la expresión «abrir la caja de Pandora», heredada de aquel mito, quiere decir «realizar alguna acción en apariencia inofensiva, pero de la que pueden derivarse consecuencias catastróficas». Toda una metáfora sobre los sucesos narrados en la película…
Un pequeño detalle sin importancia: Pandora no es una luna desierta, sino que está rebosante de vida y de una diversidad anonadante. Nada, sin embargo, que pueda frenar la insaciable voracidad del hombre por los recursos naturales que guarda el planeta.
Esta avidez y falta de escrúpulos, mostrados con crudeza en la película, no son para nada un exceso de los guionistas; muy al contrario, desgraciadamente nos resultan demasiado familiares: los hombres han esquilmado los recursos de la Tierra desde tiempos inmemoriales, buscando metales preciosos, metales logísticos, militares, petróleo… Y más recientemente, diamantes (de sangre), u otros recursos más sofisticados como el coltán; ese mineral vital para la industria de las telecomunicaciones.
Pero ¿qué es la superconductividad a temperatura ambiente y por qué podría ser tan importante para la tecnología energética?
Comenzaré contándoles la historia del descubrimiento de la superconductividad.
En 1908, el físico neerlandés Kamerlingh Onnes (1853-1926) había conseguido licuar el helio haciendo descender la temperatura por debajo de los 4 kélvines (-269 ºC), aunque no logró solidificarlo. En 1911, Onnes comenzó a estudiar las propiedades de los materiales a estas bajísimas temperaturas. Una de las propiedades que centraban su interés era la resistividad eléctrica. Era conocido que la resistividad eléctrica de los metales disminuía progresivamente a medida que descendía la temperatura, debido a la disminución de la intensidad de las vibraciones atómicas, responsables en gran medida de la resistividad eléctrica en los metales. Lo que Onnes trataba de comprobar es si, como parecía lógico, la resistividad disminuiría progresivamente hasta anularse al llegar al cero absoluto. Inició su estudio con mercurio. Contrariamente a lo esperado, a la temperatura de 4.15 K (-269 ºC) la resistividad eléctrica del mercurio se anulaba súbitamente. Esto significaba que una corriente eléctrica podía atravesarlo sin producir efecto Joule, esto es, sin pérdida alguna de energía eléctrica. Como comprenderán, la noticia fue una bomba.
A medida que se conseguían alcanzar temperaturas más bajas, se fueron añadiendo nuevos metales a la lista de materiales superconductores. El plomo se volvía superconductor a 7.18 K (-265.96 ºC), el estaño a los 3.88 K (-269.27 ºC), el aluminio a los 1.35 K (-271.80 ºC), el titanio a los 0.68 K (-272.47 ºC) y el hafnio a los 0.5 K (-272.65 ºC). Pero otros metales como el hierro, el níquel, el oro, el cobre, el sodio o el potasio o tenían vetado por alguna razón alcanzar el estado superconductor, o su temperatura de transición (temperatura crítica) era tan baja, que aún no había podido ser alcanzada. Entre los elementos metálicos, la temperatura crítica más alta la ostenta el niobio, que se transforma en superconductor por debajo de los 9.46 K (-263.69 ºC).
Una forma de mantener un material a temperaturas tan bajas es sumergirlo en un líquido de bajo punto de ebullición; se mantendrá así (mientras que no se evapore por completo) a su temperatura de ebullición. Si se necesita descender a temperaturas todavía menores, habrá que encontrar un líquido cuyo punto de ebullición sea aún menor. El helio líquido hierve a 4.15 K (-269 ºC) y el hidrógeno líquido a 20.28 K (-252.87 °C), pero estos gases licuados son costosos y de difícil manipulación. Lógicamente, sería mucho más interesante encontrar materiales cuyas temperaturas críticas estuvieran por encima del punto de ebullición de algún gas licuado más fácil de manipular, por ejemplo, el nitrógeno líquido, cuya temperatura de ebullición es de 77.35 K (-195.8 °C). Afortunadamente, la intensa búsqueda ha dado frutos y, como se aprecia en la figura siguiente, hoy día se dispone de muchos materiales (compuestos cerámicos en su mayoría) cuyas temperaturas críticas son lo suficientemente altas como para permitir su refrigeración con nitrógeno líquido. Desgraciadamente, estamos muy lejos del sueño de conseguir materiales superconductores que lo sean a temperatura ambiente, esto es, sin necesidad de refrigeración por gases licuados.
Gráfico que muestra la temperatura crítica y el año de obtención de algunos materiales superconductores. Imagen tomada de Wikipedia. |
La mayoría de los superconductores que se conocían hasta 1986 eran materiales metálicos. Desde entonces, se han encontrado muchas aleaciones metálicas superconductoras, pero también materiales cerámicos (como los denominados cupratos) que exhiben temperaturas críticas mucho más altas que los metálicos. Los cupratos son, de hecho, los materiales que más se han estudiado a lo largo de la historia. El enorme esfuerzo realizado desde 1986 hasta nuestros días por entender el origen de la superconductividad ha arañado algunos secretos, pero siguen sin ser suficientes. A día de hoy seguimos sin saber si la superconductividad a temperatura es una quimera. En 2008, el científico japonés Hideo Hosono (1953-¿?) y su grupo descubrieron superconductividad en unos compuestos basados en hierro. A pesar de que sus temperaturas críticas no son tan altas como la de los cupratos, el descubrimiento supuso un importante revulsivo internacional. Los superconductores de hierro comparten muchas propiedades con los cupratos; quizás en su estudio resida la clave para la definitiva comprensión teórica de este fenómeno.
Pero la superconductividad no es una mera curiosidad científica. Hay múltiples aplicaciones útiles que podrían servirse de ella. Para empezar podrían generarse campos magnéticos muy intensos en volúmenes reducidos. Una corriente eléctrica que circula por un cable arrollado en una barra de hierro (un electroimán) crea un campo magnético; cuanto más intensa sea la corriente, mayor será la magnitud del campo magnético originado. Por desgracia, también cuanto más intensa sea la corriente, tanto mayor será el calor liberado por su efecto Joule, lo que supone restricciones serias. Ahora bien, dado que la corriente eléctrica fluye sin efecto Joule en los cables superconductores, con ellos es posible fabricar electroimanes capaces de generar campos magnéticos muy grandes en volúmenes muy pequeños y sin pérdidas de potencia. Sin embargo, hay un inconveniente: la superconductividad no solo puede manifestarse por debajo de cierta temperatura crítica; también requiere que los campos magnéticos, a los que se ve expuesto el material, tampoco superen un valor crítico. De este modo, si el campo magnético se vuelve suficientemente intenso, se destruirá el estado superconductor, incluso a temperaturas muy por debajo de su temperatura crítica.
Pero la superconductividad tiene también importantes consecuencias magnéticas, y no solo eléctricas. En el momento en que un material se convierte en superconductor se vuelve también diamagnético perfecto, es decir, impenetrable al campo magnético. Esto fue descubierto, en 1933, por el físico alemán Fritz Walther Meissner (1882-1974), razón por la cual al fenómeno se lo conoce desde entonces como «efecto Meissner». Pero, como decimos, la impenetrabilidad tiene sus límites, y si el campo magnético rebasa cierto umbral, algunas líneas de fuerza magnética comienzan a penetrarlo y el estado de gracia que es la superconductividad se derrumba.
Pero, siempre que el campo crítico no sea superado, el efecto Meissner subsiste lo que permite explotar una interesantísima aplicación que es conocida como «levitación magnética». Cuando un imán se sitúa sobre un material superconductor (mantenido en ese estado por refrigeración con algún gas licuado) este levita sobre él. «Levitar» significa algo más que «ser repelido contrarrestando la fuerza de la gravedad»; significa que se mantiene unido al superconductor a una distancia de equilibrio. Si dicha distancia es reducida se origina una fuerza de restitución que tiende a restablecer la distancia de equilibrio. De igual modo, si la distancia entre superconductor e imán se aumenta, de nuevo se origina una fuerza de atracción que tiende a acercarlos. La imagen que sigue muestra el efecto de levitación magnética real.
Imán levitando sobre un material superconductor refrigerado por inmersión en un baño de nitrógeno líquido. Imagen tomada de Wikipedia. |
Hecha esta introducción, podemos volver ahora a la pregunta inicial: ¿si tuviéramos un trozo de piedra de Pandora, cómo podríamos comprobar sus bondades? Pues bastaría un simple imán. Desde el punto de vista magnético los materiales se clasifican en tres grandes grupos: paramagnéticos, ferromagnéticos y diamagnéticos, según se comporten frente a un campo magnético. Los dos primeros tipos se reconocerían fácilmente porque al acercarles un imán, se verían atraídos por él; mucho más intensamente en el caso de los ferromagnéticos. (Sucede que todos los materiales ferromagnéticos se vuelven paramagnéticos por encima de cierta temperatura crítica, denominada temperatura de Curie. La existencia de una temperatura crítica es un aspecto que comparten con superconductores. Como los materiales ferromagnéticos existen a temperatura ambiente y superiores, ¿por qué no esperar lo mismo de los superconductores?) En cambio, cuando un material diamagnético se enfrenta a un imán es repelido. La fuerza de repulsión es ciertamente muy débil en la mayoría de los materiales diamagnéticos, pero de enorme intensidad si el material se halla en estado superconductor. Que el material sea repelido por el imán significa también que el campo magnético en el interior del material es ligeramente más débil que el campo magnético aplicado externamente. Como quizás se haya percatado, en los materiales superconductores, el campo magnético en el interior se debilita tanto hasta el punto de anularse. Así pues, si colocásemos un trozo de piedra de Pandora sobre un imán, este levitaría, como consecuencia del efecto Meissner que hemos mencionado antes, tal como muestra el siguiente fotograma extraído de la película:
Escena de la película Avatar, mostrando un trozo de piedra de Pandora (inobtenio) levitando sobre un imán. |
De hecho, el propio campo de la luna debería ocasionar sobre las rocas y piedras sueltas de su corteza un efecto levitante (que pasaría por antigravitatorio), siempre que el campo magnético de ese mundo fuera suficientemente intenso. Para que el fenómeno pudiera tener la espectacularidad mostrada en las imágenes, con montañas gigantescas levitando a gran altura ―difuminadas en la niebla―, el campo magnético generado por el planeta debería ser colosal. Sabemos tan poco acerca del campo magnético terrestre que eso nos da licencia para imaginar cuanto queramos sobre el de Pandora. Pero, sin llegar al delirio, es obvio que si toda la corteza del planeta contuviera inobtenio, o poseyera zonas de gran concentración formando islas, de modo que pudieran originarse en su seno grandes torbellinos de corrientes de intensidades inmensas, los campos magnéticos que ello ocasionaría serían también serían colosales, produciendo un efecto Meissner capaz de hacer levitar montañas enteras, dando lugar a auténticas islas flotantes, como las Montañas Aleluya que aparecen en la película.
Fotograma de la película Avatar mostrando las Montañas Aleluya de Pandora. |
Para terminar, nos quedaría una última cuestión: ¿qué efecto podría tener sobre la vida la existencia de tan intensos campos magnéticos? Bueno, volvamos a especular… En la película, los escenarios de Pandora están llenos de colores muy vivos, azul eléctrico, lo que quizás nos da una pista de los intensísimos y variadísimos fenómenos electroópticos y magnetoópticos a los que la vida tendría que enfrentarse. Pero la apuesta de la película en ese sentido es clara: la vida sabría abrirse camino y, durante millones de años de evolución ―las escalas lógicas para la vida―, habría tenido tiempo para aprender a sacar provecho de tan espectaculares condiciones.
La tecnología humana, en cambio, sí debería tomar serias precauciones. Por ejemplo, durante los ascensos y descensos de las naves (y tal vez durante sus desplazamientos horizontales), las naves, fabricadas con metal, interceptarían líneas de campo magnético lo que se traduciría en la inducción de voltajes enormes entre extremos de la nave. Estos voltajes podrían producir descargas eléctricas violentas que destrozarían equipos y naves. Nada de eso se observa en la película. Así pues, podemos estar seguros de que los reputados ingenieros aeroespaciales que las diseñaron tomaron las oportunas precauciones.
Y en relación a esto, cabe preguntarse si ¿es posible «apantallar» un campo magnético de tal modo que una región estuviera libre de ellos? Frente a campos magnéticos estáticos, la única forma de apantallamiento es empleando un material ferromagnético, por ejemplo, el hierro. Este material también resulta válido para lograr el apantallamiento frente a ondas electromagnéticas o campos magnéticos variables. Pero para esta última situación (apantallar campos electromagnéticos variables), se empleen a veces materiales no ferromagnéticos, tales como el aluminio y el cobre. De hecho, este es el procedimiento habitualmente usado para el apantallamiento de discos duros.
El aluminio y el cobre no aíslan frente al campo estático generado por un imán, pero apantallan muy bien frente a campos magnéticos variables como los de las ondas electromagnéticas, y tanto mejor, cuanto mayor sea su frecuencia. Las ondas electromagnéticas generan en el material conductor, por ejemplo el aluminio, corrientes inducidas, que originan un campo magnético que rechaza las ondas electromagnéticas. Cuanto mayor sea la frecuencia de las ondas electromagnéticas, menor puede ser el espesor del material apantallador. En general, para bajas frecuencias, para un mismo espesor de material apantallador es el hierro el que produce un blindaje más efectivo, y, para frecuencias altas, el aluminio o el cobre producen un mejor blindaje. Por debajo de 1.3 kHz, el hierro es mejor que el cobre, por encima de esa cifra, el cobre es superior. Así pues, recubrir las naves con materiales ferromagnéticos y/o aluminio o cobre serían algunas de las medidas adoptadas por los ingenieros. Puestos a imaginar, quizás, hubieran decidido recubrir todo el casco de la nave con inobtenio.
¡Ay! Déjenme soñar…
¡Lo que daría yo por un pedacito de roca de Pandora!