por Pablo Librado, investigador de AMIS CNRS
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El ADN contiene todas las instrucciones para nuestro correcto desarrollo biológico, definiendo –en mayor o menor medida- muchas de nuestras características, como el color de los ojos, la altura e incluso nuestra inteligencia. Siendo vitales para el desarrollo, no es extraño que dichas instrucciones se transmitan recelosamente de padres a hijos, de generación en generación, portadas por un espermatozoide y un óvulo que acaban finalmente dando lugar a un embrión.
¿De dónde viene nuestro ADN?
Aproximadamente la mitad de nuestro ADN proviene de la madre y la otra mitad del padre. Remontándonos más generaciones, dicha fracción se reduce a un cuarto por abuelo, y a un octavo por bis-abuelo. Así sucesivamente. El ADN es por tanto un mosaico de nuestros ancestros, una ventana al pasado que nos permite viajar en el tiempo y analizar quienes, e incluso como éramos. Podemos remontarnos una generación a través de un test de paternidad, pero también 5,000 años para conocernos mejor.
La pregunta es, ¿cuál es el límite?
Para responder a esta pregunta, primero necesitamos comprender por qué el ADN de cada individuo es único, una huella identificativa moldeada por nuestra propia genealogía. La clave reside en su transmisión generacional, no exenta de errores. Cada espermatozoide y cada óvulo portan unas decenas de mutaciones únicas, ocurridas durante su formación, que contribuyen a definirnos de forma singular. Unas pocas de esas mutaciones pueden conllevar un impacto negativo sobre nuestra salud, en forma de enfermedades. Otras confieren a su portador ventajas para sobrevivir o reproducirse. La gran mayoría, sin embargo, no tienen ningún efecto destacable, más allá de contribuir a la diversidad genética. Si las mutaciones se acumulan cada generación, podría pensarse -erróneamente- que la diversidad genética aumenta imperturbablemente con el paso del tiempo. Nada más lejos de la realidad actual. Imaginemos una situación extrema, como el colapso de la población mundial debido a una catástrofe natural. Todas las mutaciones que caracterizan la diversidad humana desaparecerían, excepto una fracción pequeña portada por los supervivientes. Hoy en día, lamentablemente, esa situación catastrófica es una alarmante realidad para muchas especies. Con cada extinción, las mutaciones que las definían como especie desaparecen. Con cada declive poblacional, las especies pierden una fracción significativa de su diversidad, y con ella, desvanece un valioso registro del pasado. Parece por tanto obvio que la información evolutiva no persiste eternamente en el ADN, sino que se difumina con el tiempo, enmascarada por nuevos eventos que borran el rastro de los anteriores, así como la extinción elimina el legado genético de una especie. Ciertamente dramático, pero…
¿totalmente cierto?
Técnicamente, que se extinga una especie no quiere decir que su ADN desvanezca de forma instantánea. Como cualquier materia orgánica, la molécula del ADN se degrada paulatinamente post-mortem, debido a una serie reacciones químicas que la descomponen hasta hacerla irreconocible. La duración de dicho proceso depende de las condiciones ambientales. Si son favorables, frías y secas, como en las estepas siberianas, la preservación es posible. De hecho, uno de los primeros hitos de la paleogenómica –el análisis genético de fósiles- fue la secuenciación del genoma del mamut (2008). De forma similar, el genoma más antiguo jamás secuenciado, de 700,000 años de antigüedad, fue extraído de un fósil de caballo enterrado en la península de Yukón, en Alaska (2013). Debido a recientes avances biotecnológicos, capaces de recuperar moléculas de ADN gravemente dañadas, la paleogenómica ha descifrado el código genético de muchas especies extintas, revelando qué mutaciones hacían su libro de instrucciones, su ADN, único e identificativo de la especie.
¿Qué es la Paleogenómica?
Si por algo es conocida la paleogenómica es por reescribir nuestra historia como especie, ayudando a solventar algunos de los grandes debates dentro de la comunidad científica. Uno de ellos era nuestra posible hibridación con Neandertales. Éstos eran homínidos del género Homo, que los arqueólogos ya describieron a mediados del siglo XIX gracias a múltiples fósiles de morfología claramente diferente a la de Homo sapiens sapiens. Los restos fósiles indicaban que los Neandertales habitaron en Europa y Asía (Eurasia) hasta hace 40,000-30,000. Nuestra especie, por su parte, llegó desde África hace aproximadamente 100,000-60,000 años. Eso implica que ambas especies co-existimos durante una gran ventana de tiempo en Eurasia, donde se especulaba que podríamos habernos cruzado. Para investigar si realmente existió tal hibridación, y para aprender más sobre nuestro grupo evolutivo hermano, el equipo liderado por el científico sueco Svante Pääbo (recientemente galardonado con el premio Princesa de Asturias) caracterizó el primer genoma de Neandertal (2009). El estudio dejaba lugar a pocas dudas. El genoma de los euroasiáticos contiene un exceso de 2-4% mutaciones de origen Neandertal, en relación a poblaciones humanas que nunca abandonaron África.
Eso confirmó nuestra hibridación con Neandertales durante nuestra dispersión por Eurasia
El éxito del grupo de investigación no quedó ahí. Un año mas tarde anunciaron el descubrimiento de otra especie del género Homo, gracias al ADN extraído de un diminuto fragmento óseo: la falange de una mano. Ésta fue encontrada por arqueólogos en una cueva de las montañas de Altai, en Siberia. La nueva especie, absolutamente desconocida hasta la fecha, fue bautizada con el nombre de la cueva Denisova. Sólo gracias a la paleogenómica sabemos que el 5-6% del genoma de los actuales Melanesios, pobladores nativos de algunas islas de Oceania, desciende directamente de los Denisovanos. Cabe destacar que Neandertales y Denisovanos no sólo hibridaron con nuestros ancestros, sino también entre ellos. Recientemente se han descubierto los restos de una mujer que vivió hace aproximadamente 90,000 años, y que genéticamente pertenecían a un híbrido de madre Neandertal y padre Denisovano.
Recreación de un Denisovano. Crédito: Maayan Harel
Nuestro pasado es por tanto extremadamente dinámico, así como también el de fascinantes especies que una vez habitaron nuestro planeta pero que hoy están tristemente desaparecidas, o en grave peligro de extinción. Conocer nuestra historia debería ayudarnos a no cometer los mismos errores en un futuro cercano. La paleogenómica se revela por tanto como una herramienta de gran utilidad, dotándonos con la posibilidad de viajar a un pasado todavía más lejano, para así comprender nuestra propia historia.