CAJA DE LECHE EN POLVO

                                SABOR A INFANCIA

Miguel A. Pastor Pérez

Universidad de Sevilla

mpastor@us.es

Lata de leche en polvo.
Museo Andaluz de la Educación

Todo Museo, entre sus distintas funciones esenciales, tiene la función primordial de guardar y ser memoria activa de una época, de un tiempo, de una sociedad, de una cultura, de una forma de vivir en definitiva en la que el sujeto, el contemplador, se reconoce.

Es cierto que el objetivo alrededor del cual se abren las distintas aproximaciones propuestas en esta exposición virtual interuniversitaria, constituye también, de alguna manera, un a modo de Museo, en el que las obras van a ser tratadas específicamente en relación con la educación femenina y la cotidianeidad de las mujeres. Y es desde esta interpretación desde la que nos vamos a posicionar a la hora de llevar a cabo nuestro comentario o análisis del objeto propuesto.

El objeto de nuestra remembranza será “la caja de leche en polvo”, un alimento fundamental en la crianza de una infancia, “donado por el pueblo de los Estados Unidos de América”, del que llegaron, entre 1954 y 1968 más de 300.000 toneladas, que una vez mezcladas para su consumo se convirtieron en 3000 millones de litros de leche. Recordar la leche en polvo es recordar la cálida niñez dorada corriendo por el patio cementado, también por los americanos, de un colegio de monjas Hijas de la Caridad de una mediana ciudad, marinera y vinícola, de la costa andaluza.

Hijas de la Caridad, sor Bonifacia, Sor María Jesús, sor Teresa, una calidez de ropajes volados y cofias almidonadas, que alimentaban, además del cuerpo con leche, el alma con la educación, con el aprendizaje de una lectura que culminaba en la ceremonia de la Primera Comunión, ticket de salida de un colegio femenino, que permitía varones solo hasta los seis años, probablemente porque hasta esa edad no se manifestaban los instintos identitarios patriarcales y machistas que caracterizarán el género masculino.

La leche en polvo evoca en mí una infancia rodeada de mujeres, (madre, cuatro hermanas, “amiga”, maestra y “sores”), el recorrido por un barrio marinero, que se reflejaba en la desembocadura de un rio proceloso que acunaba los barcos a la espera de la siguiente marea, y llegaba hasta una calle Cielo, qué mejor ubicación para un centro llevado por mujeres convencidas de la importancia de la enseñanza, sede del colegio, protegido y arropado por el calor del amor, tres figuras entre nieblas, dos de las cuales (mis hermanas) usaban la característica capa negra por fuera y roja por dentro que servía para protegerse de la humedad de la ciudad costera, y formaba parte del uniforme invernal de las alumnas de las Hijas de la Caridad.

En El Puerto y en las Hijas de la Caridad, la leche en polvo nunca vino sola, además del consabido vaso, que en el tiempo del recreo era dispensado a todos los niños, venía con unos preciosos chicles, o gomas de mascar, de variados colores, rojo, amarillo azul, naranja, blanco, envueltos en un papel transparente cristal. Estos sí se repartían discrecionalmente, en función del buen comportamiento o del rendimiento escolar en lectura, que sin ser lo mismo sí que se tuvo en la misma consideración por parte de las “Sores”.

Esa misma infancia cálida y acogedora se prolonga en la vivencia de un fenómeno que completa al arriba descrito, me refiero a las últimas manifestaciones de lo que se llamó el estraperlo, el mercado negro o de comercio ilegal de bienes gravados con impuestos estatales y cuya historia es la historia de la supervivencia de una población rendida, de la represión de un régimen, del favoritismo y de la resistencia individual que marcaría para siempre la vida de toda una generación de españoles, y que en mis recuerdos está unido a la ausencia de un padre, cuyo amor y presencia dependía del flujo y reflujo de un mar, que nos alimentaba, y del que se alimentaba, sobre todo, la imaginación de un niño que soñaba con la arribada de un barco que además del padre, traía un sinfín de productos escasos y deseados, café, queso de bola holandés, el chicle de Joe Bazooka, pastillas de sacarina, la penicilina necesaria, el tabaco no español, el jabón de las estrellas y el chocolate imposible, productos que siempre procedían de lugares, para el oído de un niño imaginativo decíamos, eufónicamente exóticos y lejanos y que iban cambiando con el tiempo, Oran, Ceuta, Tenerife, Las Palmas, Arrecife.

Una infancia luminosa en la que aprender y sobrevivir venia dado por la acción valiente de mujeres que sabían que solo habría futuro, si se hacía día a día el presente.