CAJA DE BORDADOS

                            SUEÑOS EN PAPEL DE SEDA

Mª de la Paz González Rodríguez

Universidad de Extremadura

mpazglez@unex.es

Caja de bordados.
Museo Andaluz de la Educación

Educación de posguerra, escuela del franquismo, alto índice de analfabetismo asociado a precarias condiciones de vida… Estamos muy probablemente en una escuela unitaria, donde durante mucho tiempo estuvieron separados los niños por un lado y las niñas por otro, aunque llegaría el momento de recibir sus enseñanzas también -y las mismas- al mismo tiempo. Con el pensamiento en esas décadas del siglo pasado (años cincuenta, sesenta y, sin duda, también setenta), hilvanamos recuerdos en torno a una caja de bordados.

La memoria se va hacia esa época en la que, además de la lectura, escritura, aritmética, gramática, literatura, historia, doctrina cristiana, educación física, formación cívico-social -antes formación del espíritu nacional-, tanto los niños como las niñas esperaban con ilusión la tarde de los viernes. Ahí se contemplaban otros contenidos: trabajos manuales, taller y labores. Era ese un momento de la semana en el que la educación estaba bien diferenciada: los niños con su marquetería, las niñas con su costura, sus bordados, incluso el punto (con dos agujas, que en alguna ocasión se vio practicar a los niños, no muy frecuente) y el ganchillo. La maestra, ilusionada, enseñaba labores a sus alumnas (de todos los cursos) y con paciencia les mostraba cómo hacer distintos tipos de bordados: punto de cruz, pespunte, cadeneta, punto de estrella, espiga, nudo, festón, filtiré, cordón (vertical e inclinado), vainica (simple y doble), palestrina, bodoques, entre otros. Muchos detalles, mucho que aprender, se necesitaba destreza, constancia, concentración y, en no pocas ocasiones, poner en práctica parte de lo aprendido en otras partes del currículo.

Había que hacer “muestras” con cada tipo de punto, bordados sencillos, otros no tanto. Antes de pasar a las obras finales se trabajaba con patrones, con pequeños tejidos, con obras sencillas. Todo esto, junto con el material básico (aguja e hilos: en bobina y en madeja, alfileres, patrones, aguja, tijeras) se guardaba con mucho cariño en cajitas, de madera o metálicas, a manera de pequeños “cofres del tesoro”.

Aquellas eran tardes de tejido y bordado. Tardes de convivencia. Y todo ello daba lugar a final de curso a una exposición de todo lo realizado: desde una servilleta hecha con punto de cruz, hasta una mantelería completa realizada en filtiré, colchas a ganchillo, sábanas bordadas, cuadros en tejido panamá con diferentes motivos, tapetes con grecas que desempeñaban distintas funciones, un pañuelo bordado con un pajarillo y flores para la madre u otro con las iniciales con ocasión del día del padre. Las labores, si eran complicadas, además de la guía por parte de la maestra, las niñas podían continuarlas en sus casas, con la supervisión y ayuda de las madres y abuelas.

Las cajas de bordados, más que muestras de uno u otro tipo de costura, atesoraban emociones, a veces trocitos de papel que nada tenían que ver con esas manualidades, declaraciones escondidas (cómo imaginar siquiera que los wasaps irrumpirían así en nuestro universo relacional). Esos mensajes también tendrían su manera de perdurar.

Cuando se mira hacia atrás, sorprende la agudeza mostrada en esas labores, parece tan difícil desde la perspectiva actual pero solo hay que observar -en el caso de quienes conservamos aún a nuestras madres, niñas de entonces- con qué ternura miran, abren, buscan cosas y recogen otras con mimo en esas cajas de bordados que todavía conservan ¡Cuántos recuerdos ahí guardados y conservados a lo largo de décadas, traspasando generaciones, enseñando historias!

Toda una vida “entre costuras”, las de aquellas tardes de viernes, cosiendo remiendos del alma, bordando esperanzas, tejiendo sueños.