MANTILLA

                           ME PONGO LA MANTILLA

Enriqueta Marín Hidalgo

A.C. La Tribu Educa

quetymarin@gmail.com

Mantilla. Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla

A los 74 años y ver la mantilla, mis recuerdos se confunden en el tiempo. Para mí representa respeto, religiosidad. Más tarde, un lujo o una costumbre.

Comencé Magisterio a los 15 años, y una asignatura importante en primero y segundo era Labores del hogar. ¡Madre mía!, cuántas cosas tuve que aprender sin saber qué utilidad les daría en mi vida: bolillos, frivolité, malla, canastilla de ajuar para bebé y ¡el famoso velo bordado, que podías hacerlo pequeño o grande, entonces se llamaría mantilla!

El velo suponía un trabajo delicado y de gran esfuerzo. Por las noches a la luz de una lámpara iba bordando hasta que fue terminado. Mi madre lo valoró diciendo que no lo daría ni vendería por un millón de los de entonces. Yo lo tengo en un cajón y me lo puse la primera y última vez en la procesión de mi colegio con 60 años, el año que me jubilaba. Cada vez que lo pienso no entiendo por qué me lo puse, ya que me recordaba la diferencia en las costumbres entre hombres y mujeres.

Cada domingo mi casa era un alboroto, cinco mujeres y un hombre. El armario de par en par, buscando cada una su velo (con la misma representación que la mantilla, pero menos lujoso). Era difícil que estuvieran los cinco velos con su respectivo alfiler, al final se encontraban todos y nos íbamos a misa.

Allí ya empecé a pensar sobre la suerte de mi hermano, él no tenía que buscar nada, él no se tapaba la cabeza, al revés, el hombre en señal del mismo respeto se quitaba el sombrero. No lo comprendía.

En el colegio, femenino y religioso, cada día al terminar las clases de la mañana, teníamos que ponernos un velo blanco para ir a la capilla a rezar el rosario. Y otra vez era un martirio si veías que lo había olvidado. La monja nos reñía y mucho más si había alguna más en la misma situación y nos hacía ver que, al ser más, estábamos más relajadas. Decía: “Mal de muchos, consuelo de tontos o, mejor dicho, de tontas”.

No tenía catorce años cuando en Semana Santa empecé a desear ponerme una mantilla: veía a los jóvenes visitando los sagrarios con sus novias del brazo, vestidas de negro y adornando la cabeza con un velo precioso.

También veía detrás de las procesiones a mujeres vestidas así. Van de mantilla. En mi casa no había mantillas, pero sí en las fotos una de novia de una tía mía que se casó de luto.

En la actualidad se ven pocas mantillas en las madrinas de boda, pero se sigue cubriendo la cabeza femenina con un tocado o sombrero. Antes más que ahora, era costumbre que las madrinas se pusieran una mantilla para casar a sus hijos y es cuando yo la utilizo, prestada por familiares para casar a mis dos hijos. Al primero, con una mantilla corta y al segundo, con una larga. ¿Lo hice por respeto, por el acto religioso, por ir más elegante o por costumbre? No lo sé, pero en ese momento fui feliz con ella.