CUADERNOS ESCOLARES

           ¿UNA OPORTUNIDAD PARA NARRAR-SE?

Soledad Romero Rodríguez

Universidad de Sevilla

sromero@us.es

Cuadernos escolares. Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla

Los cuadernos escolares… esos artefactos que nos hablan de la vivencia de la escuela. Silenciosos testigos que pregonan a voces la cultura escolar, ofreciendo evidencias de los mensajes que, como el agua entre las rocas, iban calando en el entramado de la narrativa de vida de cada niña.

Nuestra identidad la construimos a través de la narrativa que, como señalan McAdams y McLean (2013), utilizamos para convencer y convencernos de quiénes somos y en quiénes nos convertiremos. Los cuadernos escolares son esos espacios en los que narramos nuestra historia escolar y nos narramos. Así, son un trocito de nuestra identidad, una ventanita abierta a nuestra vida. Me encanta ese juego de palabras de mi admirada Ana María Matute, cuando en su Cuaderno para cuentas expresa “[…] no voy a hacer cuentas, para qué sirven, para nada, mejor cuento la vida.” (Matute, 1982: 169). Y qué mejor para contar la vida que ese cuaderno con su tacto de suave papel nuevo, escuchando el susurro del lápiz deslizándose por el papel como prolongación de nuestros pensamientos y emociones, perfumado por el olor de la goma de nata de Milán preparada para que la escritura fuera limpia y agradable a la vista. La pregunta es: ¿nos permitían/nos permitíamos narrar la vida en nuestros cuadernos escolares? Esos cuadernos que estaban embutidos en el forro de plástico para preservarlos limpios e inmaculados como el Inmaculado Corazón de María al que nos debíamos parecer como niñas buenas.

En esos cuadernos recogíamos los dictados (curiosa raíz compartida con “dictadura”), cuyo contenido no siempre entendíamos (ni teníamos que entender) y que nos hablaban de una sociedad patriarcal de mujeres buenas que se dedicaban a “sus labores” y hombres fuertes que ganaban el pan con el sudor de su frente. Otras veces, escribíamos los problemas de matemáticas donde las mamás iban a comprar a la frutería y los papás tomaban medidas para arreglar una pieza de la bicicleta. Y así, sin darnos cuenta, in-corpo-rábamos en la narrativa del patriarcado considerándolo lo “normal”, creyendo que así eran las cosas, “como Dios manda”. También eran los cuadernos en los que las niñas (los niños tenían castigos físicos porque eran “más fuertes”), escribíamos cien veces “En clase no se habla” (no sé cuántos cientos de veces me tocó hacerlo). Y, de tanto escribirlo, aprendíamos (las niñas) a estar calladitas (“Calladita estás más guapa”).
Los cuadernos escolares también eran el espacio para mostrar, corregir y castigar el “error” (casi siempre señalado en el color rojo que lo “prohíbe”).

El maravilloso error que nos permite a-prender (prender el fuego que da luz y calor), precisamente castigado en el espacio que debía mirarlo como una oportunidad. Y nosotras, las niñas, nos preocupábamos por no tener esa marca que estropeaba nuestro lindo cuaderno y que también nos marcaba como seres inferiores. Porque nuestro error (de las chicas) no era igual que su error (de los chicos). Nuestro error nos alejaba de la demostración de que también éramos capaces de estudiar y, por tanto, también podíamos tener aspiraciones más allá de las tareas domésticas (consideradas de menos valor, aunque sin este trabajo silencioso sería imposible que el mundo funcionara).

Y…con todo esto, mis queridos cuadernos escolares también eran un espacio para la redacción libre (a veces, con temas establecidos y otras, sin ellos; pero siempre ofreciendo una puerta abierta a la creación, a pesar incluso de quienes pretendían cortarla). Esas redacciones maravillosas permitían expresar la cotidianeidad que hacía patente los sesgos de género y a algunas nos hizo tomar conciencia crítica y revelarnos. Así, escribíamos esas redacciones del primer día de la vuelta de vacaciones de Navidad en la que narrábamos cómo había sido el día de Reyes: las niñas contábamos que nos habían regalado muñecas, cocinitas…y ¡hasta una plancha y un juego de escoba y fregona!; los niños narraban cómo habían recibido garajes y “geyperman” o un flamante balón de fútbol (ese deporte que se escuchaba en la radio mientras anunciaba que “Soberano, es cosa de hombres”).

Con todo y a pesar de todo, los cuadernos eran (y son) una expresión de nosotras mismas no solo por lo que narramos con el lenguaje (escrito o matemático), sino por la narrativa que construimos en la forma de intra-actuar con ellos: percibir su tacto, organizar su contenido, imprimir nuestra propia caligrafía, darles el color de la tinta que utilizamos…llenarlos de fotos, guardar recortes de aquella cartita que recibimos a escondidas de la maestra, conservar ese pétalo de la flor que nos regaló nuestro primer amor…

No hay historia sin futuro; el sentido de la historia (history) es poder crear historias (story) de futuro… Los cuadernos siguen siendo mis compañeros, mis confidentes, la expresión de la organización de mi vida, el recipiente de pensamientos, emociones, crítica, proyectos… Me siento parte de ellos y a ellos parte de mí cuando me narro como mujer al elegirlos, al jugar con la tinta sobre el papel, al utilizarlos para conservar esa nota importante e, incluso, para guardar ese código QR de la canción que quiero volver a escuchar. Del cuaderno escolar transité al cuaderno de la vida. Con eso me quedo.

Referencias bibliográficas

Matute, Ana María (1982): Algunos muchachos y otros cuentos. Madrid: Biblioteca Básica Salvat (Ed. Destino, 1964).

McAdams, Dan P. y McLean, Kate C. (2013): Narrative identity. Current Directions in Psychological Science, 22 (3), 233-238.