BOTIJO
PARECE UN AUGURIO DE HIGIA
Elena Rocamora Sotos | Javier Bascuñán Cortés
Universidad Politécnica de Valencia | Universidad de Valencia
elroso@upv.es | jabascor@uv.es
Botijo. Museo Pedagógico de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla
Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero. Salir de la casa temprano, recorrer caminos conocidos. De la casa a la fuente, de la fuente a la escuela, de la escuela a la casa. De camino, llegando a la plaza, escuchar a las niñas cantar, día tras día pasa la barca y yo lleno este botijo.
Amanece temprano y el sol se proyecta en el muro que hay frente a la fuente, cuando mis pies tocan el último adoquín antes del escalón, un rayo de luz toca el agua, sacándole todos sus brillos y colores. Parece un augurio de Higia, llenar este botijo todas las mañanas no es solo llenar un botijo, es llevar agua a la escuela, es mostrar mediante el hecho la importancia del gesto. Llevar agua clara y lecciones a las criaturas de este pueblo, ese es mi trabajo.
Agua corriente no mata la gente, dicen. Por eso he llenado otros botijos, los he transportado en el costado, como a una criatura, y también en la cabeza utilizando mi rodete, en otros lugares llamado rodilla. Los he llevado a la casa, al campo y a la fábrica. Mis alumnas cantan y juegan en la plaza junto a la fuente, pero también la utilizan con el mismo motivo que yo ahora, llenando y llevando el botijo en sus costados o sobre sus cabezas, con sus primeros rodetes, llevando el agua a sus casas, a los campos y a las fábricas. Mi madre me enseñó a hacerlo, la acompañé muchas veces a la fuente. Recuerdo que tuvimos unos rodetes a juego, rojos con cuadrados blancos, que nos regaló la tía Marisol.
Yo, por las mañanas, llevo este botijo a la escuela para llenar sus vasos de agua, para que puedan beber. Procuro hacer lo mismo con ellas todas las mañanas: les llevo lo que sé e incluso lo que se me escapa para poder llenarlas, en cierta forma, para que logren ser, para que logren tener su propia voz y así puedan responder con entereza al barquero. Yo no soy bonita ni lo quiero ser, yo pago dinero como otra mujer. En mis lecciones hay respuestas, preguntas, modos de hacer y agua clara. El agua clara es manantial de salud y vida, lo dicen las gentes y los libros, me gusta pensar que también de conocimiento.
El agua tiene un recorrido. De los manantiales brotan ríos que conducen al mar. El agua también hace un recorrido en las ciudades y los pueblos. La hemos logrado conducir en función de lo que las gentes han ido necesitando. Arriba la fuente, después el abrevadero y por último el lavadero. Arriba el agua para nuestros botijos y vasos, después la de nuestros animales y, por último, el agua menos clara y teñida de ceniza, para limpiar nuestras ropas. Agua estancada, agua envenenada, dicen. Su recorrido responde a un motivo, las órdenes y normativas regulan y traducen lo que ya nos decían los refranes.
No es baladí que el hecho de estar llenando este botijo en la fuente, pensando en el agua y su recorrido, no me lleve, o solo de pasada, a los abrevaderos y que finalmente, mi pensamiento se conduzca y repose en los lavaderos. Recuerdo las manos marcadas por el trabajo, cargando cestos de ropa blanca previamente puesta al sol, cestas apoyadas en los costados, como criaturas, o en la cabeza como yo llevo ahora este botijo. Recuerdo a las mujeres hablar, reír e incluso cantar mientras lavaban. Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero. Recuerdo jugar entre arbustos y esconderme en las sábanas. Si cierro los ojos puedo escuchar sus voces, recordar el jolgorio, verlas doblar la ropa entre varias, verlas reír cantando. Yo no soy bonita ni lo quiero ser yo pago dinero como otra mujer.
Llenar el botijo, cargarlo y caminar hasta el mismo punto. Celebro esta suerte de ritual matutino que me permite pensar. Pensar con este botijo sobre el rodete, una cabeza plena de reflexiones y agua clara. A lo lejos de la calle veo la puerta de la escuela con su letrerito metálico en arco. Las criaturas han dejado de cantar y empiezan a arremolinarse en la entrada. Ver ese bullicio me evoca de nuevo a las mujeres en el río. Esas mujeres fueron mis maestras, maestras que comparto con mis alumnas, que entre agua y canciones populares nos enseñan a vivir.
Acercándome me pienso de pequeña, recuerdo mi escuela. También he tenido otros maestros de profesión, como lo soy yo ahora. De posar sobre mi rodete las primeras coladas mi mente me lleva a las clases de don Severino, que nos enseñó a enseñar enseñándonos y que, además, nos leía poemas de antiguos escritores que hablaban también sobre el recorrido del agua, como el de Khalil Gibrán, en el que describe el temor del río a perder su identidad al entrar en el océano sabiendo que no hay retorno posible hasta que descubre que, aceptando su naturaleza, no desaparece, sino que, simplemente, se convierte en océano.
No hay otra manera, solamente aceptando su naturaleza y adentrándose en lo desconocido, se diluirá el miedo. En mi mente resuena su voz serena mientras traspaso el umbral. Las criaturas más pequeñas se cogen de las faldas de sus madres, mientras tiemblan de miedo como el río. Este pensamiento, inundado por el agua, me hace comprender la escuela como un río donde convergemos todas estas pequeñas gotitas y yo, que las preparo para convertirse en océano. El sol que ya ha hecho su camino ilumina pupitres, sillas y la pizarra. También a los vasos y a las criaturas que descansan, esperándonos